– ¡Pero cállate ya, fenómeno de feria! – lo reprendía don Marcial -. ¡Con esa trompeta que tienes que parece que le hincas a uno una caña en los oídos cada vez que levantas la voz!

– ¿Quién será más fenómeno de feria?, ¡pies planos! ¡Que se te marcha un pie para Francia y el otro a Portugal!

– ¡Miren ahora este estrujo de bayeta mal escurrida! ¡Tendrá valor todavía para sacarle faltas a su prójimo! ¡Pero cuidado lo que tendrían que estudiar tus progenitores para sacar al mundo un producto tan difícil! ¡Sabes que nos mandaron un regalito!…

Mauricio le había dado a la llave de la luz.

Había salido al jardín la luz de la cocina, desde el cuadro de la ventana iluminada. Aún se deshacía en la difusa claridad crepuscular.

– Fíjate – dijo Petra -; si se va a hacer de noche en seguida. Ya es.

Apareció Felipe Ocaña en la puerta del jardín y venía hacia la mesa de los suyos.

– Nosotros, pues por aprovecharnos del cachillo música.

Como eso no le hace gasto a nadie, además. Así no hay desperdicio y trabaja la gramola con más rendimiento.

– Sí, hombre, si no era más que por meter un poco de barullo. ¿Quién os lo iba a estorbar?

– Nada, nosotros le damos a la manivela, esta pieza que viene, y así se reparten las fatigas, y quedamos cumplidos como nos pertenece, ¿no es un arreglo?

Samuel había sacado una pipa de kif y ahora se la pasaba encendida a Zacarías.

– ¡El par de moránganos! – dijo Loli -. ¿Qué gusto le sacáis a la cañíta?

– Mirar Fernando, ya hizo las migas con aquella gente.

– En donde no meta ése las narices…

– ¿Y tú le consientes de que fume esos venenos? Maríaluisa se encogía de hombros:

– ¿Pues por qué no?

– Y a lo mejor te hace hasta ilusión. Te creerás que vas con un hombre de más aventura, ya nada más que porque fuma esos polvitos.

– Nada de eso. Pero si él tiene ese gusto, ¿ yo por qué se lo voy a quitar?

– Ningún bien puede hacerle a la salud.

– Bueno, ¿qué?, ¿no ponéis otra placa?

– Aguarda, descansa un poquito por lo menos. Cinco que hay, ¿no las vas a poner una tras otra?

– Cinco, que son diez

– No todas tienen vuelta; me parece que hay dos por lo menos que no la tienen.

– Aunque sean ocho. Ni tiempo vamos a tener de ponerlas todas. Ni tiempo.

– Bueno, Mariyayo, ya lo sabemos, hija mía. No nos lo recalques encima, para que se nos haga más corto de lo que es, no me fastidies.

– ¿Y para qué se va uno a engañar?

– ¡Barrena más todavía!, ¡di que sí!

– ¿Y qué se siente cuando se fuma eso? – le preguntaba Mely a Zacarías.

– Pruébalo, que te cebe una pipa Samuel.

– No me atrevo, me da un poco reparo. ¿Qué se siente?

–  Pues se vacila.. – ¿Y eso qué es?

El camino corría paralelo a la sombra de Almodóvar. Sólo una raya silenciosa, al correr de la bici, se trazaba en el polvo ensombrecido. Todavía brillaba débilmente el manillar niquelado, junto a las manos de Carmen, las sucias pajas cromadas del rastrojo, la porcelana blanca de las tazas aislantes, en lo alto de los postes, que atalayaban a Occidente, por detrás de la mesa de Almodóvar, la última y cárdeno-azulina claridad. A sus espaldas, el humo alto de la chimenea de Cementos Valderribas, se tendía, falto de viento, en el cielo de pizarra, inmóvil sobre los negros edificios de la fábrica, sobre el término solitario de Vicálvaro, la torre y el borroso caserío. Carmen se estremeció, porque ahora oían encima el zumbido viajante de los cables, el eléctrico mosconeo del tendido, que atravesaba sobre sus cabezas.

