Изменить стиль страницы

Pero, comparada con otras regiones, la empobrecida Piura era envidiable, casi próspera. En los Andes centrales, en Ayacucho, Huancavelica, Junín, Cerro de Pasco, Apurímac, así como en el altiplano colindante con Bolivia -el departamento de Puno-, zona llamada de pobreza crítica, que era, también, la más ensangrentada por el terrorismo y el contraterrorismo, la situación era aún peor. Los escasos caminos habían ido desapareciendo por falta de mantenimiento y en muchos lugares Sendero Luminoso había dinamitado los puentes y obstruido las trochas con pedrones. También había destruido plantas experimentales de agricultura y ganadería, destrozado las instalaciones y exterminado a centenares de vicuñas de la reserva de Pampa Galeras, entrado a saco en las cooperativas agrícolas -del valle del Mantaro, principalmente, las más dinámicas de toda la sierra-, asesinado a promotores agrarios del ministerio de Agricultura y a técnicos extranjeros venidos al Perú en programas de cooperación, hecho huir o asesinado a pequeños agricultores y pequeños mineros, volado tractores, plantas eléctricas e hidroeléctricas, y liquidado en muchos lugares al ganado y a los cooperativistas y comuneros que pretendían oponerse a su política de tierra arrasada, con la que quería asfixiar a las ciudades, sobre todo a Lima, dejándolas sin alimentos.

Las palabras no dan cuenta precisa de lo que expresiones como economía de subsistencia, pobreza crítica, quieren decir en sufrimiento humano, en animalización de la vida por falta de trabajo y perspectivas y por el empobrecimiento del entorno. Ésa era la condición de la sierra central. Allí la vida siempre había sido pobre, pero ahora, con el cierre de tantas minas, el abandono de las tierras, el aislamiento, la falta de inversiones, la casi desaparición del intercambio y el sabotaje de los servicios y los centros de producción, se había reducido a niveles de horror.

Viendo esas aldeas andinas, pintarrajeadas con la hoz y el martillo y las consignas de Sendero Luminoso, de las que las familias huían, abandonándolo todo, para ir a engrosar los ejércitos de desocupados de las ciudades, aldeas en las que quienes se quedaban parecían los sobrevivientes de una catástrofe bíblica, muchas veces pensé: «Un país siempre puede estar peor. Para el subdesarrollo no hay fondo.» En los últimos treinta años el Perú había estado haciendo todo lo necesario para que hubiera cada vez más pobres y para que sus pobres se empobrecieran más. ¿No era evidente, ante esos peruanos que se morían de hambre, en esa cordillera con el potencial minero más rico del continente, de la que salieron el oro y la plata gracias a los cuales el nombre del Perú fue sinónimo de munificencia, que la política debía orientarse a atraer inversiones, abrir industrias, activar el comercio, revalorizar las tierras, desarrollar la minería, la agricultura, la ganadería?

El principio de la redistribución de la riqueza tiene una fuerza moral indiscutible, pero impide ver a sus propugnadores que ella no favorece la justicia si las políticas que inspira paralizan la producción, desalientan la iniciativa y ahuyentan las inversiones. Es decir, si se traducen en un aumento de la pobreza. Y redistribuir la pobreza, o, en el caso de los Andes, la miseria, como hacía Alan García, no alimenta a quienes enfrentan el problema en términos de vida o de muerte.

Desde mi desencanto con el marxismo y el socialismo -el teórico también, pero sobre todo el real, que había conocido en Cuba, en la Unión Soviética y en las llamadas democracias populares- sospeché que la fascinación de los intelectuales con el estatismo derivaba tanto de su vocación rentista -alimentada por la institución del mecenazgo que los hizo vivir a la sombra de la Iglesia y de los príncipes, y continuada por los regímenes totalitarios del siglo XX en los que el intelectual, a condición de ser dócil, formaba parte automáticamente de la élite- como de su incultura económica. Desde entonces traté, aunque de manera indisciplinada, de corregir mi ignorancia en ese dominio. En 1980, a raíz de un fellowship de un año en The Wilson Center, en Washington, lo hice con más orden y con interés creciente, al descubrir que, contra las apariencias, la economía estaba lejos de ser una ciencia exacta y era tan abierta a la fantasía y la creatividad como las artes. Al comenzar la acción política, en 1987, dos economistas, Felipe Ortiz de Zevallos y Raúl Salazar, comenzaron a darme lecciones semanales sobre economía peruana. Nos reuníamos en un cuartito del jardín de Freddy Cooper, en las noches, por un par de horas, y allí aprendí muchas cosas. También, a respetar el talento y la decencia de Raúl Salazar, pieza clave en la elaboración del programa del Frente y quien, de ganar, hubiera sido nuestro ministro de Economía. Una vez pedí a Raúl y a Felipe que me calcularan cuánto tocaría a cada peruano en caso de que un gobierno igualitarista redistribuyera la riqueza existente en el país. No más de cincuenta dólares por habitante. En otras palabras, el Perú seguiría siendo el país pobre y de pobres que era, con el agravante de que, luego de semejante medida, ya nunca dejaría de serlo.

