Mauricio secaba los vasos:

– Por cursi. ¿Qué tomáis?

Claudio le daba con el codo al otro carnicero y decía, señalando a Mauricio:

– Y se la está gozando, ¡mirarlo así! En vez de disgustarse que su hija haya reñido con el novio que tiene.

– Siempre fue poco partidario – decía el Chamarís -. No era ningún santo de su devoción. A saber cuál será su candidato.

–  Candidato, ninguno – denegaba Mauricio -. Cualquiera que no sea este industrial, que se me planta en la boca del estómago cada vez que me comparece ante la fachada. Pues mira que también la profesión que practica…

– ¿Y cuál es ella? – preguntaba el chófer.

– ¿Que cuál es? Pues casi no lo digo de la vergüenza que me da: ¡viajante de botones! Representante de una casa de botones de pasta. ¡A cualquiera que se le diga!

Se reían todos.

– Sí, tomárselo a risa. ¡Como para reírse!

– Pon vino, anda. Lo indignado que se pone – dijo Claudio -. Te está amargando la vida o poco menos el fulano.

– ¡Vamos, que no te creas…! – continuaba Mauricio, llenando los vasos -. ¡Viajante de botones! Aquí se me presentó, una tarde, el sujeto, con el muestrario debajo del brazo, que era digno de verse eso también; pues un cacho cartón, una cosa así como ese almanaque que está ahí colgado, y con todos los botoncillos allí muy bien puestos, de todas las formas y tamaños, que había para escoger, había, lo creo. ¡La cosa más ridicula del mundo! De caérsele a uno la cara, si mi hija se me casa con individuo semejante. ¡Vamos, que un hombre ande con eso por la calle…! Señor, con tantas profesiones como hay, bonitas y feas, y me tenía que tocar esto a mí. ¡Vivir para ver…!

Se reían a grandes carcajadas.

– Parece que hay buen humor – interrumpía Felipe Ocaña, entrando.

– Hola, Ocaña, ¿qué pasa?

Le abrían un poco el corro, para dejarle sitio junto al mostrador.

– Están muy bien como están. No se molesten.

– Acerqúese a tomar algo – dijo Lucio.

– Gracias.

Callaron un momento; luego Lucio le abría la conversación:

– ¿Fuma usted? – le ofreció la petaca.

– ¿Qué? – preguntaba Mauricio -. ¿Te has aburrido ya de la familia?

– Bastante. Algo de eso hay.

– Pues mira, aquí te presento a estos señores. O sea, lo más escogido de la parroquia, ¿sabes?, lo mejorcito que alterna por aquí.

Ocaña sonreía azorado.

– Pues mucho gusto; me alegro conocerlos.

– ¿Cómo está usted?

– Muy bien; muchas gracias.

No sabían si darse las manos. Y dijo el chófer de camión:

– Conque a pasarse el domingo en el campo, ¿no es eso? Huyeron de los calores de Madrid.

– Ahí está.

– A ver – continuaba el chófer -. Usted con el cochecito, ya puede desplazarse a donde sea, sin que le salga la broma por un riñon.

– Claro.

– Pues qué bien deben de tirar los coches ésos, con todo lo viejos que son; digo el modelo éste de usted.

– No tengo queja del coche, desde luego. No se le puede pedir más, en doce años que lleva siendo mío.

– ¿Ve usted? ¡Diferencia con el Chevrolet de por esa misma época! ¿Adonde va a parar?

– Toma; como que ese material está ya casi todo retirado. Y del modelo posterior, la mitad por lo menos. Este mío, ya ve usted, todavía circulamos unos pocos. Y eso que ahora ya vienen apretando con los nuevos…

Se habían apartado de los otros. Mauricio interrumpía.

– ¿Qué quieres, tú?

– ¿Eh…? Pues coñac. Oye; y aquí también.,

– No, gracias. Yo estoy con vino.

– ¿No quiere una copita? De verdad.