Santos miró en la luz casi nocturna, a su derecha, a la parte de allá del rastrojo, hacia la yerma ladera de Almodóvar: clareaba en la sombra difusa la tierra blanquecina, margosa de la cuesta, moteada de negro por los puntos redondos de las matas. Detuvo la bici.

– Hacemos un alto.

Carmen se desperezaba en mitad del camino. Santos miró a todas partes, sin soltar la bicicleta; dijo:

– ¿Subimos a ese monte?

– ¿A cuál? ¿Allá arribota?

– No es nada, mujer; atravesar este campo y luego serán, como mucho, ochenta o noventa metros de subida.

– Y también algo más.

– ¿No quieres ver Madrid?

– ¿Se ve?

– Se ve perfectamente.

Había sacado la bici del camino; añadía:

– ¿Vienes o no?

– ¿Tú cómo sabes que se ve Madrid? ¿Pues con quién has subido?

Se salió ella también hacia el rastrojo y echaban a andar los dos juntos.

– Una tarde con mi tío Javier y con otro sargento, cuando estaba mi tío en Vicálvaro destinado; querían mirar a ver si había perdices. Cógete a mí, si pisas mal. Tú anda más por el surco, por el surco, un pie detrás del otro; ya verás como así no tropiezas.

– Me da aprensión de pisar por el surco. ¿No habrá bichos?

– Sí, cocodrilos y leopardos creo que hay.

Crujían los pajones del rastrojo a los pasos de ambos. Al pie de la meseta de Almodóvar, dejaron la bici, tirada sobre los terrones. Luego Santos cogió a su novia de la mano y la ayudaba a subir por la ladera. Detrás de ellos, lejos, por la carretera de Valencia, ya venían automóviles con los faros encendidos.

– Di, ¿qué se hace cuando se está un poco bebida?

– Esperar a que se te vaya enfriando.

– ¿Y mientras?

– Pues nada, procura uno de no dejarse ir la cabeza por donde el vino anda queriendo llevársela.

Lucita clavó las manos en el suelo, con los brazos rígidos, detrás de sus espaldas, y echó la nuca y el cabello para atrás:

– ¡Pero se está más bien…! – decía lentamente, cerrando los párpados.

Volvía a echar el cuerpo hacia adelante; añadía:

– Yo no deseo que se me pase, oye. ¡Me encuentro tan a gusto! ¿Tú?

– Pues también.

Lucita ladeaba la cabeza, acercando los ojos, como buscando el rostro de Tito en la penumbra:

– Chico, ya casi no te veo, de puro mareada.

– Pues no te muevas tanto, si estás mareada; cuanto menos revuelvas el vino, mejor.

– Bueno, me estaré quietecita – volvió los ojos hacia el río y la arboleda -. Ya es casi de noche del todo.

– Sí, casi.

Ahora ella miró para atrás:

– Daniel, ni se le ve. Ni señales de vida. Debe dormir que se las pela.

–  Ése está ya embarcado, lo más probable.

– ¿Verdad? De seguro que tiene para un rato largo. No hay cuidado que despierte, ¡qué va!

– Está cao. Casi ha soplado lo que tú y yo juntos. Como estaba en el medio, pues le pillaba de ida y de vuelta. Eso ha sido.

– Peor para él; tú y yo, con la mitad, nos hemos quedado en el mejor de los mundos. Es como ir en barco, ¿verdad, tú, que sí? Y el oleaje, ¿no sientes el oleaje? – se reía -. Tú hazte cuenta que vamos los dos en una barca. Oye, ¡qué divertido! Tú eras el que iba remando; la mar estaba muy revuelta, muy revuelta; ¡era una noche terrible y no veíamos la costa ni a la de tres!; yo tenía mucho miedo y tú entonces… Ya estoy diciendo bobadas, ¿a qué sí? Te estará dando risa. Digo muchas bobadas, ¿verdad, Tito?

– Que no, mujer, si era gracioso lo que estabas contando; tampoco eran bobadas.

