Borrador autógrafo de Pueyrredón. Proyecto para pacificar Santa Fe, dominar Entre Ríos y Corrientes y subyugar al Paraguay:

(Documentos de Pueyrredón, t. III, p. 281.)

Dos años antes, a comienzos de 1815, otro pillo porteño, el general Alvear, Director Supremo de los pillos portuarios, pretende reanudar relaciones con nuestra República. ¿En qué términos? ¡En los de un tramposo trapero-usurero! Me escribe avanzándose con la superchería de que si Buenos Aires sucumbe el Paraguay no podrá ser libre. Trata de atemorizarme con la treta de otra invasión europea. Me ofrece, en consecuencia, un intercambio no de liberal comercio y amistad, sino la trata negrera de cambiar veinticinco fusiles por cada cien reclutas paraguayos para su ejército. No conozco ni he leído una felonía parecida entre los más ruines y cínicos gobernantes de la historia americana.

Otros más quieren invadir el Paraguay. Los propios paraguayos emigrados suplican al General Dorrego que lo haga. Vileza de los migrantes. Y antes y después de borrego, otros y otros engallados capones: Artigas, Ramírez, Facundo Quiroga. Tigres de los llanos, gatos de los montes, rugen, maullan, silban, suspiran por venir a saquearnos. Acabaron todos enterrados, desterrados; alguno de ellos, en nuestra propia tierra.

También Simón Bolívar quiere invadirnos. ¡El Libertador de medio Continente realiza aprestos para atacar al Paraguay y someter al único país ya libre y soberano que existe en América! Con el pretexto de venir a liberar a su amigo Bonpland proyecta la invasión por el Bermejo. ¡Guay para él de haber puesto su bota sobre el Paraguay! Entonces sí que las rojas aguas del Bermejo habrían hecho honor a su nombre. Primero me escribe una tramposa carta que entre flores y dobleces oculta la espina de un pomposo ultimátum. 1 No me tomé siquiera el trabajo de contestarla. Déjenlo que venga, digo a los que se asustan con la bravuconada del libertador liberticida. Si alcanzara a llegar, lo dejaré trasponer la frontera sólo para hacerlo mi ordenanza y encargado de mi caballeriza. Ante mi silencio escribe a su espía en Buenos Aires, el deán Grimorio Funes, pidiéndole gestione el permiso para pasar a este país, «librarlo de las garras de un alzado y devolverlo como provincia al Río de la Plata», propone don Simón. El fúnebre deán no tiene éxito en sus intrigas y conjuras. ¡Cómo había de tenerlo el lúgubre trujamán! Se muestra muy decepcionado por los recelos de Buenos Aires a iniciar «la empresa de reducir a esta fiera», que vengo a ser yo. Lo que Bolívar pretende no es únicamente poner las botas en el Paraguay. Pretende también ponerlas en el Río de la Plata, no contento con haberlo fastidiado a San Martín en Guayaquil.

En la conferencia que sostiene en Potosí con los zorros porteños Alvear y Díaz Vélez, don Simón vuelve a plantear su ambición «redencionista» el 8 de octubre de 1825. Voy a proponer a ustedes, les dice, una idea neutra. ¡Vaya con la idea neutra! Señores, les dice, he hecho reconocer el Pilcomayo en toda su extensión hasta su desembocadura para proporcionarme la mejor ruta del Paraguay con el proyecto de irme a esa Provincia, echar por tierra a ese tirano. Puedo embolsármelo en tres días. ¿Qué les parece? Nones, dicen los zorros plateados. Hace diez años que pretendemos hacer este trabajo nosotros. La fiera gallina resiste. Pone sus huevos de oro en su hermético gallinero convertido en un bastión inexpugnable, y no hay forma de que nos comamos la gallina ni los huevos. Claro, güevones, porque yo me los como semiempollados cada mañana con el desayuno.

Me escriben pues Bolívar, Sucre, Santander. Me encojo de hombros. No leo ni contesto cartas tunas importunas. Me tienen sin cuidado los engreídos prepotentes de todas las latitudes de la tierra.

