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Desde el primer ensayo me enamoré de mi primera actriz, la esbelta Ruth Rojas. Tenía unos cabellos ondulados que le besaban los hombros, un alto cuello de flor, unas piernas muy bonitas y caminaba como una reina. Oírla hablar era un placer de los dioses, porque lo hacía añadiendo a la cadencia cálida, demorada y musical del habla piurana, un dejo propio de coquetería y burla, que a mí me llegaba al corazón. Pero la timidez que me invadía siempre con las mujeres de las que me enamoraba, me impidió decirle nunca un piropo o algo que la hiciera sospechar lo que sentía por ella. Además, Ruth tenía enamorado, un muchacho que trabajaba en un banco, y que solía ir a buscarla a la salida del San Miguel.

Sólo pudimos hacer un par de ensayos en el teatro, a mediados de julio, en vísperas del estreno, cuando parecía imposible que el maestro Aldana Ruiz terminara de pintar los decorados a tiempo: los terminó el mismo 17 de julio, en la mañana. La propaganda para la obra fue enorme, en La Industria y en El Tiempo, en las radios, y, por último, perifoneando por las calles -recuerdo haber visto pasar, por la puerta del diario, a Javier Silva, rugiendo en una bocina, desde lo alto de un camión: «No se pierdan el acontecimiento del siglo, en vermouth y noche, en el teatro Variedades…»-, a consecuencia de lo cual se agotaron las localidades. La noche del estreno, mucha gente que se quedó sin entradas forzó las barreras e irrumpió en la sala, copando los pasillos y el hueco de la orquesta. Con el desbarajuste, el propio prefecto, don Jorge Checa, perdió su asiento y tuvo que presenciar el espectáculo de pie.

La obra transcurrió sin percances -o casi- y hubo muchos aplausos cuando salí al escenario a agradecer, junto con los actores. El único semipercance fue que en el momento romántico de la obra, cuando el inca -Ricardo Raygada- daba un beso a la heroína, que se suponía muy enamorada de él, Ruth puso cara de asco y comenzó a hacer pucheros. Después nos explicó que sus ascos no eran al inca, sino a una cucaracha viva que se le había prendido a éste en la mascaipacha o borla imperial. El éxito de La huida del inca hizo que diéramos, la siguiente semana, dos funciones más, a una de las cuales pude meter a mis primas Wanda y Patricia de contrabando, pues la censura había calificado la obra de «mayores de quince años».

Además de La huida del inca, la función comprendía algunos números de canto, de Lira Rojas, y una presentación de Joaquín Ramos Ríos, uno de los personajes más originales de Piura. Era exponente eximio del ahora ya extinto o, en todo caso, considerado obsoleto y ridículo, pero entonces muy prestigioso, arte de la declamación. Joaquín había vivido de joven en Alemania e importado de allí el idioma alemán, un monóculo, una capa, unas extravagantes maneras aristocráticas y una desenfrenada afición por la cerveza. Recitaba maravillosamente a Lorca, a Darío, a Chocano, y al vate piurano Héctor Manrique (cuyo soneto Querellas del jardín, que comenzaba «Era la agonía de una tarde rubia…», el tío Lucho y yo decíamos a gritos, mientras cruzábamos el desierto rumbo a su chacra), y era la estrella de todas las veladas literario-musicales de Piura. Aparte de recitar no hacía sino vagabundear por las calles de la ciudad, con su monóculo y su capa, y arrastrando una cabrita a la que presentaba como su gacela. Andaba siempre medio bebido, mimando, en las tiznadas covachas de las chicherías, de los bares y de los puestos de licores del mercado, las extravagancias finiseculares de Oscar Wilde o de sus imitadores limeños, el poeta y cuentista Abraham Valdelomar y los «colónidas» del novecientos, ante los cholos piuranos que no le hacían el menor caso y lo trataban con la despectiva benevolencia con que se trata a los idiotas. Pero Joaquín no lo era, porque, en medio de las brumas alcohólicas en las que vivía, hablaba de pronto de poesía y de los poetas de una manera muy intensa, que revelaba un profundo comercio con ellos. Además de respeto, Joaquín Ramos me inspiraba ternura y me apenó mucho, años más tarde, encontrarlo en el centro de Lima, hecho una ruina, y en tal estado de ebriedad que no me pudo reconocer.

