– Ya. Pues están que se comen.

– Yo no quiero mirar; mejor dejarlos. Ricardo acercaba el oído.

– ¿Qué habláis? – susurró-. A mí también.

– Curioso – le dijo Marialuisa -. Cosas nuestras.

– Secreto de Estado – añadía riendo Samuel.

– Total, ya me lo figuro, para que tú veas. Sé muy bien lo que estáis hablando.

– Pues si eres tan listo, no hagas preguntas, Profidén.

Ahora Loli y Fernando y Mariyayo y la otra chica que venía, armaban mucho alboroto y hacían rabiar a Lucas, golpeando con puños y vasos en la madera de la mesa; repetían:

– ¡¡Mú-sí-cá!!, ¡¡mú-sí-cá!!, ¡ ¡ mú-sí-cá!!, mú-sí-cá…!! El otro se tapaba los oídos.

– Vais listos – les decía -, si os figuráis que con esa monserga lo vais a conseguir. Ahora ya por cabezonería.

– ¡ ¡ Mú-sí-cá!!, ¡ ¡ mú-sí-cá!!, ¡ ¡ mú-sí-cá.,.!!

Se habían sumado a las voces los cinco de la otra mesa. Fernando se levantaba con una botella y se acercó a servirles un vaso de vino.

– Un poco convite de parte de la panda – señalaba con la botella hacia la mesa de los suyos.

Los cinco aplaudieron. Miguel dijo:

– Pues ya no queda vino; hay que encargarlo otra vez.

Samuel se volvía hacia el muro y soplaba por la caña, para vaciar la cazoleta del kif; saltó la pelotita de ceniza. Ya salían los Ocaña de la mesa, hacia el centro del jardín; Petra los careaba como a una grey.

– Hale, niños – les decia-, ir saliendo, ¿no nos dejamos nada?; Niñeta, mona, míralo tú, si haces el favor.

– No tengas cuidado.

Miró debajo de los bancos, en los rincones, al pie de la enramada; ya casi no se veía. Entraban los Ocaña hacia el pasillo; se quedaba la mesa vacía, en la penumbra del jardín. Niñeta entró la última.

– ¿Ya se marchan ustedes? – les decía la mujer de Mauricio desde el umbral de la cocina.

– Ya, Faustina; ya nos vamos – dijo Petra. Faustina entró tras ellos al local. Los del mostrador les abrían el paso.

– Bueno, hombre, bueno – dijo Mauricio. Salía del mostrador.

– Ya nos llegó la hora – les decía Felipe, agitando la cabeza.

– Así es que se pasó bien el día – continuaba el ventero. y bajó la mirada hacia Juanito -. ¿Eh?, ¡menudo pillo estás tú! – levantaba de nuevo la cabeza -. Un día de campo es lo que tiene.

– A ver – dijo Ocaña.

Petrita se había aproximado a los jugadores y miraba muy fijamente el cuerpo del tullido.

– Y muy agradecidos que les quedamos a ustedes – dijo Petra -, por todas las atenciones que han tenido – se volvía también a Faustina, incluyéndola -. Así que ya lo saben, no es preciso decirlo, el día que vayan a Madrid…

El alcarreño, el chófer, el pastor, Chamarís y los dos carniceros, callaban discretamente, al margen. Sólo Lucio, desde su silla, se hacía presente con sus miradas, como si se sumase a todas las ceremonias.

– ¡Atenciones!-dijo Mauricio -; figúrese. Al contrario, si me parece que los he tenido abandonados casi toda la tarde, por atender aquí al negocio. Ahora que, desde luego, muy en contra de mi voluntad, que mi gusto hubiera sido hacerles un poco más de caso.

– No diga tonterías, Mauricio; ha hecho usted mucho más de lo que debía; ¿en qué cabeza humana cabe que iba a dejar usted sus cosas por atendernos a nosotros? Bastante que…

– Nada – cortó Mauricio -; lo que hace falta es que vuelvan ustedes – se dirigió a Felipe -. Que volváis, Ocaña, a ti te lo digo, que volváis, que no te dejes pasar este verano sin daros otra vuelta. Y lo mismo les digo a ustedes, que he tenido muchísimo gusto en conocerlos.

