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Mi expulsión temporal provocó un pequeño revuelo y hasta el prefecto cayó por la casa a ofrecerse como intermediario para que el director levantara la medida. No recuerdo si la acortó o me pasé la semana expulsado, pero, cumplido el castigo, me sentí el protagonista de La noche quedó atrás luego de sobrevivir a las cárceles nazis.

Cito el episodio de la frustrada huelga porque sería tema del primer cuento mío publicado («Los jefes»), y porque en él se vislumbran los primeros brotes de una inquietud. No creo haber pensado mucho en política antes de ese año piurano. Recuerdo que me indignó, cuando trabajaba como mensajero en la International News Service, un aviso para los redactores, indicándoles que toda información relativa al Perú tenía que ser consultada a la Dirección de Gobierno antes de ser enviada a La Crónica. Pero, incluso cuando trabajaba en el diario, como redactor, no pensaba en que vivíamos en una dictadura militar, que había prohibido los partidos políticos y desterrado a muchos apristas, así como al ex presidente Bustamante y Rivero y a varios de sus colaboradores.

En ese año piurano la política entró en mi vida al galope y con el idealismo y la confusión con que suele irrumpir en un joven. Como lo que leía, en el desorden más total, me dejaba con más preguntas que respuestas, acosaba al tío Lucho, y él me explicaba qué era el socialismo, el comunismo, el aprismo, el urrismo, el fascismo, y escuchaba con paciencia mis declaraciones revolucionarias. ¿En qué consistían? En la toma de conciencia de que el Perú era un país de feroces contrastes, de millones de gentes pobres y de apenas un puñado de peruanos que vivían de manera confortable y decente, y de que los pobres

– indios, cholos y negros- eran, además de explotados, despreciados por los ricos, gran parte de los cuales eran «blancos». Y en un sentimiento muy vivo de que aquella injusticia debía cambiar y que ese cambio pasaba por eso que se llamaba la izquierda, el socialismo, la revolución. Desde esos últimos meses en Piura comencé a pensar, en secreto, que en la universidad procuraría ponerme en contacto con los revolucionarios y ser uno de ellos. Y decidí también presentarme a la Universidad de San Marcos y no a la Católica, universidad de niñitos bien, de blanquitos y de reaccionarios. Yo iría a la nacional, la de los cholos, ateos y comunistas. El tío Lucho escribió a un pariente y amigo de infancia, profesor de literatura en San Marcos -Augusto Tamayo Vargas- hablándole de mis proyectos. Y Augusto me puso unas líneas alentadoras diciéndome que en San Marcos encontraría un terreno fértil para mis inquietudes.

Llegué a los exámenes de fin de año con cierta zozobra, por aquella huelga, pensando que tal vez el colegio tomaría represalias. Pero aprobé todos los exámenes. Las dos últimas semanas fueron frenéticas. Pasábamos las noches en vela, revisando los apuntes y notas del año, con Javier Silva, los Artadi, los mellizos Temple, y, a menudo, con tanta irresponsabilidad como ignorancia, tomábamos anfetaminas para mantenernos despiertos. Se vendían en la farmacia sin necesidad de receta médica y nadie, a mi alrededor, tenía conciencia de que se trataba de una droga. La artificial lucidez y excitación nerviosa a mí me tenían al día siguiente, en un estado de debilidad y depresión.

Luego del último examen, tuve un encuentro literario que, sospecho, ha sido de prolongado efecto. Volví a casa a eso del mediodía, contento por haber dejado atrás el colegio, el cuerpo agotado por las malas noches, decidido a dormir muchas horas. Y, ya en la cama, cogí uno de los libros del tío Lucho, cuyo título no decía gran cosa: Los hermanos Karamazov. Lo leí de corrido, en estado hipnótico, levantándome de la cama, como un zombie, sin saber dónde estaba ni quién era, sólo cuando la tía Olga venía enérgicamente a recordarme que tenía que almorzar, cenar y desayunar. Entre la magia de Dostoievski y la fuerza convulsiva de su historia, con sus alucinantes personajes, y los nervios sobreexcitados por los desvelos y las anfetaminas de las dos semanas de exámenes, aquella lectura ininterrumpida de cerca de veinticuatro horas fue un verdadero viaje, en el sentido que cobraría esta benigna palabra en los años sesenta, con la cultura de la droga y la revolución hippy. He releído después Los hermanos Karamazov, apreciándola mejor en sus infinitas complejidades, pero sin vivirla tan intensamente como aquel día y aquella noche de diciembre, en que coroné con este formidable fin de fiesta novelesco mi vida de colegial.

