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X. VIDA PUBLICA

Desde el mitin de la plaza San Martín, mi vida dejó de ser privada. Nunca más, hasta que salí del Perú luego de la segunda vuelta, en junio de 1990, volví a disfrutar de aquella privacidad de la que había sido siempre tan celoso (al extremo de decir que lo que me atraía de Inglaterra era que allí, como nadie se mete con nadie, se afantasman las personas). Desde entonces, a cualquier hora del día y de la noche hubo gente en mi casa de Barranco, celebrando reuniones, entrevistas, programando algo, o haciendo cola para conversar conmigo, con Patricia o con Álvaro. Salas, pasillos, escaleras, estaban siempre ocupados por hombres y mujeres que muchas veces yo no conocía ni sabía qué hacían allí, lo que me recordaba un verso de Carlos Germán Belli: «Ésta no es su casa, usted es un salvaje.»

Como María del Carmen, mi secretaria, se vio pronto desbordada, vinieron a reforzarla Silvana, luego Lucía y Rosi, y después dos voluntarias, Anita y Helena, y hubo que construir un cuarto adyacente a mi escritorio para albergar a ese ejército con faldas y hacer sitio a una parafernalia que yo, que siempre he escrito a mano, vi, como en sueños, entrar, instalarse y empezar a funcionar a mi alrededor: ordenadores, faxes, fotocopiadoras, intercomunicadores, máquinas de escribir, nuevas líneas de teléfono, archivadores. Aquella oficina, contigua a la biblioteca y a pocos pasos del dormitorio, operaba desde temprano hasta tarde en la noche y en las semanas que precedieron a las elecciones hasta la madrugada, de manera que llegué a sentir que todo en mi vida, incluido dormir y aun cosas más íntimas, se había vuelto público.

Los días de la lucha contra la estatización tuvimos dos guardaespaldas en casa. Hasta que, hartos de toparnos adiestra y siniestra con gente armada cuyas pistolas aterrorizaban a mi madre y a la tía Olga, Patricia decidió que el servicio de seguridad permaneciera en el exterior.

La historia de los guardaespaldas tuvo un capítulo cómico la noche de la plaza San Martín. Con el incremento del terrorismo y la delincuencia -los secuestros se habían vuelto una industria floreciente- las empresas privadas de vigilancia y protección comenzaron a multiplicarse en el Perú. Una de ellas, llamada de «los israelíes», porque los dueños o quienes la dirigían venían de Israel, daba protección a Hernando de Soto. Y él gestionó, con Miguel Cruchaga, que «los israelíes» se ocuparan de mi seguridad en esos días. Vinieron a mi casa Manuel y Alberto, dos ex infantes de Marina. Me acompañaron a la plaza San Martín el 21 de agosto y estuvieron al pie de la tribuna. Al terminar, invité a los manifestantes a acompañarme hasta el Palacio de Justicia para entregar allí a los parlamentarios de ap y ppc las firmas contra la estatización. Durante la marcha, Manuel desapareció, engullido por la multitud. Alberto siguió pegado a mí en medio del desorden. Una camioneta de «los israelíes» debía recogerme en las graderías del edificio blanco y neoclásico del paseo de la República. Con Alberto siempre allí, como mi sombra, y semitriturados por los manifestantes, bajamos las escalinatas. De pronto, surgió un automóvil negro con las puertas abiertas. Me alzaron en vilo, me metieron en él, me vi entre desconocidos con armas. Di por hecho que eran «los israelíes». Pero en eso escuché a Alberto que gritaba, «No son éstos, no son éstos», y lo vi forcejeando. Consiguió zambullirse en el auto que arrancaba y aterrizó como un fardo sobre mí y los demás ocupantes. «¿Es esto un secuestro?», pregunté, medio en broma, medio en serio. «Estamos encargados de cuidarte», me respondió el fortachón que conducía. Y acto seguido, en la radio que llevaba en la mano, pronunció una frase de película: «El Jaguar está a salvo y vamos a la luna. Over.»

Era Óscar Balbi, jefe de Prosegur, empresa competidora de «los israelíes». Mis amigos Pipo Thorndike y Roberto Dañino habían gestionado por su parte, olvidando prevenirme, que Prosegur se ocupara de mi seguridad aquella noche. Hablaron con Jorge Vega, presidente del directorio de Prosegur, y el empresario Luis Woolcot costeó los gastos (esto lo supe dos años después).

Algún tiempo más tarde, y por gestiones de Juan Jochamowitz, Prosegur decidió responsabilizarse de la seguridad de mi casa y mi familia durante los tres años de la campaña, sin cobrar honorarios (por ello el gobierno le canceló los contratos que tenía con empresas del Estado). Óscar Balbi organizó la seguridad en todos mis recorridos y en los mítines del Frente Democrático y estuvo a mi lado en los aviones, helicópteros, camiones, camionetas, lanchas y caballos en los que en esos años di dos vueltas completas al Perú. Sólo lo vi flaquear en el atardecer del 21 de septiembre de 1988, en la comunidad campesina de Acchupata, de las sierras de Cumbe, en Cajamarca, donde los cuatro mil quinientos metros de altura lo derribaron del caballo y tuvimos que resucitarlo con oxígeno.

A él y a sus compañeros les estoy reconocido porque me prestaron un servicio impagable e imprescindible en un país donde la violencia política ha llegado a los extremos que en el Perú. Pero debo decir que vivir protegido es vivir encarcelado, una pesadilla para cualquiera que ama tanto sentirse libre como yo.