Niñeta hizo una sonrisa de cumplido.

– La recíproca – dijo Sergio -; son ustedes una familia estupenda y les estamos muy agradecidos por todo.

– Pues nada, muchas gracias, ya saben que aquí estamos a su disposición, para lo que manden. Basta que sean familia de aquí. ¡Felipe! – le golpeaba el brazo -, lástima, hombre, que no vengáis, coño, un día que ande yo más desenredado, para que hubiéramos tenido una parrafada de las buenas.

Desde la partida miraban de vez en cuando, indiferentemente, a los que se despedían; Carmelo se interesaba, revolviendo las fichas sobre el mármol. «¡Aquí, aquí!, estáte a lo que celebras – le decía Coca-Coña -, y no me seas entrometido, que a ti de todo eso no te importa nada. Conque al juego.»

– Como allí – dijo Ocaña -, ¿te acuerdas? ¿Cuándo volveremos a vernos en otra?, salvando el hecho de los accidentes. Mauricio reía.

– Y con ellos, y con ellos. Los que no somos ricos tenemos que esperar a accidentarnos alguna cosa, chascarnos un hueso, para poder disfrutar plenamente de la vida.

– ¡Sí, eso!, echen ahora de menos el hospital – terciaba Petra-. Ay, los hombres, todos iguales. Ya ves tú ahora la ocurrencia. ¡Qué dos!

Faustina asentía:

– Tal para cual – dijo enarcando las cejas, cabeceando, como quien tiene largas razones de paciencia. Los dos maridos se miraban riendo.

–  Bueno, pues a estos señores les estamos interrumpiendo la tertulia – dijo Petra -; de modo que como es tarde, quitamos la molestia.

– Molestia ninguna, señora – dijo Claudio. Petra no le oyó; se dirigió a Faustina.

– Lo dicho, pues. Que sigan ustedes como hasta hoy – le daba la mano -. Y a ver ustedes también cuándo se deciden a hacerse una escapadita por Madrid.

– ¡Huy, eso…! – dijo Faustina, alzando los ojos-. Hemos tenido mucho gusto en recibirlos, Petra.

– Su hija, no estará. Siento no despedirme. Tan buena moza como es.

– Sí que está, sí. Debe de estar en la alcoba. Mucho que no los oyó pasar a ustedes. Ahora mismo la llamo.

– No, no la moleste, Faustina; déjela.

– Faltaría más – dijo la otra y gritó hacia el pasillo -. ¡Justina! ¡Justina!

Estaba a oscuras, tendida en la cama. Oía las voces del jardín; a veces tras el postigo cerrado la mano de Marialuisa o de Samuel, que pasaba rozando los cristales. Estaban todos allí mismo, alborotando, junto a la ventana; distinguía las voces. Veía en el techo, sobre la Virgen de escayola, el redondel de luz amarillenta que proyectaba, desde el tazón de aceite, la lamparilla que tenía su madre por la novena de la Virgen de Agosto. También hacía un punto de brillo en el cromo de la cama; tiritaba el reflejo. Fuera pedían música, música, porque ese Lucas no quería moverse a ponerles en marcha la gramola. Luego decían que el vino se había terminado y a lo mejor era ella la que tendría que levantarse a poner más. Relajaba su cuerpo. Se puso el antebrazo sobre los párpados cerrados, para no ver el resplandor en el cañizo, ni el reflejo en el cromo. Después oía a los Ocaña en el pasillo; no quiso levantarse; cambiaba de postura y sonaron los metales de la cama. Pendía del techo una rama seca de laureles, casi encima de la cabeza de la Virgen. Clavó las uñas en la cal de la pared, a la izquierda de su cama, fuertemente; sintió grima, y se volvía sobre el costado derecho, cuando oyó que su madre la llamaba. Titubeó un instante; buscó la pera de la luz.