Todavía me quedé en Piura unas semanas, luego de los exámenes. El tío Jorge debía venir en su auto hasta la hacienda San Jacinto, cerca de Chimbote, donde estaba de médico el tío Pedro, y el tío Lucho quedó en ir a darles el encuentro hasta allá, de modo que los hermanos se verían, y de paso yo regresaría a Lima en el auto de los tíos. Para ganar tiempo con la preparación del ingreso a San Marcos, el abuelito me había enviado a Piura los «cuestionarios desarrollados» del examen, y dediqué las mañanas, antes de ir a La Industria, a estudiarlos.

Me ilusionaba la perspectiva de entrar a la universidad y comenzar una vida de adulto, pero me apenaba separarme de Piura y del tío Lucho. El apoyo que me dio ese año, en esa etapa fronteriza entre la niñez y la juventud, es una de las mejores cosas que me han pasado. Si la expresión tiene sentido, en ese año fui feliz, algo que no había sido en Lima en ninguno de los años anteriores, aunque hubiera habido en ellos momentos magníficos. Allí, entre abril y diciembre de 1952, con el tío Lucho y la tía Olga, tuve tranquilidad, un vivir sin el miedo crónico, sin disimular lo que pensaba, quería y soñaba, y esto me sirvió para organizar mi vida de manera que congeniaran mis aptitudes e ineptitudes con mi vocación. Desde Piura, todo el año siguiente, el tío Lucho seguiría ayudándome con sus consejos y su aliento, en largas respuestas a las cartas que yo le escribía.

Tal vez por esa razón, pero no sólo por ésa, Piura llegó a significar tanto para mí. Sumando las dos veces que allí viví, no hacen dos años, y, sin embargo, ese lugar está más presente en lo que llevo escrito que cualquier otro del mundo. Esas novelas, cuentos y una obra de teatro de ambiente piurano no agotan aquellas imágenes de gentes y paisajes de esa tierra, que todavía me rondan pugnando por mudarse en ficciones. Que en Piura tuviera la alegría que fue ver una obra escrita por mí sobre las tablas de un teatro y que allí hiciera tan buenos amigos, no explica todo, porque los sentimientos no los explica nunca la razón, y el vínculo que uno establece con una ciudad es de la misma índole que el que lo ata de pronto a una mujer, una verdadera pasión, de raíces profundas y misteriosas. El hecho es que, aunque desde aquellos días finales de 1952, nunca volví a vivir en Piura

– hice esporádicas visitas-, de alguna manera seguí siempre en ella, llevándomela conmigo por el mundo, oyendo a los piuranos hablar de esa manera tan cantarina y fatigada -con sus «guas», sus «churres» y sus superlativos de superlativos, «lindisisísima», «carisisísima», «borrachisísimo»-, contemplando sus lánguidos desiertos y sintiendo a veces en la piel la abrasadora lengua de su sol.

Cuando la batalla contra la estatización de la banca, en 1987, hicimos en Piura uno de los tres mítines de protesta, y Piura fue la primera ciudad a la que acudí a hacer campaña, luego del lanzamiento de mi candidatura en Arequipa, el 4 de junio de 1989. Piura fue el departamento del que más provincias y distritos recorrí y al que más veces volví durante la campaña. Estoy seguro de que en ello intervino mi subconsciente predilección por lo piurano y los piuranos. Y, sin duda, por esto mismo sentiría esa decepción, en junio de 1990, al descubrir que los electores piuranos no correspondían a mis sentimientos, pues votaron masivamente por mi opositor en la elección final del 10 de junio, [15] a pesar de que aquél apenas había hecho una furtiva visita a la ciudad en el curso de su campaña.

El viaje al encuentro del tío Jorge se fue postergando varias veces, hasta que por fin partimos, a finales de diciembre, de madrugada. Tuvimos un viaje accidentado, con cambio de llanta en la carretera y problemas con el motor de la camioneta, que calentaba demasiado. El encuentro con los tíos que venían de Lima tuvo lugar en Chimbote, todavía un tranquilo pueblo de pescadores, con el hotel de Turistas muy bien tenido a orillas de una playa de aguas limpias. Celebramos una cena familiar -estaban la mujer del tío Jorge, la tía Gaby y el tío Pedro- y al día siguiente, en la mañana temprano, me despedí del tío Lucho, que se regresaba a Piura. Al abrazarlo, me eché a llorar.

[15] El porcentaje de la segunda vuelta electoral para el departamento de Piura fue de 56,6 por ciento (253.785 votos) para Cambio 90 y de 32,5 % (145.714 votos) para el Frente Democrático.