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Y en las noches, antes de dormir, leía poesía, siempre a los clásicos del Siglo de Oro, y la mayor parte de las veces a Góngora. Era un baño lustral, cada vez, aunque fuera sólo por media hora, salir de las discusiones, las conspiraciones, las intrigas y las invectivas y ser huésped de un mundo perfecto, desasido de toda actualidad, resplandeciente de armonía, habitado por ninfas y villanos literarios a más no poder y por monstruos mitológicos, que se movían en paisajes quintaesenciados, entre referencias a las tabulaciones griegas y romanas, música sutil y arquitecturas depuradas. Había leído a Góngora, desde mis años universitarios, con admiración algo distante; su perfección me parecía algo inhumana y su mundo demasiado cerebral y quimérico. Pero entre 1987 y 1990 cuánto le agradecí haber erigido ese enclave desactualizado y barroco, suspendido en las alturas más egregias del intelecto y la sensibilidad, emancipado de lo feo, de lo mezquino, de lo mediocre, de ese tramado sórdido en que se dibuja la vida cotidiana para la mayoría de los mortales.

Entre la primera y la segunda vuelta -entre el 8 de abril y el 10 de junio de 1990- ya no pude hacer la lectura estudiosa de hora u hora y media en las mañanas, aun cuando me sentara en el escritorio con el ejemplar de Conjeturas y refutaciones o de Objective knowledge en las manos. Tenía la cabeza demasiado sumida en los problemas, en la tremenda tensión de cada día, con las noticias de atentados y muertes, pues más de un centenar de personas vinculadas al Frente Democrático, dirigentes distritales, candidatos a diputaciones nacionales o regionales, o simpatizantes, fueron asesinadas en esos dos meses, gentes humildes, esos seres del montón que en todas partes son las víctimas privilegiadas del terrorismo político (y del contraterrorismo) y tuve que abandonar. Pero ni siquiera el día de la elección dejé de leer un soneto de Góngora, o una estrofa del Polifemo o Las soledades o alguno de sus romances o letrillas y de sentir con esos versos que, por unos minutos, mi vida se limpiaba. Quede aquí constancia de mi gratitud al gran cordobés.

Yo creía conocer el Perú, porque desde niño había hecho muchos viajes por el interior, pero los incesantes recorridos de esos tres años me revelaron una cara profunda del país, o, más bien, las muchas caras de que consta, su abanico geográfico, social y étnico, la complejidad de sus problemas, sus tremendos contrastes, y los niveles estremecedores de pobreza y desamparo de la mayoría de los peruanos.

El Perú no es un país, sino varios, conviviendo en la desconfianza y la ignorancia recíprocas, en el resentimiento y el prejuicio, en un torbellino de violencias. De violencias en plural: la del terror político y la del narcotráfico; la de la delincuencia común, que, con el empobrecimiento y el desplome de la (limitada) legalidad estaba barbarizando cada vez más la vida diaria, y, desde luego, la llamada violencia estructural: la discriminación, la falta de oportunidades, el desempleo y los salarios de hambre de vastos sectores de la población.

Todo eso lo sabía, lo había oído y leído y lo había visto de lejos y de prisa, como ven al resto de sus compatriotas los peruanos que tenemos la fortuna de pertenecer al pequeño segmento privilegiado que las encuestas denominan sector A. Pero entre 1987 y 1990 todo eso lo conocí de cerca, lo palpé mañana y tarde y en cierto modo lo viví. El Perú de mi infancia era un país pobre y atrasado; en las últimas décadas, principalmente desde la dictadura de Velasco y sobre todo con Alan García, se había ido volviendo pobrísimo y, en muchas regiones, miserable, un país que retrocedía a formas inhumanas de existencia. La famosa «década perdida» para América Latina -por las políticas populistas del desarrollo hacia adentro, el intervencionismo estatal y el nacionalismo económico que recomendaba la cepal, imbuida de la filosofía económica de su presidente, Raúl Prebisch- resultó particularmente trágica para el Perú, pues nuestros gobiernos fueron más lejos que otros en «defenderse» contra las inversiones extranjeras y en sacrificar la creación a la redistribución de la riqueza. [16]

Un departamento que conocía bien, antes, era el de Piura. Ahora, no podía creer lo que veía. Esos pueblos de la provincia de Sullana -San Jacinto, Marcavelica, Salitral-, o de Paita -Amotape, Arenal y Tamarindo-, para no hablar de los de las serranías de Huancabamba y Ayabaca, o los del desierto -Catacaos, La Unión, La Arena, Sechura- parecían haber muerto en vida, languidecer en un marasmo sin esperanza. Es verdad, en mi memoria también las viviendas eran rústicas, de barro y caña brava, y las gentes andaban descalzas y quejosas por la falta de caminos, de postas médicas, de escuelas, de agua, de electricidad. Pero en esos pueblos pobres de mi infancia piurana había una vitalidad pujante, una alegría a flor de piel y una esperanza ahora extinguidas. Habían crecido mucho -se habían triplicado, a veces-, estaban atestados de niños y de desocupados y un aire de ruina y de vejez parecía consumirlos. En las reuniones con los vecinos, oía repetirse el estribillo: «Nos morimos de hambre. No hay trabajo.»

El caso de Piura es una buena ilustración de aquella frase del naturalista Antonio Raimondi, quien, en el siglo XIX, definió al Perú como «un mendigo sentado sobre un banco de oro». Y también un buen ejemplo de cómo un país elige el subdesarrollo. El mar de Piura tiene una riqueza ictiológica que bastaría para dar trabajo a todos los piuranos. En el litoral de la región hay petróleo, y, en el desierto, las inmensas minas de fosfato de Bayóvar aún sin explotar. Y la tierra piurana es muy fértil para la agricultura, como lo mostraron antaño sus haciendas algodoneras, arroceras y fruteras, entre las mejor trabajadas del Perú. ¿Por qué un departamento con recursos semejantes se moría de hambre y desocupación?

