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A los pocos días de llegar a Piura, me presenté con mis cartas de recomendación de Alfonso Delboy y de Gastón Aguirre Morales, en casa del dueño de La Industria, don Miguel Cerro Cebrián. Era un viejecito menudo, un pedacito de hombre con la cara requemada por la intemperie, cubierta de mil arrugas, en la que unos ojos vivos e inquietos traslucían su indomable energía. Tenía tres diarios de provincias -La Industria de Piura, de Chiclayo y de Trujillo-, que dirigía desde su casita piurana, con mano enérgica, y un fundo algodonero, en el rumbo de Catacaos, que iba a vigilar personalmente en una mula remolona y tan antigua como él. Avanzaba en ella con toda prosa por el centro de la calle, camino al Puente Viejo, desinteresado de automóviles y peatones. Hacía una escala en el local de La Industria, en la calle Lima, en cuyo patio con rejas irrumpía la mula, sin aviso, martirizando las baldosas con sus cascos, para que don Miguel echara una ojeada a los materiales de la redacción. Era un hombre que no se cansaba nunca, que trabajaba hasta durmiendo, al que nadie le metía el dedo a la boca, severo y hasta duro pero de una rectitud que, a quienes trabajábamos a sus órdenes, nos daba seguridad. La leyenda decía que una noche alguien le había preguntado, en una comida bien regada del Centro Piurano, si todavía era capaz de hacer el amor. Y que don Miguel había invitado a los comensales a la «casa verde», donde había absuelto prácticamente aquella duda.

Leyó con mucho cuidado las cartas, me preguntó mi edad, especuló sobre cómo podría yo congeniar el trabajo periodístico con las clases del colegio, y finalmente tomó su resolución y me contrató. Me fijó un sueldo mensual de trescientos soles y mi trabajo quedó esbozado en aquella conversación. Iría al diario apenas terminaran las clases de la mañana, para revisar los periódicos de Lima y extractar y dar la vuelta a las noticias que podían interesar a los piuranos, y volvería en las noches, por otras dos o tres horas, a escribir artículos, hacer reportajes y estar allí para las emergencias.

La Industria era una reliquia histórica. Sus cuatro pliegos los armaba a mano

– creo que nunca llegó al linotipo- un cajista: el señor Nieves. Verlo trabajar, en el oscuro cuartito del fondo, en esos «talleres» que representaba él solo, era un espectáculo. Flaquito, con unos anteojos de gruesas lunas para sus ojos miopes, siempre con una camiseta de mangas cortas y un delantal que alguna vez había sido blanco, el señor Nieves colocaba los originales en un atril, a su izquierda. Y con su mano derecha, moviéndola a una velocidad extraordinaria, iba sacando las letras de un montón de cajitas dispuestas a su alrededor y armando el texto en el molde que él mismo imprimiría, luego, en una prensa prehistórica cuyas vibraciones estremecían las paredes y el techo del local. El señor Nieves me parecía escapado de las novelas decimonónicas, sobre todo las de Dickens, y su oficio, en el que era tan diestro, una supervivencia excéntrica, algo ya extinguido en el resto del mundo y que se extinguiría con él en el Perú.

Un nuevo director de La Industria llegó a Piura casi conmigo. Don Miguel Cerro trajo de Lima a Pedro del Pino Fajardo, un periodista fogueado, para que levantara el diario, en la dura competencia que tenía con El Tiempo, el otro periódico local (había un tercero, Ecos y Noticias, que salía tarde, mal y nunca, en un papel de colorines, y era casi ilegible porque las letras del periódico se quedaban en las manos del lector). Los redactores éramos un aforador del río Piura, encargado de las noticias deportivas, llamado Owen Castillo -que haría después, en Lima, en tiempos de la dictadura militar, una destacada carrera en el periodismo de cloaca- y yo, que me ocupaba de locales e internacionales. Había, además, colaboradores externos, como el médico Luis Ginocchio Feijóo, a quien el periodismo llegó a apasionar tanto como su profesión.

Hicimos buenas migas con Pedro del Pino Fajardo, quien, al comienzo, trató de dar un sesgo un tanto llamativo a La Industria, lo que chocó a algunas señoras piuranas, que hasta mandaron una carta de protesta por el tono escandaloso de una crónica del director. Don Miguel Cerro exigió a Del Pino Fajardo que devolviera al diario su seriedad tradicional.

Yo trabajaba allí divirtiéndome mucho, escribiendo de todo y sobre todo, y dándome el lujo, a veces, gracias a la benevolencia con que Pedro del Pino tomaba mis entusiasmos literarios, de publicar poemas que ocupaban toda una plana de las cuatro que tenía el diario. Una de esas veces, en que un poema mío, tenebrosamente titulado «La noche de los desesperados» llenaba la página, don Miguel, recién bajado de su mula y quitándose el gran sombrero de fina paja cataquense, pronunció esta frase que me llegó al alma: «La edición de hoy peca de exuberancia. »

Aparte de las infinitas noticias que redacté o entrevistas que hice, escribía dos columnas -«Buenos Días» y «Campanario»-, una con mi nombre y otra con un seudónimo, en las que hacía comentarios de actualidad y hablaba a menudo (la ignorancia es atrevida) de política y literatura. Recuerdo un par de largos artículos sobre la revolución de 1952 del mnr (Movimiento Nacionalista Revolucionario) en Bolivia, que llevó a la presidencia a Víctor Paz Estenssoro, y cuyas reformas -nacionalización de las empresas mineras, reforma agraria- yo fui celebrando hasta que don Miguel Cerro me recordó que vivíamos bajo el gobierno militar del general Odría, de modo que moderara mis entusiasmos revolucionarios, pues no quería que le cerraran La Industria.

