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Poco antes de aquella reunión, Julián Huamaní Yauli, candidato del Movimiento Libertad a una diputación regional, había sentido a la medianoche que escalaban los techos de su casa y corrió a la calle a ponerse a salvo. La segunda vez, el 4 de marzo de 1990, no tuvo tiempo de huir. Lo sorprendieron en la puerta de su hogar, a plena luz del día y, luego de abalearlo, los asesinos se alejaron tranquilamente en medio de una muchedumbre a la que diez años de terror habían enseñado en casos así a no ver, no oír y no mover un dedo. Recuerdo el cadáver destrozado de Julián Huamaní Yauli en su cajón, aquella soleada mañana ayacuchana, y los llantos de su mujer y de su madre, una campesina que, abrazada a mí, sollozaba en quechua palabras que yo no podía entender.

La posibilidad de un atentado contra mí o la familia fue algo que Patricia, yo y mis hijos consideramos desde un principio. Acordamos no cometer imprudencias, pero no dejar que ello nos recortara la libertad. Gonzalo y Morgana estudiaban en Londres, de modo que el riesgo para ellos se reducía a los meses de vacaciones. Pero Álvaro estaba en el Perú, era periodista, vocero de prensa del Frente, joven y apasionado, y no medía sus palabras al atacar día y noche al extremismo y al gobierno; además, continuamente se escapaba del servicio de seguridad, para estar a solas con su novia. De manera que Patricia y yo vivimos con el permanente temor de que fuera raptado o asesinado.

Era obvio que, mientras no se pusiera fin a la inseguridad en el país, las posibilidades de una recuperación económica eran nulas, aun si se frenaba la inflación. ¿Quién iba a venir a abrir minas, pozos petroleros o fábricas si corría el riesgo de ser secuestrado, asesinado, obligado a pagar cupos revolucionarios y de que le dinamitaran sus empresas? (Una semana después de haber visitado yo, en Huacho, en marzo de 1990, la fábrica de conservas para la exportación Industrias Alimentarias, S. A., cuyo dueño, Julio Fabre Carranza, nos contó cómo había escapado ya a un atentado, Sendero Luminoso la redujo a escombros, dejando sin trabajo a mil obreras.)

Pacificar el país era una prioridad, junto con la lucha contra la inflación. No podía ser sólo tarea de policías y militares, sino de la sociedad civil en su conjunto, pues toda ella iba a pagar las consecuencias si Sendero Luminoso convertía al Perú en la Camboya de los jemeres rojos o el mrta en una segunda Cuba. Dejar la lucha contra el terror en manos de policías y militares no había dado fruto. Más bien, había tenido consecuencias negativas. Las desapariciones, las ejecuciones extrajudiciales habían resentido a las poblaciones campesinas, que no colaboraban con las fuerzas del orden. Y sin ayuda civil un régimen democrático no derrota a un movimiento subversivo. El gobierno aprista había agravado la situación, con los grupos contraterroristas, como el llamado Comando Rodrigo Franco. Estos grupos, que, era vox populi, estaban dirigidos desde el ministerio del Interior, habían asesinado abogados y dirigentes sindicales próximos a Sendero Luminoso, puesto bombas en locales de imprentas e instituciones sospechosas de complicidad con el terrorismo y acosaban también a los adversarios más pugnaces del presidente, como el diputado Fernando Olivera, quien, desde que se empeñó en denunciar en el Congreso la adquisición ilícita de propiedades por Alan García, había sido víctima de amagos terroristas.

Mi tesis era que al terror no había que combatirlo con el terror solapado, sino a cara descubierta, movilizando a campesinos, obreros y estudiantes y poniendo a las autoridades civiles al frente. Anuncié que, si era elegido, asumiría personalmente la dirección de la lucha contra el terrorismo, reemplazaría a los jefes político-militares de la zona de emergencia por autoridades civiles, y que armaría a las rondas formadas por campesinos para enfrentarse a los senderistas.