Para las vacaciones de Fiestas Patrias, los de la promoción quisimos organizar un viaje al Cusco, pero el dinero que reunimos -con las funciones de La huida del inca, tómbolas, rifas y kermeses- no nos alcanzó y llegamos sólo hasta Lima, por una semana. Aunque me quedé durmiendo con mis compañeros en una escuela normal de la avenida Brasil, pasé todos los días con los abuelitos y los tíos, en Miraflores. Mis padres estaban en Estados Unidos. Era ya el tercer viaje que hacía mi papá, pero el primero de mi madre. Habían ido a Los Ángeles y éste sería un nuevo intento de mi padre de montar allí un negocio o encontrar un trabajo que le permitiera marcharse del Perú. Aunque jamás me habló de su situación económica, tengo la impresión de que ésta había comenzado a deteriorarse, por el dinero que perdió en su experimento comercial neoyorquino, y porque sus ingresos habían mermado. Esta vez permanecieron en Estados Unidos varios meses y al retornar, en vez de alquilar una casa en Miraflores, tomaron un pequeño departamento, de apenas un dormitorio, en un barrio pobretón, el Rímac, signo inequívoco de estrechez económica. Y por ello, cuando, al final de ese año, volví a Lima, para entrar a la universidad, no fui a vivir con él, sino donde los abuelos, en la calle Porta. Ya nunca más viviría con mi padre.

A poco de regresar a Piura, me llegó una noticia inesperada (todo me salía bien en ese año piurano): La huida del inca había ganado el segundo puesto en el concurso de teatro. La noticia, publicada en los diarios de Lima, la reprodujo La Industria en primera página. El premio consistía en una pequeña cantidad y debieron pasar todavía muchos meses hasta que el abuelito Pedro -quien se daba el trabajo de ir todas las semanas al ministerio de Educación a reclamarlo- pudiera cobrar el dinero y girármelo a Piura. Me lo gasté en libros, sin duda, y, tal vez, en visitas a la «casa verde».

El tío Lucho me animaba a que fuera un escritor. No era tan ingenuo de aconsejarme que fuera sólo un escritor, porque ¿de qué hubiera vivido? Él pensaba que la abogacía podía permitirme conciliar la vocación literaria y un trabajo alimenticio y me urgía a que juntara desde ahora para llegar un día a París. Desde entonces, la idea de viajar a Europa -a Francia- se volvió un norte. Y, hasta que lo conseguí, seis años más tarde, viví con ese desasosiego y el convencimiento de que si me quedaba en el Perú, me frustraría.

No conocía escritores peruanos, sino muertos o de nombre. Uno de estos últimos, que había publicado poemas y escrito obras de teatro, pasó por Piura en esos días: Sebastián Salazar Bondy. Era asesor literario de la compañía argentina de Pedro López Lagar, que hizo una breve temporada en el teatro Variedades (dio una obra de Unamuno y otra de Jacinto Grau, si mal no recuerdo). En las dos funciones estuve luchando contra mi timidez para acercarme a la alta y afilada silueta de Sebastián, que se paseaba por los pasillos del teatro. Quería hablarle de mi vocación, pedirle consejo o, simplemente, verificar de manera tangible que un peruano podía llegar a ser escritor. Pero no me atreví, y, años después, cuando éramos ya amigos y le conté aquella indecisión, Sebastián no podía creerlo.

