– ¿Y quieres que yo sepa contarte lo que no viene en las novelas? – le dijo -. ¿Qué me vas a pedir?, ¿ahora voy a tener más fantasía que los que las redactan? ¡ Entonces no estaba yo despachando en un comercio, vaya chiste!

– Por hacerte hablar, ¿qué más da?, no cuentes nada. Pues todas traen lo mismo, si vas a ver, tampoco se estrujan los sesos, unas veces te la ponen a Ella rubia y a Él moreno, y otras sale Ella de morena y Él de rubio; no tienen casi más variación…

Tito se reía:

– ¿Y pelirrojas nada? ¿No sacan nunca a ningún pelirrojo?

– ¡Qué tonto eres! Pues vaya una novela, una en que figurase que Él era pelirrojo, qué cosa más desagradable. Todavía si lo era Ella, tenía un pasar.

– Pues un pelaje bien bonito – se volvía a reír -. ¡Pelo zanahoria!

– Bueno, ya no te rías, para ya de reírte. Déjate de eso, anda, escucha, ¿me quieres escuchar?

– Mujer, ¿también te molesta que me ría? Lucita se incorporaba; quedó sentada junto a Tito; le dijo:

– Que no, si no es eso, es que ya te has reído; ahora otra cosa. No quería cortarte, sólo que tenía ganas de cambiar. Vamos a hablar de otra cosa.

– ¿De qué?

– No lo sé, de otra cosa. Tito, de otra cosa que se nos ocurra, de lo que quieras. Oyes, déjame un poco de árbol, que me apoye también. No, pero tú no te quites, si cabemos, cabemos los dos juntos. Sólo un huequecito quería yo.

Se respaldó contra el árbol, a la izquierda de Tito, hombro con hombro. Dijo él:

– ¿Estás ya bien así?

– Sí, Tito, muy bien estoy. Es que creo yo que tumbada me mareaba más. Así mucho mejor – le dio unos golpecitos en el brazo-. Hola.

Tito se había vuelto:

– ¿Qué hay?

– Te saludaba… Estoy aquí.

– Ya te veo.

– Oye, y no me has contado nada, Tito, parece mentira, cómo eres, hay que ver. No has sido capaz de contarme algún cuento y yo escuchártelo contar. Me encanta estar escuchando y que cuenten y cuenten. Los hombres siempre contáis unas cosas mucho más largas. Yo os envidio lo bien que contáis. Bueno, a ti no. O sí. Porque estoy segura de que tú sabes contar cosas estupendas cuando quieres. Se te nota en la voz.

– ¿Pero qué dices?

– Tienes la voz de ello. Haces la voz del que cuenta cosas largas. Tienes una voz muy bonita. Aunque hablaras en chino y yo sin entenderte, me encantaría escucharte contar. De veras.

– Dices cosas muy raras, Lucita – la miró sonriendo.

– ¿Raras? Pues bueno, si tú lo dices, lo serán. Yo también estoy rara esta noche, y lo veo todo raro a mi alrededor, así que no me choca si digo cosas raras, cada uno se apaña con lo que puede, ¿no crees? ¡Demasiado hago ya!, con un tiovivo metido en la cabeza…

– Pues lo llevas muy bien, di tú que sí, estás la mar de salada y ocurrente esta noche.

– ¿Esta noche? Sí, claro, la media trompa, simpatía de prestado. Cuando se pase, se acabó. En cuanto que baje el vino, vuelta a lo de siempre, no nos hagamos ilusiones. ¡Ay, ahora qué mareo me entra, tú! Se conoce que es el tiovivo que se pone en marcha. Si antes lo mencionamos… ¡Qué horror, qué de vueltas, vaya un mareo ahora de pronto!…

– ¿Mucho? – Tito se había canteado hacia ella y la abarcó por la espalda, echándole el brazo encima de los hombros -. Ven, anda, recuéstate contra mí.