Para salir de la pobreza las políticas redistributivas no sirven. Sirven aquellas que, como implican una inevitable desigualdad entre quienes producen más o menos, carecen del encanto intelectual y ético que ha rodeado siempre al socialismo y han sido condenadas por alentar el espíritu de lucro. Pero las economías igualitaristas basadas en la solidaridad nunca han sacado a un país de la pobreza; siempre lo han empobrecido más. Y, a menudo, han recortado o hecho desaparecer las libertades, ya que el igualitarismo exige una planificación rígida, que comienza siendo económica y se va extendiendo al resto de la vida. De allí resultan una ineficiencia, una corrupción y unos privilegios para quien gobierna que contradicen la noción misma de igualdad. Los contados casos de despegue económico en el Tercer Mundo han seguido, todos, la receta del mercado.

En cada viaje a la sierra central, entre 1987 y 1990, sentí una inmensa desolación al ver en lo que estaba convertida allí la vida para un tercio de los peruanos cuando menos. Y de cada uno de esos viajes volví más convencido de lo que era preciso hacer. Reabrir las minas cerradas por falta de incentivos para la exportación, ya que el valor artificialmente bajo del dólar hacía que la pequeña y mediana minería hubieran casi desaparecido y que sólo sobreviviera la gran minería, en condiciones precarias. Atraer capitales y tecnología para abrir nuevas empresas. Poner fin al control de precios a los productos agrarios con que se condenaba a los campesinos a subsidiar a las ciudades bajo pretexto de abaratar la alimentación popular. Dar títulos de propiedad a los cientos de miles de campesinos que habían parcelado las cooperativas y derogar las disposiciones que prohibían a las sociedades anónimas invertir.

Pero para ello había que poner fin al terror que campeaba en los Andes a sus anchas.

Viajar por la sierra era difícil. Para evitar las emboscadas, tenía que hacerlo de improviso, con poca gente, enviando con sólo uno o dos días de avance a los activistas de Movilización a prevenir a la gente más segura. A muchas provincias de la sierra central

– después de Ayacucho, Junín se había convertido en el departamento con más atentados- era difícil ir por tierra. Había que hacerlo en pequeños aviones que aterrizaban en lugares inverosímiles -cementerios, canchas de fútbol, cauces de río- o en ligeros helicópteros que, si nos sorprendía una tormenta, debían posarse donde fuera -a veces en la punta de un cerro- hasta que escampara. Estas acrobacias rompían los nervios de algunos amigos del Movimiento Libertad. Beatriz Merino sacaba cruces, rosarios y detentes e invocaba protección a los santos, sin el menor pudor. Pedro Cateriano conminaba a los pilotos a darle explicaciones tranquilizadoras sobre los instrumentos de vuelo y les iba señalando los cúmulos amenazantes, los súbitos picachos o las viborillas de los rayos que zigzagueaban alrededor. Ambos temían más a los vuelos que a los terroristas, pero nunca dejaron de acompañarme cuando se lo pedí.

Recuerdo al soldadito casi niño que me trajeron al abandonado aeropuerto de Jauja, el 8 de setiembre de 1989, para que lo lleváramos a Lima. Había sobrevivido ese mediodía a un atentado en el que habían muerto dos de sus compañeros -yo oí las bombas y los tiros desde el estrado de la plaza de Armas de Huancayo, donde se celebraba nuestro mitin- y estaba desangrándose. Le hicimos un sitio en el pequeño aparato, desembarcando a un guardaespaldas. No debía tener aún los dieciocho años reglamentarios. Llevaba en alto la bolsa del suero, pero la mano se le vencía. Nos turnábamos para sostenerla. No se quejó en todo el vuelo. Miraba el vacío, con una desesperación atónita, como tratando de comprender lo que le había ocurrido.

Recuerdo, el 14 de febrero de 1990, al salir de la mina Milpo, en Cerro de Pasco, cómo el triple cristal de la ventanilla de nuestra camioneta se trizó a la altura de mi sien, convirtiéndose en una telaraña, cuando cruzábamos a un grupo hostil. «Se suponía que esta camioneta era blindada», comenté. «Lo es contra balas», me aseguró Óscar Balbi, «pero ésta era una piedra». Tampoco estaba blindada contra garrotes. Porque en un ingenio azucarero del Norte, unas semanas antes, un puñado de apristas había pulverizado sus vidrios a palazos. El teórico blindaje, por lo demás, convertía al vehículo en un horno (el aire acondicionado no funcionó jamás), de modo que, por lo general, viajábamos por las carreteras con una puerta que el profesor Oshiro mantenía abierta con su pie.

Recuerdo a los miembros del comité de Libertad de Cerro de Pasco, que se presentaron a una reunión regional, magullados unos y otros heridos, pues esa mañana un comando terrorista había atacado su local. Y a los del comité de Ayacucho, la capital de la rebelión senderista, donde la vida humana valía menos que en cualquier otro lugar del Perú. Cada vez que fui a Ayacucho en esos tres años a reunirme con nuestro comité, tuve la sensación de estar con hombres y mujeres que en cualquier momento podían ser asesinados y me asaltaban sentimientos de culpa. Cuando se conformaron las listas de candidatos a diputados nacionales y regionales sabíamos que el riesgo para los ayacuchanos que figuraran en ellas aumentaría y, al igual que otras organizaciones políticas, propusimos a los candidatos sacarlos de Ayacucho hasta después de la elección. No aceptaron. Me pidieron, más bien, gestionar ante el jefe político-militar de la zona que les permitiera ir armados. Pero el general de brigada Howard Rodríguez Málaga me negó el permiso.