Ya no pude hacer lo que siempre me había gustado, desde muchacho, en las tardes, al terminar de escribir: merodear por barrios diferentes, explorar las calles, meterme a las matinées de esos cinemas de vecindario que crujen de viejos y donde a uno lo levantan las pulgas, subirme a colectivos y autobuses, sin rumbo determinado, para ir conociendo las interioridades y gentes de ese laberinto, lleno de contrastes, que es Lima. En los últimos años me había hecho conocido -más por un programa de televisión que dirigí que por mis libros-, de modo que no me era ya tan fácil salir sin llamar la atención. Pero desde agosto de 1987 me fue imposible ir a cualquier parte sin ser rodeado por gente y aplaudido o abucheado. Y desplazarse por la vida, seguido por periodistas y en medio de un cerco de guardaespaldas -primero dos, después cuatro y los últimos meses una quincena-, era un espectáculo entre payaso y provocador que me arruinaba todo goce. Es verdad que los horarios homicidas no me dejaban tiempo para nada que no fuera político, pero aun así, en los escasos momentos libres era, por ejemplo, impensable meterme a una librería -donde estaba tan asediado que no podía hacer lo que uno hace en las librerías: olisquear los estantes, hojear los libros, revolverlo todo en espera del hallazgo- o a un cine, donde mi aparición daba lugar a demostraciones, como ocurrió en un recital de Alicia Maguiña, en el teatro Municipal, en el que el público, al verme entrar con Patricia, se dividió entre partidarios que aplaudían y adversarios que silbaban. Para poder ver una obra de teatro, Ay, Carmela, de José Sanchís Sinisterra, sin incidentes, los amigos del grupo Ensayo me instalaron, a mí solo, en la galería del Corral de Comedias. Cito estos espectáculos porque creo que fueron los únicos que vi en esos años. Y al cine, algo que me gusta tanto como los libros y el teatro, fui apenas dos o tres veces y siempre de manera delincuencial (entrando con la película empezada y saliendo antes del fin). La última vez -estaba en el San Antonio, de Miraflores- a media función vino a sacarme de mi butaca Óscar Balbi porque acababan de lanzar una bomba en un local del Movimiento Libertad y herido de bala a un vigilante. Fui al fútbol dos o tres veces y también a un partido de voleibol, así como a los toros, pero ésas fueron operaciones decididas por el comando de campaña del Frente Democrático, para los obligatorios baños de multitud.

Las diversiones, pues, que Patricia y yo podíamos permitirnos eran ir a cenar a casa de amigos y de vez en cuando a un restaurante, esto último a sabiendas de que nos sentiríamos espiados y protagonizando un espectáculo. Muchas veces pensé, con culebritas en la espalda: «He perdido mi libertad.» Si era presidente, sería así por cinco años más. Y recuerdo la extrañeza y la felicidad que me colmaron el 14 de junio de 1990, cuando, pasado todo aquello, desembarqué en París y salí, antes de deshacer maletas, a caminar por Saint-Germain, sintiendo que era otra vez un paseante anónimo, sin escoltas, sin policías, sin ser reconocido (o casi, pues de pronto, como autogenerado, compareció, cerrándome el paso, el ubicuo y omnisciente Juan Cruz, de El País, al que me fue imposible negarle una entrevista).

Desde que comenzó mi vida política tomé una decisión: «No voy a dejar de leer ni de escribir siquiera un par de horas al día. Aun si soy presidente.» Fue una decisión sólo en parte egoísta. También, dictada por el convencimiento de que lo que quería hacer, lo haría mejor si conservaba un espacio personal, amurallado contra la política, hecho de ideas, reflexiones, sueños y trabajo intelectual.

Cumplí lo concerniente a la lectura, aunque no siempre el mínimo de dos horas diarias. En cuanto a escribir, me fue imposible. Quiero decir, escribir ficciones. No era sólo la falta de tiempo. Me era imposible concentrarme, abandonarme a la fantasía, alcanzar ese estado de ruptura con lo circundante que es lo formidable de escribir novelas o teatro. Interferían preocupaciones impuras, inmediatas, y no había manera de escapar a la agobiante actualidad. Además, no conseguía hacerme a la idea de que estaba solo, aunque fuera muy de mañana y no hubieran llegado las secretarias. Era como si los entrañables demonios se ahuyentaran resentidos por la falta de soledad. Resultaba angustioso y desistí. De modo que en esos tres años sólo escribí un divertimento erótico

– Elogio de la madrastra -, unos prólogos para una colección de novelas modernas del Círculo de Lectores, discursos, artículos y pequeños ensayos políticos.

Tener un horario tan avaro para la lectura me volvió muy estricto; no podía darme el lujo de leer con la anarquía con que lo he hecho siempre: sólo libros que sabía me iban a hipnotizar. Así, releí algunas novelas queridísimas, como La condición humana, de Malraux, Moby Dick, de Melville, Luz de agosto, de Faulkner y los cuentos de Borges. Un poco asustado al descubrir lo poco de intelectual -de inteligente- del quehacer político cotidiano, me impuse lecturas difíciles, que me obligaran a leer rumiando y tomando apuntes. Desde que en 1980 cayó en mis manos La sociedad abierta y sus enemigos, me había prometido estudiar a Popper. Lo hice en esos tres años, cada día, temprano en la mañana, antes de salir a correr, cuando empezaba a clarear y la quietud de la casa me recordaba la era prepolítica de mi vida.