–  No, no, déjame, Tito, se pasa, pasa en seguida, no merece la pena, es como el oleaje, viene y se va, viene y se va…

– Tú, recuéstate, mujer, por mí no lo hagas, ven.

– ¡Déjalo, estoy bien aquí, se me quita ello solo, ¿por qué me insistes?, estoy bien como estoy…

Se sostenía los ojos y la frente con las manos. Tito dijo:

– Lo decía por tu bien, no es para impacientarse, Lucita. Vamos, ¿se pasa ese mareo? le ponía una mano en la nuca y le acariciaba el pelo -. ¿Se va pasando ya? ¿No quieres que te moje un pañuelo en el río? Eso te alivia, ¿voy?

Lucita denegó con la cabeza.

– Bueno, como tú quieras. ¿Vas a mejor?

Ella no dijo nada; giró la cabeza y empujó la mejilla, frotándose como un gato, contra la mano que la acariciaba, y deslizó la cara por todo el brazo arriba hasta esconderla en el cuello de Tito. Se recogía contra su pecho y lo tenía abrazado por detrás de la nuca y se hizo besar.

– Soy una fresca, ¿verdad Tito?, dirás que soy una fresca, a que sí.

– A mí no me preguntes.

– ¿Y tú, a qué enredas?, me dices, recuéstate en mí, me lo repites, ¿ves ahora?, ¿no sabías cómo estoy esta noche? pues ya me tienes, ya estoy recostada, ¿no ves lo que ocurre?… ¿Qué me habrás dado tú a mí? Oye, otra vez.

Volvieron a besarse y luego Lucita, de pronto, lo rechazó violentamente, quitándose de él a manotazos, y se tiró a una parte contra el suelo. Se puso a llorar.

– Pero, Lucita, ¿qué te pasa ahora?, ¿qué te ha entrado de pronto?

Tenía el rostro escondido entre las manos. Tito se había agachado sobre ella y la cogía por un hombro, intentando descubrirle la cara.

– Déjame, déjame, vete.

– Dime lo que te ocurre, mujer, ¿qué es lo que tienes?, ¿qué te ha pasado así de pronto?

– Déjame ya, tú no tienes la culpa, tú no me has hecho nada, soy yo…, soy yo la que se ha metido en todo esto, la única que tiene la culpa, la que he hecho el ridículo, el ridículo…

Su voz sonaba rabiosa entre el llanto.

– Pero yo no te entiendo, mujer, ¿de qué ridículo me hablas?, ¿a qué viene ahora?

– ¿Y más ridículo quieres? ¿Te crees que yo no sé lo que te importo?… – entrecortaba las palabras con el llanto -, ¡vaya si me lo sé!, ¡ay qué vergüenza tengo, que vergüenza tan grande!…, olvídate de esto, Tito, por lo que más quieras… me escondería, me querría esconder…

Se calló y continuaba llorando bocabajo, con la cara oculta. Tito no dijo nada; tenía una mano en el hombro de ella.

– ¿Vacilar?, pues una palabreja de allí de los Marruecos. Como si dijéramos quedarse uno…, no es borracho, no, es otra cosa diferente, ¿cómo te lo diría?, verás…

– ¿Adormecido a lo mejor?

– Pues algo de eso hay, pero tampoco es eso. Espérate, más bien, reconcentrado, ¿sabes?, o vaya, como sumido, imbuido en lo que estás, eso es, ensimismado. Pues teníamos las grandes peroratas, que te diga Samuel, allí cuando estábamos de sorchis, con él y con otros compañeros de fatigas. Mira, nos reuníamos en un cafetín…

– En Marruecos…

– Sí, en Larache. Pues te digo, y venga de palique, la que liábamos, no ves tú. Es que es una cosa, ¿sabes?, que coges la palabra y te vas entusiasmando tú mismo con que si esto y lo de más allá, dale que te pego, y venga de rollo; así que cuando quieres darte cuenta, lo mismo te has mantenido media hora que una hora, que dos, hablando tú sólito. Ahí tienes propiamente lo que se llama ponerse uno vacilón, vacilar con el kifi. Una cosa tranquila, ya me entiendes, vamos, como una juerga, pero en pacífico, en buen plan, es decir, lo contrario de lo que es la curda, la pura juerga a base de vino. Porque es que allí a los moros les tienen mandadas retirar toda clase de bebidas alcohólicas, por causa la religión de ellos, ¿no me comprendes?