– Agradecido, pero no. Además, no se crea que me caen muy bien los licores. Pues, dice usted, estos nuevos; ahora lo que pasa es que se fabrica mucho, pero en peor. En bastante peor, ¿eh? Muy bonitos, una línea, el detallito de una guarnición, de una virguería; bien presentado o sea. Pero nada más. De duración… de duración, que es lo que importa al fin y al cabo, de eso nada. Ni pun. Hay que desengañarse. A la postre, no es más que bazofia lo que hoy se fabrica.

– Claro. Pero eso, ¿qué le va usted a hacer? Eso no es más que el criterio de la industria de ahora. Que a las casas les interesa que lo que sale tenga la menos posible duración; que los modelos que sacan a la calle se agoten en equis tiempo, ¿no me comprende? Y así seguir vendiendo cada vez más. Eso se explica fácil.

El Chamarís y los dos carniceros se habían retirado junto a Lucio, dejando a Ocaña con el otro chófer.

– ¿Y el perro? – preguntaba el Chamarís.

– Se salió antes afuera, con la gente menuda. Los chavalines de este señor.

– Si hay niños se pone loco. No atiende a razones.

– Se aburrirá contigo. Mientras que no salga la veda y lo saques de caza otra vez…

Se oían sonar las fichas sobre el mármol. El otro chófer asentía a las palabras de Ocaña; comentaba:

– Hasta que llegue un día en que se compre uno el coche, ¿eh…? Pues nuevecito. Y nada: ponerlo en marcha y a Puerta de Hierro, pongo por caso. Un paseíto corto. Ir y volver y ¡fuera!, a la basura el coche. A la tarde, a la tienda a por otro. Pues bueno, otro caso: nada, que hay que certificar esta carta. Coges tu coche, y a Correos. A la vuelta, lo mismo. Fuera con él. ¡Al cubo! Y así; nada más un servicio y tirarlo. ¿No me comprende? Como una servilleta de papel. Pues lo mismo. Así pasará algún día con los coches, al paso que vamos…

– Sí, sí, no me extrañaría. Desde luego. Pues en cambio este mío, sonando todo él como una tartana, que ya no hay forma de tenerlo callado, de holgura que tiene, ahí está, sin embargo. Y que no es un kilómetro ni dos, los que se lleva corridos.

Ahora el alguacil puso una ficha y miraba sonriendo a los otros, que fueron pasando sucesivamente. La mano volvió a él.

– ¡Míralo qué gracioso! – protestó don Marcial -. Cachondeíto… Si la tienes la pones y no nos hagas dudar y perder el tiempo.

Coca-Coña se divertía:

– Nada, Carmelo. ¡Así! ¡Que rabien!

– Poco noble – decía Schneider -. No burla del adversario. Cosa fea. Muy feo este broma en el juego. No vuelve a hacerlo más.

– No quería molestar, señor Esnáider…

– No molestado. Sólo quiere que juega seriamente.

–  ¡Tú, nada! No hagas caso. ¡Dales!

– Bien, usted Herr Coca enfadaría. No gustaría este broma contra usted.

– ¿Le sentó mal? Pues si es una broma inocente. Ya ve usted la malicia que va a tener Carmelo. Si es más infeliz que un cubo.

Don Marcial meneaba las fichas.

– Yo sé, yo sé – paliaba Schneider-. Carmelo bueno como este cubo. Esto yo ya sé; pero no es debido la burla al contrario de juego.

–  Bueno. Usted sale – cortaba don Marcial, sonriendo. Llegaban dos hombres. Uno de ellos decía desde el umbral:

– Mirar a ver unos chavales ahí fuera, que le han echado mano al carricoche de aquí – señalaba a Coca-Coña -; y se van a despeñar por esos desmontes. Como no se lo quiten pronto, lo destrozan. Impepinable.

Todos miraron al que hablaba. Era tuerto.

– Pues ésos son los tuyos, Ocaña – dijo Mauricio -. Mira a ver.