Las rondas campesinas habían mostrado su eficacia en Cajamarca, limpiando el campo de abigeos, trabajando en armonía con las autoridades, y constituido un freno eficaz al terrorismo, que no había podido implantarse en el campo cajamarquino. En todas las comunidades, cooperativas y aldeas de los Andes que visité, advertí una indignada frustración en los campesinos por no poder defenderse de los terroristas, a los que tenían que alimentar, vestir, prestar ayuda logística, y obedecer en sus delirantes consignas, como producir sólo para autoabastecerse y no comerciar ni concurrir a las ferias. La ayuda a la subversión, además, exponía a esas poblaciones a represalias implacables por parte de las fuerzas del orden. Muchas comunidades habían formado rondas que se enfrentaban con palos, cuchillos y escopetas de caza a las metralletas y fusiles de Sendero Luminoso y del mrta.

Por eso pedí a los peruanos un mandato para dotar a los ronderos de armas que les permitieran defenderse de manera efectiva contra quienes los venían literalmente diezmando. [18] Mi tesis fue muy criticada. Se dijo que armando a los campesinos yo abriría las puertas a la guerra civil (como si ella no existiera) y que, en una democracia, son las instituciones policiales y militares las encargadas de restablecer el orden público. Esta crítica no tiene en cuenta la realidad del subdesarrollo. En una democracia que está dando sus primeros pasos, que haya elecciones libres, partidos políticos y libertad de prensa, no significa que todas las instituciones sean democráticas. La democratización del conjunto de la sociedad es mucho más lenta y hasta que sindicatos, partidos políticos, la administración, las empresas, comiencen a actuar como se espera de ellas en un Estado de Derecho, pasa mucho tiempo. Las instituciones que más demoran en aprender a obrar dentro de la ley, respetuosas de la autoridad civil, son aquellas a las que los sistemas dictatoriales, semidictatoriales y, a veces, los democráticos, han acostumbrado a la arbitrariedad: las fuerzas policiales y militares.

La inoperancia demostrada por las fuerzas del orden en la lucha contra el terror en el Perú se debía a varios factores. Uno de ellos, su incapacidad para ganarse a la población civil y obtener de ella un apoyo activo, indispensable para combatir a un enemigo que no da la cara, confundido con la sociedad civil, de la que emerge para golpear y a la que regresa a ocultarse. Ello resultaba de los métodos empleados en la lucha antisubversiva por unas instituciones a las que no se había preparado para este género de guerra, tan distinta de la convencional y que se ceñían muchas veces a la estrategia de mostrar a la población que podían ser tan crueles como los terroristas. El resultado era que, en muchos sitios, las fuerzas del orden inspiraban a los campesinos tanto temor como las bandas de Sendero Luminoso o del mrta.

Recuerdo una conversación con un obispo, en una ciudad de la zona de emergencia. Era un hombre joven, de aspecto deportivo, muy inteligente. Pertenecía al medio conservador de la Iglesia, adversario de la teología de la liberación e insospechable de prestarse, como algunos religiosos de esta tendencia, a la propaganda extremista. Le pedí que me dijera, él que recorría esa tierra martirizada y hablaba con tanta gente, cuánto había de verdad en los abusos que se reprochaba a las fuerzas del orden. Su testimonio fue abrumador, sobre todo respecto al comportamiento de los pips (policías de civil): violaciones, robos, asesinatos, atropellos horrendos contra los campesinos y todo ello en la más absoluta impunidad. Recuerdo sus palabras: «Me siento más seguro viajando solo por Ayacucho que protegido por ellos.» Una democracia incipiente no puede progresar si confía a quienes actúan con este salvajismo la defensa de la ley.