El general Velasco confiscó en 1969 esas haciendas en las que, en efecto, los trabajadores recibían un porcentaje muy pequeño del beneficio, y las convirtió en cooperativas y empresas de «propiedad social», en las que, en teoría, los campesinos reemplazaron a los antiguos dueños. En la práctica, los nuevos propietarios fueron las directivas de las empresas socializadas, que se dedicaron a explotar a los campesinos tanto o más que los antiguos patrones. Con un agravante. Estos últimos sabían trabajar sus tierras, renovaban la maquinaria, reinvertían. Los dirigentes de las cooperativas y empresas de propiedad social se dedicaron a administrarlas políticamente y en muchos casos sólo a saquearlas. El resultado fue que pronto ya no hubo beneficio que repartir. [17]

Cuando yo inicié la campaña todas las cooperativas agrarias de Piura, salvo una, estaban técnicamente quebradas. Pero una empresa de propiedad social nunca quiebra. El Estado le condona anualmente las deudas que tiene contraídas con el Banco Agrario (es decir, transfiere las pérdidas a los contribuyentes) y el presidente Alan García solía hacer estas condonaciones en actos públicos, con inflamada retórica revolucionaria. Ésta era la explicación de que el campo piurano se hubiera empobrecido desde aquella reforma agraria hecha para que, según el lema velasquista, «el patrón ya no comiera más de la pobreza campesina». Los patrones habían desaparecido pero los campesinos comían menos que antes. Los únicos beneficiarios habían sido las pequeñas burocracias catapultadas a esas empresas por el poder político y contra las cuales, en nuestras reuniones, los cooperativistas repetían siempre las mismas acusaciones.

En cuanto a la pesca, lo sucedido era aún más autodestructivo. En los años cincuenta, gracias a la visión de un puñado de empresarios -de un tacneño, sobre todo, Luis Banchero Rossi-, surgió en la costa peruana una industria pionera: la de harina de pescado. En pocos años el Perú se convirtió en el primer productor mundial. Esto creó miles de puestos de trabajo, decenas de fábricas, convirtió el pequeño puerto de Chimbote en un gran centro comercial e industrial, y desarrolló la pesquería hasta volver al Perú, en los años sesenta, un país pesquero más importante que el Japón.

La dictadura militar nacionalizó en 1972 todas las empresas pesqueras y formó con ellas un gigantesco conglomerado -Pesca Perú- que puso en manos de una burocracia. El resultado: la ruina de la industria. Cuando yo comencé mis recorridos políticos, en 1987, la situación de ese mamut -Pesca Perú- era crítica. Muchas fábricas de harina de pescado habían sido cerradas, en La Libertad, en Piura, en Chimbote, en Lima, en Ica, en Arequipa, e innumerables embarcaciones de la empresa se pudrían en los puertos, sin repuestos ni equipos para salir a pescar. Éste era uno de los sectores públicos que más subsidios drenaba del Estado y, por lo tanto, una de las causas mayores del empobrecimiento nacional. (Un episodio emocionante de mi campaña fue, en octubre de 1988, la sorpresiva decisión de los habitantes de un pueblecito de la costa arequipeña, Ático, con su alcalde al frente, de movilizarse para pedir la privatización de la fábrica de harina de pescado que, antes, era la principal fuente de empleo del lugar. Ahora, había sido cerrada. Apenas supe la noticia, volé allí en una pequeña avioneta que aterrizó dando brincos en la playa de Ático, para solidarizarme con los lugareños y explicarles por qué proponíamos privatizar no sólo «su» fábrica sino todas las empresas públicas.)

El desastre pesquero y harinero había golpeado mucho a Piura. Mi asombro al ver la costa de Sechura sumida en la inercia fue grande. Yo la recordaba hirviendo de bolicheras y pequeñas embarcaciones y acosada por los «camareros» -camiones con cámaras frigoríficas- que habían atravesado el desierto para ir a comprar la anchoveta y demás pescados que hacían funcionar las fábricas de Chimbote y otros puertos del Perú.

Y en cuanto al petróleo del zócalo marino piurano y a los fosfatos de Sechura, allí estaban, esperando que alguna vez vinieran al Perú los capitales para explotarlos. El primer año de su gobierno, Alan García había nacionalizado la compañía petrolera norteamericana Belco, que operaba en el litoral norteño. El país estaba desde entonces enfrascado en un litigio jurídico internacional con la empresa afectada. Esto, sumado a la declaratoria de guerra del gobierno al Fondo Monetario y a todo el sistema financiero mundial, a su política hostil a las inversiones extranjeras y a la inseguridad creciente en el país, habían convertido al Perú en una nación apestada: nadie le concedía créditos, nadie invertía en ella. De exportar petróleo, el Perú pasó a importarlo. Por eso presentaba la tierra piurana esa apariencia que sobrecogía el ánimo. Ella era un símbolo de lo que había estado ocurriendo los últimos treinta años en todo el país.

[16] En 1960 el Perú ocupaba el octavo lugar en América Latina; al terminar el gobierno de Alan García había descendido al decimocuarto.


[17] La producción agropecuaria per cápita del Perú era, en la década de los sesenta, la segunda de América Latina; en 1990, la penúltima, sólo superior a la de Haití.