– Sí, eso ya tenía yo noticia, lo había oído referir.

– Bueno, pues eso. De tal forma que la juerga de ellos es el vacilar, esa es la juerga que tienen. Se reúnen unos cuantos, se te sientan así en corro, en sus esteras, se ponen y venga; una pipa tras otra de kifi, y tomando té, tomando té y fumando nada más, y chau-chau y chau-chau, con esos hablares que se tienen, que es que no les coges ni media palabra de lo que dicen, la mujer en casita encerradita, la mujera, como ellos la nombran; conque con eso ya no se te acuerdan de na da más en este mundo. Ése es el tipo de juerga que rige para los moros, la costumbre de allí. Y así están luego los más de ellos que no funcionan, ¿sabes?, porque esto es como todo, que abusando, pues natural, que te ataque a la cabeza, tú verás, con ese humo tan fuerte; de manera que los hay que están neurasténicos perdidos y con unas manías y unas cosas más raras que el demonio. Ahora que allí, fíjate, el que está loco lo reputan todos ellos como si fuera santo, date cuenta las cosas de los moros. Al que está de la chaveta es un respeto el que le tienen, hija mía, pero que ya puede hacer lo que le salga de las narices, el disparate más gordo, que ninguno es el osado de llamarle la atención lo más mínimo ni meterse con él. Pues como santo, igual, qué más me da. Y eso, claro, son cosas que van con arreglo a la costumbre de cada sitio, y a las ideas que se tengan referente a la vida. O sea que en cada nación que tú vayas te encuentras con que discurren de una forma suya particular.

– Sí, pues tú ya te puedes andar con cuidado, también, no abusar de eso, como quiera que se llame, que aquí a los taratas no los nombran santos, como en ese otro sitio; aquí a la primera te echan el guante pero escapado y te encierran en el manicomio como un señorito, quieras que no, y venles tú después con reclamaciones. Verás tú el caso que te hacen.

– Pues mira, lo que es por eso, no te apures, que sería una bonita manera de mantenerse uno sin dar golpe. Y además divertido.

– Tú ándate con bromas y verás.

– Pues di, ¿es que a ti te va a dar pena si me encierran, Mely?

– ¿A mí?, pues a ver, como de cualquier otra persona.

– ¡Huy, qué poquito!, no juego, así no vale; ¿sólo igual que de otro cualquiera?

– ¿Qué quieres tú que diga?

–  Pues lo que sea verdad.

– ¿Y cuál quieres que sea?

– ¿Te preocupa el saberlo?

– Contesta tú.

– Mujer, a uno siempre le gusta una pequeña preferencia.

– ¿Y para qué? ¿Qué salías tú ganando?

– Es agradable, aunque nada más sea.

– Ya, comprendido.

– Mely, no hables así, haz el favor.

– Que no hable, ¿cómo?

– De esa manera tonta que te pones a veces.

– Ah, soy tonta, muy bien, te agradezco el detalle.

– ¿Lo ves?, eso eso, ahora igual. ¿Qué te creerás que consigues con sacar ese tono repipi y antipático?, dime tú.

– Sigues estando muy amable, Zacarías.

– ¿Quién empezó? Me saltas con ese tonillo incordiante, de buenas a primeras, ¿acaso es mentira?

– Chico, qué delicado eres tú. ¿Te crees que soy una radio, para poder yo ajustarme el tono de la voz a gusto del oyente?

– No, si tú todavía te la vas a ganar, estoy viendo. Tú sigue. Mira, eres un bichito malo y el día que te coja yo por banda, me las vas a pagar todas juntas.