El hombre de los z. b. asentía con la cabeza; dijo:

– Usted lo ha dicho. En efecto. Es un bichejo, la conciencia, que se nos cuela por todas partes. Un mal bicho.

Apuró el vaso. Mauricio estaba escuchando, con los brazos cruzados sobre el pecho, la espalda contra los estantes. El carnicero bajo se acercó distraído a la mesa del dominó y miraba la grupa encorvada de Carmelo, el cual estaba todo reconcentrado en la partida. De un manotazo hizo caer al suelo la gorra de visera que Carmelo tenía colgada en el pirulo del respaldo de su silla, y después se volvió rápidamente hacia los otros. Pero Carmelo lo notó; le decía:

– No escondas la mano, ¿sabes?, que te estoy viendo. Así que no gastes bromas – recogía su gorra de visera-. Y no es por mí, ni por lo que valga – limpiaba con mimo la tela mugrienta, frotando con la manga, para quitarle el polvo-. No es tanto por lo que a mí me molestes, ni por lo que la gorra valga en sí, como por lo que ella representa. El Ayuntamiento se debe respetar. No hay que hacer burla del Ayuntamiento.

Puso su gorra como antes y se absorbía de nuevo en la partida.

Había unos postes altísimos, de hierro, en lo alto del cielo de Vicálvaro; luces blancas y rojas en las puntas. Flotaban como bengalas en la noche vacía. Detrás el cielo era negro y opaco. Sólo los astros más fuertes sobrevivían al claro de la luna. El olor denso del verano, el zumbido uniforme de los grillos, cuajaban en la negrura de los surcos calientes. Ahí cerca se recortaba una piedra rectangular, que señalaba el vértice geodésico de Almodóvar.

Tito encendió el cigarrillo de Sebas y después el suyo; miraba a Lucita un momento en la luz de la llama. Sopló la cerilla y volvía a sentarse junto a Lucí. Paulina dijo:

– ¿Qué te pasa, Luci?

– Nada, ¿por qué?

– No hablas.

– Tengo una pizca de mareo.

– Os ponéis a beber. ¿Por qué no te echas? Échate, anda.

– Deja a la chica – dijo Sebas.

Valles abajo del Jarama, se veían las tierras difusas, como nieblas yacentes, a la luz imprecisa de la luna; más lejos, los perfiles de lomas sucesivas, jorobas o espinazos nevados de blanco mortecino, contra el fondo de la noche, como un alejarse de grupas errabundas, gigantescos carneros de un rebaño fabuloso. Tito le puso a Lucita una mano en la nuca.

– ¿Vas mejor? – le preguntaba por lo bajo. Ella sacó una voz cansada:

– Me defiendo.

Cambió de postura. Miraba allá abajo, por entremedias de los troncos, en el agua embalsada de la presa, el reflejo de la luz que venía de las bombillas de los merenderos, la sombra enorme de alguien que se había asomado al malecón. El mismo malecón no se veía, oculto a la derecha tras el morro del ribazo, ni las terrazas cuajadas de gente, ni las bombillas bailando en los cables debajo del gran árbol; sólo las sombras y las luces que proyectaban hacia el agua. Llegaban el alboroto, las voces de juerga, la música incesante de las radios, el fragor de la esclusa, de allá abajo, al final de los árboles, enfrente del puntal.

Luego el ojo blanquísimo del tren asomó de repente al fondo de los llanos; se acercaba, rodante y fragoroso, dando alaridos por la recta elevada que cruzaba el erial. Entraba al puente del Jarama, sorprendía instantáneas figuras de novios aplastadas de miedo contra los pretiles, en la luz violentísima, que se cegó acto seguido tras las casas de la margen derecha, hacia el paso a nivel y la estación de Coslada y San Fernando de Henares. Lucita se estremecía y se pasaba las manos por los brazos y los hombros; luego dijo:

–  Chico, estoy más molesta… Tengo grima, con tanto polvo encima de la piel. Tanta tierra pegada por todo el cuerpo. Te pones perdida de tierra, no se puede soportar.

– Lleva razón – dijo Sebas -, se llena uno hasta los pelos, a fuerza de estarse revolcando todo el día. Para darse otro baño. Yo me lo daba. ¿Eh?, ¿qué os parece?, ¿qué tal darnos ahora un chapuzón?

– ¿Pero a estas horas? – dijo Paulina-. Tú no estás bien de la cabeza. Yo creo que…

– Más emocionante, ya verás.

– Por mí desde luego – dijo Lucita-. Yo me apunto. Has tenido una idea.

– Bien por Lucita, asi me gusta. Anda, Tito, y tú también, vamos todos, hale.

– Yo no, chico, no tengo gana, la verdad. Ir vosotros; yo me quedo al cuidado de la ropa.

– Tú te lo pierdes.

– A mí me sigue pareciendo una chaladura – dijo Paulina -. ¿A quién se le ocurre bañarse a estas horas?

– A nosotros, ¿no basta? Venga, paloma, a remojarse, no te hagas de rogar.

– Anímate, mujer – dijo Luci -. Ya verás luego lo a gusto que te quedas. Si tú no vienes, yo tampoco; así es que mira.