¡Qué diferencia sobre todo entre Bolívar y San Martín! Éste es el único que se niega a la descabellada empresa de someter al Paraguay. Su causa no era la de sojuzgar pueblos libres sino liberar a la nación americana. «Mi patria es toda la extensión de América», dicen de consuno San Martín y Monteagudo. Su lucha comienza desde la revolución de octubre del año doce, la única que merece legítimamente este nombre en el Río de la Plata. La inspiran estos dos hombres a los que corresponde el título de paraguayos por sistema y pensamiento, además de haber nacido el primero en tierra guaraní. No importa que les parezca haber arado en el mar, navegando entre cordilleras y volcanes. San Martín, defraudado por Bolívar en Guayaquil. Bernardo de Monteagudo, su ministro de Gobierno, depuesto por un motín reaccionario, asesinado después en Lima. El propio Simón Bolívar, a quien Monteagudo acompañó en la tentativa suprema de formar la Confederación America na, cuyo proyecto esbocé a la Junta de Buenos Aires, años antes que él.

Algún día, la obsesión de la patria americana, que sólo podía haber nacido en el Paraguay, el país más acorralado y perseguido de este Continente, reventará como un inmenso volcán y corregirá los «consejos» de la geografía corrompida por taimados come-pueblos. Tiempo al tiempo. Por ahora peligros de nuevas invasiones no hay.

Claro que estos hechos, por mejor decir fechorías, algunos de ustedes no los conocen sino de oídas; otros los tendrán olvidados, y los más no les dan el verdadero sentido que tienen. Simplemente, porque no han debido afrontarlos y resolverlos en su oportunidad, según me tocó hacerlo a mí. En las maduras de los beneficios alcanzados para todos por el Jefe Supremo, los subalternos se olvidan de las duras que a éste le tocó pasar. En el tiempo de la dicha pocos son los que se acuerdan de los contratiempos de la desdicha. Pero un mínimo de memoria es necesario para vivir; aunque más no sea para subsistir: dolerse en la indolencia, que parece haber llegado a ser vuestro estado natural, de los sufrimientos padecidos para lograr el bienestar presente. Todo, hasta el más ínfimo bien, está tasado en su valor y su costo. No hagan menosprecio, mis estimados jefes y funcionarios, del precio que nos ha costado hacer de nuestro país, según lo dijera uno de nuestros peores enemigos, el destino más rico hoy de toda la América.

(En el cuaderno privado)

El Paraguay es una Utopía real y Su Excelencia el Solón de los tiempos modernos, me adulaban los hermanos Robertson, en la mala época de los comienzos. No he podido leer aún el libro de estos ambiciosos jóvenes, que ahora ya estarán viejos y por supuesto más crápulas que antes. A juzgar por el título, no puedo esperar que sus cartas sobre mi Reino del Terror (no sé si son dos libros o uno solo) mejore el cuadro aviesamente pintado diez años atrás por los Rengger y Longchamp. A no dudar, una nueva cochura de embustes e infamias adobadas al paladar de los europeos que se pirran por estos reinos salvajes. Salvajería de espíritus refinados y hastiados. Disfrutan flagelándose con las desgracias de razas inferiores, en busca de nuevas erecciones. El dolor ajeno es un buen afrodisíaco que muelen los viajeros para los que se quedan en casa. ¡Ah ah ah! Ciegos, sordos y mudos, no entienden que no pueden transcribir sino el ruido de sus resentimientos y olvidos. ¿Qué puede esperarse de estos viajeros extraviados, incapaces, rapaces? ¿De dónde sacan las materias de tales memorias? Si mis propios manuscritos no están seguros en mi caja de siete llaves, los de estos traficantes migratorios, atentos únicamente a la cacería de doblones, se habrán perdido siete veces en quién sabe qué retretes.