– ¿No te parezco una tontina? Dirás que soy como los crios, que les gusta jugar a hacer cuenta que van en un caballo, y se figuran un montón de peripecias, ¿a que piensas eso?, dime la verdad. ¿Te parezco muy desangelada, di?

– ¡Déjate ya! ¿Qué más dará lo que hayas dicho, mujer? Con el vino, a todo el mundo le da por discurrir fantasías, ¿te vas a andar preocupando?

– Pero yo; aparte ahora lo del vino, yo misma, me refiero.

– ¿Tú, qué?

– Que cómo soy. O vamos, que cómo te parece a ti que soy.

– ¿A mí? No estaría aquí contigo, si no me resultaras agradable. La falta está en que lo preguntes. Te importa demasiado la opinión de los demás.

– No la de todos. Bueno, además es una tontería, ¿qué me importa?, cuestión de colores; cuando quiero reírme me río. Tengo un armario de luna en mi cuarto, ¿qué crees?; ni la tuya en el fondo; ser, ya sé yo cómo soy… Estoy medio borracha, Tito.

– Anda, pues échate un poco, reposa.

– Sí, Tito, gracias – se tendía en el suelo -. Oye, tú no harás caso a las cosas que digo, ¿verdad? Casi todo es mentira. Voy a hablar por derecho y se me tuerce la raya de lo que quiero decir. Vaya un debú que te estoy dando – sonreía -. Bueno, no importa, así nos divertimos. ¡Qué chalada!, ¿verdad? ¿Tú qué opinas? – Nada, mujer, que te encuentro simpática esta noche.

– Vamos teniendo suerte, menos mal. Salvo que ahora en lugar de ir en barca, me parece que voy en un tiovivo.

Acomodaba la cabeza sobre un bulto de ropa; se puso de costado:

– Ya sí que cae la noche-añadió-. Se echó encima de veras.

Desde el suelo veía la otra orilla, los párpados del fondo y los barrancos ennegrecidos, donde la sombra crecía y avanzaba invadiendo las tierras, ascendiendo las lomas, matorral a matorral, hasta adensarse por completo; parda, esquiva.y felina oscuridad, que las sumía en acecho de alimañas. Se recelaba un sigilo de zarpas, de garras y de dientes escondidos, una noche olfativa, voraz y sanguinaria, sobre el pavor de indefensos encames maternales; campo negro, donde el ojo de cíclope del tren brillaba como el ojo de una fiera.

– Bueno, cuéntame algo.

Aún había muchos grupos de gente en la arboleda; se oía en lo oscuro la musiquilla de una armónica. Era una marcha lo que estaban tocando, una marcha alemana, de cuando los nazis.

– Anda, cuéntame algo, Tito.

– Que te cuente, ¿el qué?

– Hombre, algo, lo que se te ocurra, mentiras, da igual. Algo que sea interesante.

– ¿Interesante? Yo no sé contar nada, vamos, qué ocurrencia. ¿De qué tipo? ¿Qué es lo interesante para ti, vamos a ver?

– Tipo aventuras, por ejemplo, tipo amor.

– ¡Huy, amor! – sonreía, sacudiendo los dedos -. ¡No has dicho nada! ¿Y de qué amor? Hay muchos amores distintos.

– De los que tú quieras. Con que sea emocionante.

– Pero si yo no sé relatar cosas románticas, mujer, ¿de dónde quieres que lo saque? Eso, mira, te compras una novela.

– ¡Bueno! Hasta aquí estoy ya de novelas, hijo mío. Ya está bien de novelas, ¡bastante me tengo leídas! Además eso ahora, ¿qué tiene que ver?, que me contaras tú algún suceso llamativo, aquí, en este rato.

Tito estaba sentado, con la espalda contra el tronco; miró al suelo, hacia el bulto de Lucita, tumbada a su izquierda; apenas le entreveía lo blanco de los hombros, sobre la lana negra del bañador, y los brazos unidos por detrás de la nuca.