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XI. CAMARADA ALBERTO

Pasé el verano de 1953 encerrado en el departamento de los abuelos, en la quinta blanca de la calle Porta, estudiando para el ingreso a San Marcos, escribiendo una obra de teatro (ocurría en una isla desierta, con tormentas), y haciéndole poemas a una vecinita, Madeleine, cuya mamá, una francesa, era propietaria de la quinta. Fue otro romance a medias, pero, éste, no por mi timidez sino por la severísima vigilancia que ejercía la madre sobre la blonda Madeleine. (Casi treinta años después, una noche, al entrar al teatro Marsano de Lima, donde se estrenaba una obra mía, me cerró el paso una guapa señora a quien no reconocí. Con una sonrisa indefinible me alcanzó uno de aquellos poemas de amor, cuyo primer verso, el único que osé leer, me encendió como una antorcha.)

Dimos el examen para el ingreso a Letras en una de las viejas casas que San Marcos tenía desperdigadas por el centro de Lima, en la calle de Padre Jerónimo, donde funcionaba un fantasmagórico Instituto de Geografía. Desde ese día hice amistad con Lea Barba y Rafael Merino, postulantes como yo y que tenían, también, pasión por la lectura. Rafo había estado en la Escuela de Policía, antes de decidirse por el Derecho. Lea era hija de uno de los dueños del Negro-Negro, descendientes de un líder anarcosindicalista de las célebres batallas obreras en los años veinte. Entre examen y examen, y en la espera de días y semanas para que nos llamaran al oral, con Rafo y con Lea hablábamos de literatura y de política, y yo me sentía recompensado por compartir con gente de mi edad esas inquietudes. Lea hablaba con tal entusiasmo de César Vallejo, de quien sabía poemas de memoria, que me puse a leerlo con detenimiento, haciendo lo posible porque me gustara al menos tanto como Neruda, a quien leía desde el colegio con asidua admiración.

Con Rafael Merino fuimos alguna vez a la playa, intercambiamos libros y yo le leí mis cuentos. Pero con Lea hablábamos sobre todo de política, de manera conspiratoria. Nos confesamos enemigos de la dictadura y simpatizantes de la revolución y del marxismo. Pero ¿quedarían comunistas en el Perú? ¿No los había matado, encarcelado o deportado a todos Esparza Zañartu? En ese entonces, Esparza Zañartu ocupaba el oscuro cargo de director de Gobierno, pero todo el país sabía que ese personaje sin historia y sin pasado político, al que el general Odría había sacado de su modesto comercio de vinos para llevárselo al gobierno, era el cerebro de esa seguridad a la que la dictadura debía su poderío, el hombre que estaba detrás de la censura en la prensa y las radios, de las detenciones y deportaciones, y el que montó la cadena de espías y delatores en sindicatos, universidades, oficinas públicas, medios de comunicación, que había impedido desarrollarse cualquier oposición efectiva contra el régimen.

Sin embargo, la Universidad de San Marcos, fiel a su tradición rebelde, el año anterior, 1952, había desafiado a Odría. Con el pretexto de una reivindicación estudiantil, los sanmarquinos habían pedido la renuncia del rector Pedro Dulanto, hecho una huelga y ocupado los claustros, de los que fue a sacarlos la policía. Casi todos los dirigentes de aquella huelga estaban en la cárcel o deportados. Lea sabía detalles de lo ocurrido, de los debates en la Federación de San Marcos y los centros federados, la guerra sorda entre apristas y comunistas (perseguidos ambos por el gobierno pero encarnizados enemigos entre sí) que yo le escuchaba boquiabierto.

Lea fue la primera chica que traté que no había sido educada, como mis amigas del barrio, en Miraflores, para casarse lo más pronto posible y ser una buena ama de casa. Tenía una formación intelectual y estaba decidida a recibirse, a ejercer su profesión, a valerse por sí misma. A la vez que inteligente y de carácter, era suave y podía ser dulce y emocionarse hasta las lágrimas con una anécdota. Creo que ella me habló por primera vez de José Carlos Mariátegui y de los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana. Aun antes de empezar las clases, nos volvimos uña y carne. Íbamos a exposiciones, a librerías, y al cine, a ver películas francesas, por supuesto, en los dos nuevos cines del centro que las exhibían, Le París y Le Biarritz.