Las Cartas y El Reino del Terror aparecieron con mucho atraso debido al extravío de los originales que El Supremo pareció prever y pronosticar: «En una de aquellas noches del pasado enero -dicen los Robertson- cuando todas las cosas inanimadas de la naturaleza se habían congelado, cuando los aminos se hallaban cubiertos de nieve y las aceras resbaladizas, uno de los autores de estas Cartas sobre el Paraguay viajaba, en ómnibus de Londres a Kensington. Llevaba bajo el brazo el manuscrito de la obra. Al bajar del coche, la aparición de un negro casi espectral, cubierto de capa y tricornio, le cerró el paso, mirando fijamente al viajero. Éste resbaló y cayó sobre el hielo. La extraña aparición se volvió más espectral aún contra el débil destello del mechero de gas. Luego se desvaneció. Por un momento quedó aturdido a causa del golpe y del susto. En cuanto pudo, se incorporó y se alejó del lugar cojeando muy dolorido. Había caminado apenas algunos minutos cuando sintió que se le habían dormido los dos brazos, además de la penosa renguera. En ese momento, su conciencia extraviada tuvo la súbita revelación de que había perdido el manuscrito. Volvió al malhadado sitio de la caída. Buscó y removió la nieve perturbado por el difuso temor de encontrarse de nuevo con el afantasmado personaje. No reapareció éste; mas tampoco aparecieron los papeles. Al día siguiente fue anunciada la pérdida en carteles y periódicos. Se ofrecieron gratificaciones. Pero nunca más pudimos volver a poner los ojos sobre las cuartillas perdidas. Unos días después recibimos un billete anónimo donde se nos decía: Vuelvan al Paraguay. Allá encontrarán el manuscrito. Pensamos en una ocurrencia de mal gusto hecha por algunos de nuestros amigos. No volvimos al Paraguay, desde luego. Más fácil era rehacer las Cartas, que obtuvieron el más lisonjero de los éxitos. En tres meses la edición estuvo agotada, antes aún de que las molestias de la cojera y el hormigueo de los brazos desaparecieran del todo. No faltaron, sin embargo, algunos reparos y críticas. Thomas Carlyle, por ejemplo, nos trató duramente. Él veía en el Supremo del Paraguay al hombre más notable de esa parte de América. Despedía una luz muy sulfurosa y sombría que brillaba en su espíritu -afirma el cultor de los Héroes-, pero con ella iluminó el Paraguay lo mejor que pudo. En fin, opiniones adversas como las del gran Carlyle, en lugar de desmerecer nuestra obra aumentaron su prestigio por el hecho de que hombres de su talla la tuvieron en cuenta; lo que contribuyó muchísimo a su promoción y difusión».

Por otra parte, algunos autores contemporáneos sostienen que las Cartas en cierto modo son apócrifas; es decir, que los Robertson se atribuyeron, al menos parcialmente, la paternidad de un material espigado en los muchos libelos que sobre El Supremo corrían en el Río de la Plata por aquella época. Si se toman en cuenta las propensiones «acopiativas» que hicieron la fortuna y finalmente la ruina de los Robertson en sus andanzas south-americanas, la afirmación no carecería de alguna verosimilitud. La «unidad de estilo» de los ex comerciantes convertidos en memorialistas o novelistas, su habilidad para «pintar soberbios retratos» y otras virtudes literarias se hallan presentes, en efecto, en los volúmenes de las Canas y en El Reino del Terror, pero no excluyen la probable impostura. El extravío del manuscrito «loco» confesada o inventada por los autores, delata esta posibilidad. La refuerza aún más el episodio, sin duda no menos fraudulento, del fantasmagórico encontronazo en una callejuela de Londres con el sombrío espectro, muy al gusto de la literatura de misterio ya en boga por entonces. Los autores parecen querer insinuar la aparición de trasmundo de El Supremo con el fin de robarles el manuscrito que, según ellos, sería su lápida. De seguro los autores consideraban ya «finado» a su antiguo anfitrión y podían tomarse un doble desquite endosándole este «ladronicidio» de ultratumba bajo la impunidad de una pueril novelería. Pero El Supremo se hallaba aún vivo en Asunción, esperando poder leer las anunciadas obras que aparecieron por fin en 1838 y 1839, poco antes de su muerte. (N. del C.)

1 «Al Señor Dictador Supremo del Paraguay

Excmo. Señor:

Desde los primeros años de mi juventud tuve la honra de cultivar la amistad del señor Bonpland y del Señor Barón de Humboldt, cuyo saber ha hecho más bien en la América que todos sus conquistadores.

Yo me encuentro ahora en el sentimiento de que mi adorado amigo el señor Bonpland está retenido en el Paraguay por causas que ignoro. Sospecho que algunos falsos informes hayan podido calumniar a este virtuoso sabio, y que el gobierno que V. E. preside se haya dejado sorprender con respecto a este caballero.