– ¡ Voy, madre!

Se arregló brevemente en el espejo. Aún guiñaba los ojos a la luz, cuando entró en el local.

–  Mira, hija, no se han querido marchar sin saludarte.

–  ¿Qué tal lo han pasado? – les preguntaba desmayadamente.

– Superior – dijo Ocaña -; muchas gracias, joven.

– Pues me alegro. ¿Y tú qué, me das un beso, preciosa? La niña apartó la vista del tullido y acudía a los brazos de Justina.

– ¡Aúpa! – le dijo ella, izándola del suelo -. Vamos a ver, ¿y qué es lo que más te ha gustado?, cuéntamelo a mí.

– Esa coneja que hay allí adentro – dijo Petrita, señalando hacia el pasillo-. Es tuya, ¿verdad?

– Y tuya; desde hoy, más tuya que mía. Cuando tú quieras, te vienes, y la echamos de comer, ¿contenta?

– Sí – movía la cabeza.

– Pues ahora bájate ya, mi vida, que los papas tienen prisa y no hay que hacerlos esperar – la volvía a dejar sobre el piso -. Anda, ya volverás otro día; dame un beso.

Le ponía la mejilla a su altura para que la besase; pero Petrita se abrazó a su cuello y apretaba.

– Yo te quiero, ¿sabes? – le dijo. Felipe Ocaña se despedía de los otros.

– Ya sabe – le decía el chófer, con voz confidencial, estrechándole la mano -; usted sólito, sin familia ni nadie – le guiñaba el ojo -. A ver si es verdad que se anima algún día.

Ocaña asentía sonriendo.

– Se tendrá en cuenta – se dirigió a los de la partida -. ¡Con Dios, señores!

– Que tengan buen viaje; hasta la vista.

– Ustedes lo pasen bien. ¡Ah, oiga, y otro día cualquiera que tengan capricho la gente menuda de montarse en la limusina, no tiene usted más que traérselos, ¿eh?, que es lo que le está haciendo falta, ventilarse, a ver si coge otro aire, el carricoche del diablo!

– Muy bien, de acuerdo – asentía Felipe, sonriéndole a Coca-Coña, con la boca torcida, y se volvió hacia Petra de reojo.

– Pues nada, a seguir bien, de nuevo.

–  Gracias; eso es lo que hace falta; igualmente. Y que vengan, que vengan.

Schneider, despegándose apenas de su asiento, hacía una mecánica inclinación de cabeza. Ya salían; Nineta se admiró:

– ¡Oh, la luna, Sergio! ¡Qué es bonita! ¡Qué es grande…!Daba un reflejo cobrizo sobre la comba del guardabarros y en el duco empolvado de la portezuela.

– Irme dando las cosas – dijo Ocaña, y separaba el respaldo del asiento de atrás.

Mauricio y Justina habían salido con ellos. El chófer de camión los miraba desde el umbral iluminado. Felipe hundía los cachivaches en el hueco del respaldo. Luego montaba la familia; decía Petra:

– Sin atropellar, niños, sin atropellar, que hay sitio para todos.

Justina estaba delante del coche, con los brazos cruzados.

– Bueno, te tengo que pagar las copas y los cafeses – le decía Felipe a Mauricio. Sacaba la cartera.

– ¡Quítate ya de ahí!

– ¿Cómo iba a ser? – lo cogía por la manga -. Mauricio, ahora mismo me dices lo que se debe.

– Anda, anda; no gastes bromas.

– Oye, que… Mira que no volvemos, no me andes con coñas. Cóbrate.

– Vete a paseo.

Petra miraba sus sombras desde la ventanilla.

– Lo que faltaba para el duro – exclamó. Mauricio empujaba a Felipe hacia el taxi.

– Móntate, anda, que tenéis prisa; pierdes el tiempo.

– Ni prisa ni narices. Eso no se hace, Mauricio. Mauricio se reía; intervino Petra: