– ¿Qué hay?

– Mira, oye, que Carmela se siente un poco floja. Está cansada, ¿sabes?, y demás. Así que hemos pensado que nos vamos a ir para Madrid. Porque total aquí ya no hacemos nada, ¿no me comprendes?, y más vale que llegue a su casa y se acueste tempranito.

– Bueno, bueno, vosotros veréis. Si se encuentra cansada, marcharos. Eso como tú quieras. Ya lo siento, hombre, que os vayáis tan temprano, pero si está cansada será lo mejor.

– Así que voy a sacar la máquina y nos largamos ahora mismo.

Miró de reojo a Zacarías y añadió:

– Y perdonar que no os esperemos, ¿eh?

– ¡Qué cosas dices!

– Tiene poca costumbre de bañarse en el río, ¿sabes?, y se conoce que ha sido eso lo que la ha fatigado.

– Que sí, hombre, que sí. Si no tenéis que dar explicaciones. Cogéis la bici y en paz.

Habían llegado ya todos a la venta.

– ¿Entramos o qué pasa?

El carnicero alto los estaba mirando desde el umbral. Santos dijo:

– Pues entonces esta noche, si vais por Machina, hacemos cuentas de lo que aporta cada cual. Y si no, mañana.

– De acuerdo – dijo Miguel.

Iban entrando todos. Los de dentro miraban a las chicas, conforme pasaban.

– Ya estamos aquí otra vez.

– Muy bien – dijo Mauricio -. Van a pasar al jardín, ¿no es eso?

– Sí señor.

– Pues adelante, adelante. Ya saben el camino. Se metieron hacia el jardín. Mely pasó la última.

– ¡Ole lo moderno! – murmuró el alcarreño tras de mirar los pantalones de la chica.

El pastor le decía:

– Por allí por la Alcarria no veis estas cosas, ¿a que no?

– Ca. Allí una vez se apearon de un automóvil unos cuantos con una dama en pantalones y que venían hablando forastero, y no los quisieron dar de comer en la fonda, porque decían que si eran protestantes.

– En la Alcarria tenía que pasar esto – dijo el pastor -. Ya ves tú lo que tendrá que ver la religión con la ropa que uno lleve puesta.

– Pues nada, claro está. Pero es que la que tenía allí la fonda por entonces es una muy beata y se negó por miedo de que el cura le fuese a regañar.

El alcarreño se reía; prosiguió:

– Pues sí, conque a ver el monasterio, decían. ¿Y qué monasterio?, les preguntaban los muchachos. Hasta que un hombre les enseñó cuatro piedras mal puestas que hay así en una loma, según se sale, que es todo lo que queda en pie del tal monasterio. Pero es tan poca cosa, que a nadie ya se le ocurre llamarlo monasterio a eso. Tenían un capricho pero grande con el dichoso monasterio. Y es que la gente, cuanto más moderna, más se le antoja de ver cosas antiguas. Y eso también se comprende. Pues luego la viuda de la fonda se quedó con un palmo de narices y se la llevaban todos los demonios, al ver que el mismo cura en persona les andaba explicando a los otros el cacho ruina. Y a raíz de aquello, ya no alternaba tanto por la iglesia y se la terminó la religión.

Los carniceros se divertían. Dijo el pastor, riendo:

– Mira, eso sí que tuvo un golpe.

– Las cosas de los pueblos aquéllos – dijo el otro -. Allí no es como en éstos de cerca de Madrid, que está la gente ya muy maliciada y todo lo tienen visto.

– Demás, demás de malicia – asentía el pastor, moviendo la cabeza.

Don Marcial chupaba la puntita de su pequeño lápiz copiativo y apuntaba en el mármol. El chófer del mono grasiento decía:

– No hay más que ver la forma en que van colocadas las bujías en el modelo ése y cómo van colocadas en cambio en el Peugeot del cuarenta y seis. Menuda diferencia – se volvió hacia Mauricio-: Ponnos otro vasito, anda, a mí y a este señor. Mire usted, y es que hay casas que se preocupan de superarse técnicamente en cada nuevo modelo que sacan a la calle.

– Ya. Otras, por el contrario, no modifican más que la carrocería. Lo externo, vaya, lo que da el pego. La fachada, como si dijéramos. Ésa sí, la Peugeot, ésa sí que es una casa seria.

– Naturalmente. Tenga – le ponía en la mano el vaso que Mauricio les había servido – En esto de los coches, como en todo, es lo de dentro a fin de cuentas lo que importa. Como en todas las cosas. ¿Por qué en los coches había de ser distinto?

Pasaban Carmen y Santos, con la bici cogida del manillar.

– ¿Ya de marcha? – preguntaba Mauricio.

– Ya. Es que tenemos un poquito de prisa, ¿sabe usted? Esos otros se quedan hasta más tarde.

– Pues nada. Que a ver si el domingo que viene los vuelvo a ver por aquí.

Se secaba la mano derecha en el paño y luego se la ofrecía.

– Ese alto ha quedado ya encargado de abonarle todo lo de hoy – dijo Santos, estrechándole la mano a través del mostrador -. Para no andar echando cuentas ahora, ¿sabe?

– Muy bien. Pues hasta pronto, entonces, jóvenes.

– Adiós. Ustedes sigan bien – dijo Santos y levantó la rueda delantera de la bici, para subir el escaloncillo de la puerta.

– ¿Habéis pedido ya?

El gramófono estaba en una silla. Los Ocaña miraban en silencio, desde el rincón opuesto del jardín.

– Ahora nos traen un poco vino.

– Yo bebo ajenjo – dijo riendo Zacarías.

Hundía la nuca en la enramada, al recostar su silla para atrás. La placa del gramófono se agitaba bruscamente, mientras el dueño movía la manivela.

– ¿Y eso qué es? – preguntaba Mely.

– Una bebida oriental.

Zacarías se reía; tenía cara de galgo, con sus facciones aniñadas

– ¡Como tú!

– Yo he nacido en Bagdad, ¿no lo sabías?

– Se te nota.

– ¿Cómo? No te quiero sacar la partida nacimiento, porque está en árabe y no te ibas a enterar.

– Me basta con tu palabra, chico.

Se habían sentado todos en una mesa grande, a la izquierda de la puerta que salía del pasillo, bajo el muro maestro de la casa. El de los dientes bonitos estaba de pie, junto al que daba cuerda a la gramola.

– ¡Esa música!

– Un poco de paciencia. Alicia preguntó:

– ¿Qué placas son las que tenéis?

– Unas del año la pera.

– Para bailar ya valen – dijo Samuel -. Hasta una samba tenemos.

– Me gusta.

– Y un tango de Gardel: «El lobo de mar».

– ¡Pues ése sí que es nuevo! – se reía Fernando.

La rubia de Samuel se recostaba para atrás, apoyando los codos en el alféizar de una ventana que había a sus espaldas; se le marcaba el pecho hacia delante. Tenía una blusa encarnada.

– Ponte de otra manera – le decía Manuel.

– ¿Por qué?

– Baja la silla, la vas a partir.

– ¿Quién tiene las agujas?

– ¡ Tú!

Se tocó los bolsillos por fuera y las oyó sonar.

– Tenías razón. ¿Cuál ponemos?

– ¿ Funciona ya? Pues venga la rumba.

– El primero que salga – dijo Ricardo, y metía la mano en el macuto-. Este mismo.

– ¿A ver cuál es?

– No. Sorpresa.

Los otros cinco madrileños que habían entrado a media tarde ocupaban una mesa enfrente, junto al gallinero. Petra miraba su reloj.

– Pero estos crios, estos crios… Va siendo hora. Sergio había vuelto su silla hacia el centro del jardín, para mirar el baile.

– Ya volverán.

– ¡Y el otro!; ahí estará tan fresco apestándose de vino…

– Hay que encender la lumbre y hacer la cena – decía Felisita, apoyando a su madre, con tono de juiciosa.

– ¡Como si no! ¡No se acuerdan de nada! – dijo Petra. Los cuatro miraban hacia la gramola y el grupo de Miguel y Zacarías.

– Deja vivir a tu familia, mujer.

Una raya de sol que había lucido en los ladrillos de un trozo de tapia sin enredadera, entre la mesa de los Ocaña y la de la pandilla de los cinco, se había ido adelgazando hasta perderse, y ahora quedaba en sombra todo el jardín. Apareció la cabeza de Juanito por encima del muro. Sonó la música.

– ¡Queo, mamá! ¡ Mírame, mamaíta!

Sonaba en la gramola el pasodoble de las Islas Canarias.

– ¡Pero, Juanito…! ¡Bájate de ahí inmediatamente! ¡Y ya estáis volviendo ahora mismo los tres para acá! ¡Pero volando!

La cara de Juanito se ocultó.

– ¡Señor, qué barbaridad, qué chicos éstos!

Salía una de luto a bailar con Ricardo. Fernando se reía con Mariyayo, en el rincón; ella mostraba los múltiples recursos de sus ojos chinescos.

– ¡Qué chávala! – decía Fernando -. Tienes unos ojos, hija mía, que son una película cada uno. Un programa doble, y además de sesión continua. ¿Bailamos?

Mariyayo asentía riendo.

– Déjanos paso, tú.

Zacarías apartó la silla, y los otros salieron por detrás, restregando sus espaldas contra el follaje de la madreselva. Apareció Mauricio con el vino.

– Ponga usted aquí, haga el favor.

– Vaya – dijo Mauricio-, esta vez sí que han venido bien preparados.

Cogía de la bandeja los vasos, cuatro a cuatro, con los dedos, y los dejaba encima de la mesa.

– ¿Lo dice usted?

– El aparato – levantó la barbilla, señalando hacia la gramola.

– Ah, ya – contestó Samuel-. Diga, ¿lleva usted algo por bailar aquí?

Mauricio lo miró, con la bandeja colgando de la mano, ya casi vuelto hacia la entrada de la casa.

– ¿Llevar…? – les decía -. ¡Vamos! ¿Qué quieren que les lleve? ¿El polvo que me desgastan arrastrando los pies? ¡No sería mal negocio, mira tú!

Se metió hacia la casa.

– Pues no era una pregunta tan absurda – dijo Samuel, mirando hacia los otros-. Si vas a ver…

– Desde luego.

Se le oía reír a Mariyayo en el centro del jardín. Miguel se había llenado un vaso y lo apuró de un sorbo y salía con su novia a bailar. El amo de la gramola continuaba de pie junto a la silla.

– Deja ya eso, Lucas – le dijo una de las chicas -. Ya marcha sólito.

Él levantó la cabeza y se acercó. Zacarías llenaba con cuidado los vasos.

– ¿Qué? ¿No te fías del armatoste? – dijo.

– Hay veces que se para. Juani, ¿quieres bailar?

– No debe quedar mucho. Pero bueno, saldré.

Samuel y la rubia habían cruzado los brazos, el uno por la espalda del otro, y se mecían en sus sillas. La chica murmuraba el pasodoble, acompañando a la gramola. Mariyayo volvía a reír. Zacarías le dio a Mely con el codo.

– Ahí tienes – señalaba hacia el baile con su afilada barbilla -, ya me quitaron la pareja que traía yo hoy.

– ¿ La Mariyayo? Asintió.

– Te la has dejado quitar – dijo Mely-. ¿Te importa? Zacarías apuraba su vaso.

– Prefiero la suplente.