Acompañé muchas veces al tío Lucho en viajes por el interior del departamento y, una vez, a Tumbes, donde exploraba un negocio de pesca. Fuimos a Sullana, a Paita, a Talara, a Sechura, y también a las provincias serranas de Piura, como Ayabaca y Huancabamba, pero el paisaje que se me quedó en la memoria y condicionó mi relación con la naturaleza, es ese desierto piurano que no tiene nada de monótono, que cambia con el sol y con el viento, y en el que, por el vasto horizonte y la limpidez de su cielo azulino uno tiene siempre la sensación de que, a la vuelta de cualquier médano, aparecerán los destellos de plata y las olas espumosas del mar.

Cada vez que salíamos, en la crujiente camioneta negra, y se desplegaba ante nosotros esa larga extensión blanca o gris, ondulante y ardiente, alborotada de cuando en cuando por manchas de algarrobos, pequeñas rancherías de caña y barro, recorrida por misteriosos rebaños de cabras que parecían sin rumbo en la inmensidad que las rodeaba y en la que zigzagueaban de pronto las lagartijas o se tostaban al sol, inmóviles e inquietantes, las iguanas, yo sentía gran excitación, un hirviente impulso. Esa amplitud de espacio, ese horizonte ilimitado -de cuando en cuando aparecían, como sombras de gigantes, los contrafuertes de los Andes- me llenaba la cabeza de ideas aventureras, de épicas anécdotas, y eran incontables las historias y los poemas que planeaba escribir usando ese escenario, poblándolo. Cuando en 1958 partí a Europa, donde permanecería muchos años, ese paisaje fue una de las más pertinaces imágenes que guardé del Perú y, también, la que solía procurarme más nostalgia.

Ya avanzado el semestre, un buen día el doctor Marroquín nos comunicó a los de quinto año que, esta vez, los exámenes finales no se tomarían de acuerdo a un horario preestablecido, sino de improviso. La razón de esta medida experimental era poder evaluar con mayor exactitud los conocimientos del alumno. Esos exámenes anunciados, para los que los estudiantes se preparaban memorizando la noche anterior el curso en cuestión, daban una idea inexacta de lo que habían asimilado.

Cundió el pánico en la clase. Eso de que uno se preparara en química y fuera al colegio y le tomaran geometría o lógica, nos puso los pelos de punta. Empezamos a imaginar una catarata de cursos aplazados. ¡Y en el último año de colegio!

Con Javier Silva alborotamos a los compañeros para rebelarnos contra el experimento (mucho después supe que aquel proyecto había sido la tesis de grado del doctor Marroquín). Celebramos reuniones y una asamblea en la que se nombró una comisión, presidida por mí, para hablar con el director. Nos recibió en su despacho y me escuchó educadamente pedirle que pusiera horarios. Pero nos dijo que la decisión era irrevocable.

Entonces, planeamos una huelga. No iríamos a clases, hasta que se levantara la medida. Hubo noches sobreexcitadas discutiendo con Javier y otros compañeros los detalles de la operación. La mañana acordada, a la hora de clases, nos replegamos al malecón Eguiguren. Pero allí, algunos muchachos, asustados -en esa época, una huelga escolar era insólita-, comenzaron a murmurar que podrían expulsarnos. La discusión se envenenó y un grupo, por fin, rompió la huelga. Desmoralizados con la deserción, los demás acordamos regresar para las clases de la tarde. Al entrar al colegio, el jefe de inspectores me llevó a la oficina del director. Al doctor Marroquín le temblaba la voz mientras me decía que, como responsable de lo ocurrido, yo merecía que me expulsaran ipso facto del San Miguel. Pero que, para no estropearme el futuro, sólo me suspendería siete días. Y que dijera al «ingeniero Llosa» -llamaba ingeniero al tío Lucho porque lo veía a menudo con las botas de montar con las que iba a su fundo- que fuera a hablar con él. El tío Lucho tuvo que escuchar las quejas del doctor Marroquín.