El día que me presenté en la calle Fano, a conocer los resultados del ingreso, apenas descubrieron mi nombre en las listas de aprobados, un grupo al acecho me cayó encima y me bautizó. El bautizo sanmarquino era benigno: a uno le tijereteaban los cabellos, para obligarlo a raparse. De Fano fui con mi cabeza trasquilada a comprarme una boina y a una peluquería de La Colmena a que me cortaran a coco.

Me había inscrito en la Alianza Francesa, para aprender francés. En mi clase éramos dos hombres, un negrito, estudiante de química, y yo. La veintena de muchachas -todas niñas bien de Miraflores y San Isidro- se divertían a costa nuestra, burlándose de nuestro acento y haciéndonos mataperradas. El negro, a las pocas semanas, se hartó de sus burlas y abandonó. Mi cabeza rapada de cachimbo fue, por supuesto, objeto de la irreverencia e hilaridad de esas temibles condiscípulas (había entre ellas una Miss Perú). Pero yo gozaba con las clases de la magnífica profesora, Madame del Solar, gracias a la cual, a los pocos meses pude empezar a leer en francés, ayudándome con diccionarios. Pasé muchas horas de felicidad en la pequeña biblioteca de la Alianza, en la avenida Wilson, husmeando las revistas y leyendo a aquellos autores de prosa diáfana, como Gide, Camus o Saint-Exupéry, que me daban la ilusión de dominar la lengua de Montaigne.

Para tener algo de dinero, hablé con el tío Jorge, el de mejor situación en la familia. Era gerente de una compañía constructora y me confiaba trabajos por horas -hacer depósitos en los bancos, redactar cartas y otros documentos y llevarlos a las oficinas públicas- que no interferían con mis clases. Así podía comprarme cigarrillos -fumaba como un murciélago, siempre tabaco negro, primero Incas y luego los ovalados Nacional Presidente- e ir al cine. Poco después conseguí otro trabajo, más intelectual: redactor de la revista Turismo. El dueño y director era Jorge Holguín de Lavalle (1894-1973), dibujante y caricaturista muy fino, que había sido célebre treinta años atrás, en las grandes revistas de los veinte, Variedades y Mundial. Aristócrata y pobrísimo, limeño hasta la médula, infatigable y ameno contador de tradiciones, mitos y chismografías de la ciudad, Holguín de Lavalle era un distraído y un soñador que sacaba la revista cuando se acordaba o, más bien, cuando reunía suficientes avisos para sufragar el número. La revista estaba diagramada por él mismo, y escrita de pies a cabeza por él y por el redactor de turno. Habían pasado por esa delgadísima redacción, antes que yo, intelectuales conocidos, entre ellos Sebastián Salazar Bondy, y el señor Holguín de Lavalle, el día que fui a hablar con él, me lo recordó, indicándome de este modo que, aunque el sueldo sería magro, me compensaría el suceder en el puesto a gente tan ilustre.

Acepté y desde entonces, por dos años, escribí la mitad o acaso tres cuartas partes de la revista con diferentes seudónimos (entre ellos, el afrancesado Vincent Naxé, con el que firmaba las críticas de teatro). De todo ese material recuerdo un texto, «En torno a una escultura», escrito en protesta por un acto de barbarie cometido por el ministro de Educación de la dictadura -el general Zenón Noriega-, que ordenó retirar del grupo escultórico del monumento a Bolognesi (hecho por el español Agustín Querol) la bella estatua del héroe, pues su postura no le pareció heroica. Y en vez de la imagen del Bolognesi original -esculpido en el momento de caer acribillado- hizo poner el grotesco monigote blandiendo una bandera que ahora afea el que era uno de los bonitos monumentos de Lima. Holguín de Lavalle estaba indignado con la mutilación pero temía que mi artículo irritara al gobierno y le clausuraran la revista. Al final, lo publicó y no pasó nada. Con mi sueldo en Turismo, de cuatrocientos soles por número -que no salía cada mes sino cada dos y hasta tres- yo podía -qué tiempos y qué solidez la del sol peruano- pagar las suscripciones a dos revistas francesas -Les Temps Modernes, de Sartre y Les Lettres Nouvelles, de Maurice Nadeau-, que iba a recoger, cada mes, a una oficinita del centro. Con esos ingresos podía vivir -donde los abuelos no pagaba casa ni comida- y sobre todo tenía tiempo libre para leer, para San Marcos y, muy pronto, para la revolución.