Dos circunstancias me impelen a rogar a V. E. encarecidamente por la libertad del señor Bonpland. La primera es que yo soy la causa de su venida a América, porque yo fui quien lo invitó a que se trasladase a Colombia, y ya decidido a efectuar su viaje, las circunstancias de la guerra lo dirigieron imperiosamente a Buenos Aires; la segunda es que este sabio puede ilustrar a mi patria con sus luces, luego que V. E. tenga la bondad de dejarle venir a Colombia, cuyo gobierno presido por la voluntad del pueblo.

Sin dudaV. E. no conocerá mi nombre ni mis servicios a la causa americana; pero si me fuese permitido interponer todo lo que valgo, por la libertad del señor Bonpland, me atreven'a a dirigir aV. E. este ruego.

Dígnese V. E. oír el clamor de cuatro millones de americanos libertados por el ejército de mi mando, que todos conmigo imploran la clemencia de V E. en obsequio le la humanidad, la sabiduría y la justicia, en obsequio del señor Bonpland. El señor Bonpland puede jurar a V. E, antes de salir del territorio de su mando, que abandonará las provincias del Río de la Plata para que de ningún modo le sea posible causar perjuicios a la Provincia del Paraguay, que yo, mientras tanto, le espero con las ansias de un amigo y el respeto de un discípulo, pues sería capaz de marchar hasta el Paraguay y sólo por libertar al mejor de los hombres y al más célebre de los viajeros.

Excmo. Señor:Yo espero que V. E. no dejará sin efecto mi ardiente ruego y tam bién espero me cuente en el número de sus más fieles y agradecidos amigos, siempre que el ¡nocente que amo no sea víctima de la injusticia.

Tengo el honor de ser de V. E. atento, obediente servidor:

Simón Bolívar

Lima, 23 de octubre de 1823.»

N. del C: El Supremo Dictador, efectivamente, no contestó esta carta de Bolívar. La respuesta que algunos historiadores-novelistas recogen es apócrifa; en todo caso, invención de una cortesía que El Supremo no estilaba destilar en ningún caso.

Carta de José Antonio Sucre, presidente del flamante estado de Bolivia, al general Francisco de Paula Santander, vicepresidente de Colombia, lugartenientes ambos de Bolívar.

«El Libertador parece que está en el proyecto de mandar una expedición de Cuerpos del Alto y Bajo Perú a tomar el Paraguay que sabe usted gime bajo el tirano que tiene aquella provincia no sólo oprimida del modo más cruel sino que la ha separado de todo trato humano, pues allí nadie entra sino el que gusta su Perpetuo Dictador.» (Octubre I I de 1825.)

De Santander a Sucre:

«La Europa culta celebraría mucho que el Paraguay saliese de la tutela cruel del tirano que la oprime, y que la ha separado del resto del mundo.» (Setiembre, 1825.)

Del deán Funes a Simón Bolívar:

«Refiriéndome el ministro García este suceso [el corte tajante que ha dado el Dictador del Paraguay a la negociación iniciada por el ministro inglés en Buenos Aires],aproveché esta oportunidad para hacerle palpable cuán errada era la empresa de reducir esta fiera por el camino de la razón, y cuán acertado era en cambio el pensamiento de V. E. de hacerle sentir por el Bermejo la fuerza de sus armas… Yo he creído de mi deber poner en noticia de V. E. todo esto, porque entiendo que le proveo bastante materia a la fecundidad de su genio, y porque según mi opinión la empresa no debe abandonarse.» (Setiembre 28 de 1825.)

Nota de Juan Esteban Richard Grandsire:

«El extracto del periódico precitado habla de amenazas de parte del general Sucre si el jefe del gobierno del Paraguay no tomaba en consideración los pasos que suponían hechos por Bolívar para obtener la libertad de M. Bonpland. Es conocer muy poco el genio y el carácter del Dictador Perpetuo al creerle susceptible de ceder al temor, o a una amenaza indirecta: el hombre que desde hace doce años tiene las riendas del gobierno del Paraguay y que ha sabido acallar las pasiones y mantener la tranquilidad interior y exterior de los vastos estados que gobierna, a pesar de las intrigas y las revoluciones de los gobiernos vecinos, no será jamás considerado como un hombre vulgar por los hombres sensatos, y las amenazas podrían atraer sobre M. Bonpland una catástrofe deplorable que se puede evitar por una gestión directa del cónsul general de Francia en Río de Janeiro, y mejor aún si el pedido viniese de París.» (Setiembre 6 de 1826.)