Ocaña se acordó de repente:

– ¡Tienes razón! Van a ser ellos, seguro. ¿Por dónde andaban, diga usted?

El tuerto le indicó desde la puerta:

– Ahí, en el rastrojo, aquí delante, mire, por ahí traspusieron ahora mismo, empujándolo a toda marcha, con una niña montada.

– ¡Ay Dios mío! – dijo Ocaña-. ¡Me la estrellan…! – y salía corriendo en busca de sus hijos.

– ¡Por allí, por allí!, ¡detrás de esa lomita!-le seguía señalando el tuerto desde el umbral.

Habían salido a la puerta los dos carniceros y Mauricio y el Chamarís. El chófer dijo:

– ¿Entonces esos chavales que pasaron hace un rato son hijos del taxista?

Mauricio decía que sí con la cabeza, sin dejar de mirar hacia el rastrojo. Ocaña había desaparecido por detrás de un pequeño declive, entre las tierras de labor.

– Por lo menos – decía Coca-Coña en el local -, por lo menos hay alguien que disfruta con el dichoso artefacto.

La sillita de ruedas se les había atascado en el hondón de unos desmontes, junto a la puerta de un antiguo refugio, donde hoy había una vivienda.

– ¡Amadeo!

Los tres niños se volvían de sobresalto hacia la voz del padre.

– ¡Locos estáis vosotros! ¡Locos! – les decía jadeando. Petrita se apeaba. Sus hermanos aguardaban, inmóviles. El padre los alcanzó.

– ¿Conque esto es todo lo que se os ha ido a ocurrir? ¡Maleantes, piratas!

Miró a un lado, donde algo se movía. De la arpillera que tapaba la entrada del refugio, había salido una mujer vestida de negro; los miraba en silencio, con los brazos cruzados.

– Buenas tardes – le dijo Ocaña. No contestó.

– ¡Qué vergüenza! – continuaba Felipe hacia sus hijos-. ¿No lo sabéis que esto son las piernas de un pobre desgraciado que no puede ni andar? ¡ Hay que aprender a respetar las cosas! Tú ya eres mayorcito, Amadeo, para tener edad de discenir. ¡Y a pique de estrellar a vuestra hermana! ¡Mira que la ocurrencia…! Venga, ayudarme a sacar esto de aquí.

Se movieron rápidamente. Ocaña empujaba la silla por el respaldo y los dos niños facilitaban el paso de las ruedas. Pasaron por delante del refugio; la mujer no se había movido y los miraba fijamente.

– Los crios… – le dijo Ocaña -. No puede uno descuidarse ni un minuto.

La otra apenas movió la cabeza. Treparon el pequeño desnivel y dieron de nuevo a la casa de Mauricio.

– Vaya un papel que me hacéis hacer ahora con ese hombre. ¿Y qué le digo yo ahora? ¿Veis la que habéis armado? Hala, os vais al jardín con vuestra madre y de allí no os movéis hasta la hora de marchar. ¿Entendido?

– Sí, papá – contestaba Amadeo. Ocaña reflexionaba unos instantes:

– O si no, mira, quedaros por aquí, si queréis. Pero cuidado con hacer tonterías, ¿estamos?

–  Sí, papá. Ya no vamos a hacer nada.

– ¡Cuidado los chavales lo revoltosos que son! – dijo Mauricio-. Las cosas que discurren.

– Es que no tienen dos dedos de frente estas criaturas – le contestaba Ocaña, colocando la silla de ruedas contra la pared.

– Esto lo hace la edad – repuso el carnicero alto -. Ahí no hay malicia ninguna.

– Pues la edad del mayor era ya como para no hacer estas cosas.

Ocaña se secaba el sudor con un pañuelo. En cuanto hubo entrado, los niños pegaron un bote y salieron corriendo hacia la parte trasera de la casa. Ocaña se aproximó a la mesa del tullido.