Pero también en esto hay que evitar las simplificaciones. Los derechos humanos son una de las armas que más eficazmente utiliza el extremismo para paralizar a los gobiernos que quiere derrocar, manipulando a personas e instituciones bien intencionadas pero ingenuas. En el curso de la campaña tuve reuniones con oficiales de la Marina y del Ejército, que me informaron con detalle de la situación de la guerra revolucionaria en el Perú. Y de ese modo supe las condiciones dificilísimas en que soldados y marinos estaban obligados a enfrentar esta guerra, por la falta de adiestramiento, de equipos, y por la desmoralización que la crisis económica causaba en sus filas. Recuerdo una conversación, en Andahuaylas, con un joven teniente del Ejército, que regresaba de una expedición de rastrillaje por la zona de Cangallo y Vilcashuamán. Sus hombres, me explicó, tenían munición «para un solo choque». En caso de un segundo encuentro con los insurrectos, no hubieran podido responder al fuego. En cuanto a víveres, no llevaron ninguno. Debieron arreglárselas como pudieron para comer. «Usted pensará que esos víveres teníamos que pagárselos a los campesinos, ¿no, doctor? ¿Con qué? No recibo mi sueldo hace dos meses. Y lo que gano (menos de cien dólares al mes) no me alcanza, siquiera para mantener a mi madre, allá en Jaén. Las propinas de los soldados son para fumar. Dígame qué debemos hacer, pues, para pagar lo que comemos cuando salimos de patrulla.»

La inflación de los últimos años redujo los salarios reales de los militares, al igual que los del resto de servidores del Estado, en 1989, al tercio de lo que eran en 1985. Las partidas para la lucha contra la subversión sufrieron una merma parecida. El abatimiento y frustración de oficiales y soldados vinculados a la contrainsurgencia eran enormes. En los cuarteles, en las bases, la falta de repuestos arrumó camiones, helicópteros, jeeps y toda clase de armamentos. Había una sorda rivalidad entre la Policía Nacional y las Fuerzas Armadas. Aquélla se consideraba discriminada y militares y marinos acusaban a la Guardia Civil de vender sus armas a los narcotraficantes y a los terroristas, aliados en la región del Huallaga. Y unos y otros reconocían que la falta de recursos había incrementado de manera dramática la corrupción en las instituciones militares, ni más ni menos que en la administración pública.

Sólo una participación resuelta de la sociedad civil podía revertir esa tendencia en la que, desde que estalló en 1979, la subversión ganaba puntos y el régimen democrático los perdía. Mi idea era que, como en Israel, los peruanos se organizaran para proteger los centros de trabajo, las cooperativas y comunidades, los servicios y vías de comunicación y que todo esto se hiciera colaborando con las Fuerzas Armadas pero bajo la dirección de la autoridad civil. Esta colaboración serviría -como en Israel, precisamente, donde hay muchas cosas que criticar pero otras que imitar y entre ellas la relación entre sus Fuerzas Armadas y la sociedad civil- no para militarizar a la sociedad sino para civilizar a policías y militares, cerrando de este modo la brecha causada por el mutuo desconocimiento, cuando no antagonismo, que caracteriza en el Perú, como en otros países latinoamericanos, la relación entre el estamento militar y el civil. En nuestro programa de pacificación, preparado por una comisión que dirigía una abogada -Amalia Ortiz de Zevallos-, e integrada por psicólogos, sociólogos, antropólogos, asistentes sociales, juristas y oficiales, se contemplaba la actuación de las rondas como parte de un proceso de recuperación por la sociedad civil de la zona de emergencia bajo control militar. Al mismo tiempo que se levantarían las leyes de excepción y comenzaban a actuar las rondas, irían allí brigadas volantes de jueces, médicos, asistentes sociales, promotores agrarios y maestros, a fin de que el campesino tuviera más razones para combatir al terrorismo que la mera supervivencia. Yo había decidido, si era elegido, irme a vivir a la zona de emergencia de manera más o menos permanente para dirigir desde allí la movilización contra el terror.

[18] De las veinte mil muertes causadas por el terror hasta mediados de 1990, el 90 por ciento eran campesinos, los más pobres entre los pobres del Perú.