Las clases comenzaron tarde y fueron, con una sola excepción, decepcionantes. San Marcos no había caído aún en la decadencia que, en los sesenta y setenta, la iría convirtiendo en una caricatura de universidad, más tarde en ciudadela del maoísmo y hasta del terrorismo, pero ya no era ni sombra de lo que había sido en los años veinte, cuando la famosa generación del Conversatorio del año 1919, su momento más alto en lo que concierne a las humanidades.

De esa famosa generación había todavía, allí, dos historiadores -Jorge Basadre y Raúl Porras Barrenechea- y algunas figuras ilustres de una generación anterior, como Mariano Ibérico en filosofía, o Luis Valcárcel en etnología. Y la Facultad de Medicina, en la que enseñaba Honorio Delgado, tenía a los mejores médicos de Lima. Pero la atmósfera y el funcionamiento de la universidad no eran creativos ni exigentes. Había un desmoronamiento anímico e intelectual, todavía discreto, aunque generalizado; los profesores faltaban una clase sí y otra no, y junto a algunos competentes, otros eran de una mediocridad anestésica. Antes de entrar a la Facultad de Derecho y a la doctoral de Literatura, había que hacer dos años de estudios generales, en los que uno seleccionaba varios cursos electivos. Todos los que yo escogí fueron de literatura.

La mayoría de aquellos cursos eran explicados con desgano, por profesores que no sabían gran cosa o que habían perdido el interés en enseñar. Pero entre ellos recuerdo uno que fue la mejor experiencia intelectual de mi adolescencia: el de Fuentes Históricas Peruanas, de Raúl Porras Barrenechea.

Ese curso, y lo que de él se derivó, justifica para mí los años que pasé en San Marcos. Su tema no podía ser más restrictivo y erudito, pues no era la historia peruana, sino dónde estudiarla. Pero gracias a la sabiduría y elocuencia de quien lo dictaba, cada conferencia era un formidable despliegue de conocimientos sobre el pasado del Perú y las versiones y lecturas contradictorias que de él habían hecho los cronistas, los viajeros, los exploradores, los literatos, las correspondencias y documentos más diversos. Pequeñito, barrigón, vestido de luto -por la muerte, ese año, de su madre-, con una frente muy ancha, unos ojos azules bullentes de ironía y unas solapas tapizadas de caspa, Porras Barrenechea se agigantaba en el pequeño estrado de la clase y cada una de sus palabras era seguida por nosotros con unción religiosa. Exponía con una elegancia consumada, en un español sabroso y muy castizo -había comenzado su carrera universitaria enseñando a los clásicos del Siglo de Oro, a los que había leído a fondo, y de ello quedaban huellas en su prosa y en la precisión y riqueza con que se expresaba-, pero no era él, ni remotamente, el profesor lenguaraz, de palabrería sin consistencia, que se escucha hablar. Porras tenía el fanatismo de la exactitud y era incapaz de afirmar algo que no hubiera verificado. Sus espléndidas exposiciones estaban siempre acotadas con la lectura de unas fichas, escritas en letra diminuta, que se llevaba muy cerca de los ojos para deletrear. En cada una de sus clases teníamos la sensación de estar oyendo algo inédito, el resultado de una investigación personal. Al año siguiente, cuando empecé a trabajar con él, comprobé que, en efecto, Porras Barrenechea preparaba ese curso que dictaba ya tantos años, con el rigor de quien va a enfrentarse a un auditorio por primera vez.