La revolución boliviana del mnr me excitó mucho. Conocí detalles de ella de fuente muy directa, porque la familia de mi tía Olga, sobre todo su hermana menor, Julia, que vivía en La Paz, le escribió cartas con muchas anécdotas y precisiones sobre los sucesos y los líderes del alzamiento -como el que sería el vicepresidente de Paz, Siles Suazo, y el líder minero Juan Lechín-, que yo aprovechaba para mis artículos de La Industria. Y esa revolución de corte izquierdista y socializante, tan atacada en el Perú por los diarios -sobre todo por La Prensa, de Pedro Beltrán- contribuyó, tanto como la lectura de aquel libro de Jan Valtin, a llenarme la cabeza y el corazón de ideas -tal vez sería mejor decir imágenes y emociones- socialistas y revolucionarias.

Pedro del Pino Fajardo había estado enfermo del pulmón y había pasado una temporada en el célebre hospital para tuberculosos de Jauja (con el que a mí me asustaban de chico, en casa de los abuelos, para obligarme a comer), sobre el que escribió una novela, entre festiva y macabra, que me regaló a poco de conocernos. Y me mostró también alguna obra de teatro. Veía con benevolencia mi vocación y la alentaba, pero la verdadera ayuda que me prestó fue de índole negativa, haciéndome presentir desde entonces el peligro mortal que para la literatura representa la bohemia. Porque en su caso, la vocación literaria, como en el de tantos escritores vivos y muertos de mi país, había naufragado en el desorden, la indisciplina y, sobre todo, el alcohol, antes de nacer de verdad. Pedro era un bohemio incorregible, podía pasarse el día entero -noches enteras- en un bar, contando anécdotas divertidísimas, y absorbiendo inconmensurables cantidades de cerveza, de pisco o de cualquier bebida alcohólica. Alcanzaba muy pronto un estado chispeante y excitado, y en él permanecía, horas y horas, días y días, quemando en soliloquios brillantísimos y efímeros lo que debían ser ya, para entonces, los últimos vestigios de un talento que nunca llegó a concretarse, por culpa de la vida disoluta. Estaba casado con una nieta de Ricardo Palma, una heroica muchacha rubia, que, con una criatura de pocos años a cuestas, venía a rescatarlo de los barcitos.

Yo nunca había sabido beber; en mi corta bohemia, en el verano limeño de La Crónica, más por monería que por afición, había tomado muchas cervezas -jamás pude seguir a mis colegas en las mulitas de pisco, por ejemplo-, pero las resistía mal, pues pronto comenzaba sentir dolor de cabeza y náuseas. Y, ya en Piura, tenía tantas cosas que hacer, con las clases, el trabajo en el periódico, los libros y las cosas que quería escribir, que eso de pasarse las horas en un café o un bar, hablando y hablando, mientras a mi alrededor la gente empezaba a emborracharse, me aburría y exasperaba. Procuraba escapar con cualquier pretexto. Esta alergia nació allí en Piura, creo, y tenía que ver con una incapacidad física para el alcohol que heredé sin duda de mi padre -quien nunca pudo beber- y con el disgusto que me producía el espectáculo de la delicuescencia de mi amigo Pedro del Pino Fajardo, un disgusto que fue creciendo hasta convertirse en fobia. Ni en mis años universitarios ni después he practicado la bohemia, ni siquiera en sus formas más edulcoradas y benignas, las de la tertulia o la peña, de las que siempre he huido como gato del agua.

Pedro del Pino estuvo apenas año y medio o dos años en Piura. Regresó a Lima y allí pasó a dirigir un periódico al servicio de la dictadura de Odría, La Nación, en el que, sin autorización mía, reprodujo algunas de mis columnas de La Industria. Le envié una furibunda carta de protesta, que él no publicó, y no volví a verlo más. Al fin de la dictadura, en 1956, emigró a Venezuela, y murió poco después.

Comenzamos a ensayar La huida del inca a fines de abril o comienzos de mayo, en las tardes, tres o cuatro veces por semana, a la salida de las clases, en la biblioteca del colegio, un amplio salón de la planta alta, que nos facilitó la amable bibliotecaria del San Miguel, Carmela Garcés. En el reparto, cuya selección tomó unos días, figuraban alumnos del colegio, como los hermanos Raygada, Juan León y Yolanda Vilela, de mi clase, y Walter Palacios, quien sería después un actor profesional, además de dirigente revolucionario. Pero las estrellas eran las hermanas Rojas, dos muchachas de fuera del colegio, muy conocidas en Piura, una de ellas por su magnífica voz, Lira, y la otra, Ruth, por su talento dramático (había trabajado ya en varias obras teatrales). La linda voz de Lira Rojas hizo que, algún tiempo después, el general Odría, que la oyó cantar en una visita oficial a Piura, la becara y enviara a Lima, a la Escuela Nacional de Música.

No quiero recordar la obra (una truculencia con incas, como he dicho), pero sí, con emoción, lo que fue irla haciendo nacer, a lo largo de dos meses y medio, con la colaboración entusiasta de los ocho actores y las personas que nos ayudaron en los decorados y la iluminación. Nunca había dirigido ni visto dirigir a nadie y pasé noches enteras, desvelado, tomando apuntes sobre el montaje. Los ensayos, el ambiente que se creó, la camaradería, y la ilusión al ver, por fin, que la obrita tomaba cuerpo, me convencieron ese año de que no sería poeta sino dramaturgo: el drama era el príncipe de los géneros y yo inundaría el mundo de obras teatrales como las de Lorca o Lenormand (no volví a leer ni tampoco he visto sobre un escenario el teatro de este último, pero dos obras suyas, que figuraban en la Biblioteca Contemporánea y que leí ese año, me hicieron fuerte impresión).