– Pero cortito, ¿eh?, enjuagarse y salir.

– Que sí, mujer.

– ¿Qué esperamos, entonces?; venga ya, para luego es tarde.

Lucita y Sebastián se habían incorporado.

– Aúpame, Sebas.

– Voy.

Cogió las manos de su novia y tiró para arriba hasta ponerla en pie. Tito dijo:

– Aligerar, que ya pronto hay que subirse.

– Descuida. Guárdame esto, toma, haz el favor. Lucita dio un respingo.

– ¡Al río, al río! – gritaba de pronto -. ¡Al río, muchachos! ¡Abajo la modorra!

Los otros la miraron sorprendidos.

–  Chica, ¿qué mosca te ha picado ahora? – le decía Paulina riendo -. ¡Te desconozco…!

– Pues ya lo ves, hija mía. Yo soy así. La cabra loca. Tan pronto… Según me da, ¿no sabes?, tan pronto coles, como de golpe lechugas. Más vale, ¿no crees tú? ¡Venga, vamos al agua!

Se movieron.

– ¡Huy, cómo estás esta noche…!

Reían las dos. Tito se puso en la muñeca el reloj que le había dejado Sebastián y veía las tres sombras por entre los troncos, alejándose hacia el río. La luna ya no era roja, allá enfrente; se había puesto amarilla, sobre el cerro del Viso, sobre la solitaria tierra alcalaína.

Alcanzaron el río.

– Da un poco miedo, ¿verdad tú? – dijo Paulina al detenerse junto al agua.

– Impone – dijo Sebas -. Impone un poquito. Pero no hay que tenerle aprensión. Vamos, mujer, no te pares ahora, tú cógete a mí.

Sebas entró en el río; avanzaban lentamente, empujando las piernas por el agua. Sentía en los. hombros las manos de Paulina que lo agarraba por detrás.

– Oye, parece tinta en vez de agua – dijo ella -. No te metas mucho.

Lucita entró después. Se detuvo un momento y volvió la cabeza hacia la masa oscura de los árboles. Lucían bombillas dispersas en la noche, puertas iluminadas hacia el río y el campo.

– Entonces se levanta la sesión – decía don Marcial. El viejo Schneider había consultado su reloj de bolsillo. Coca lo quiso ver.

– ¿Me permite?

En la tapa de acero tenía grabadas las águilas imperiales de Alemania.

– Ésta es águila bicéfala – explicaba Schneider -; con dos cabecitas. Una antigua cosa. Ahora ya muerto ese bicho, ¡pum, pum…!, cazadores, matado el pobre águila. Getót.

Hizo un gesto definitivo con la mano; luego dijo:

– Bien; ahora que yo me voy; no hace esperar la vieja esposa.

Don Marcial y Carmelo también se levantaron y se arrimaban a los del mostrador. Se quedó solo Coca-Coña en la mesa del juego; sus manos hacían castillos con las fichas.

– ¿Cómo quedó la cosa?

– Como siempre.

Le dijo Schneider a Mauricio:

– Yo pasa ahora un momento a saludar la señora. Mauricio asentía.

– El juego tiene poca novedad – dijo el chófer. Schneider entró por el pasillo y llegó a la cocina:

– ¿Es permiso? Señora Faustina; yo marcha, pues, para la casa.

– Muy bien, señor Esnáider, pues ya lo sabe usted, la dice que sin falta esta semana paso a verla y a tenerle un ratito compañía.

– Yo soy de acuerdo, sin duda. Esto ha de ser muy grato para ella.

– Y muy agradecida por la fruta, ¿eh? Tenga, llévese el cesto. Y que no se le vuelva a ocurrir de traernos más higos ni más nada, ¿entendido? Que quede eso bien claro.

El viejo sonreía, recogiendo la cesta de manos de Faustina. Los higos habían pasado a una fuente de loza, encima de un vasar festoneado con papeles de colores. Entraba el alboroto del jardín.

– Muy numerosa gente – dijo Schneider, señalando a la ventana.

– Sí, pejigueras. Es mucho más lo que incomodan que lo que dan a ganar. Apareció Justina.

– Madre, ¿me deja un paño? Hola, señor Esnáider, buenas noches. Se derramó un poco de vino en la mesa de ahí fuera. ¿En dónde tiene un paño?

– ¡Oh, la Diosa de San Fernando, que viene a coger un pañito! ¡Menos mal que yo veo finalmente mi Prinzesa, más guapa de Espania! Yo sueño las cosas buenas esta noche; yo soy seguro no vienen los demonios esta noche cuando duermo.

Justina se reía.

– ¡Vaya, qué cosas más galantes sabe usted! Cualquiera se le resiste. ¿Se estila así en Berlín? Dará gusto andar una por la calle.

– Aj, no; Berlín triste, feo, mucho nieve en la calle. Sin sol no posible que ver las chicas guapas; sólo este nieve que se pisa y se convierte todo suzio como fango.

– Vamos, que no le gusta. Pues también tendrá que tener cosas bonitas, hombre, estoy segura; monumentos artísticos, palacios… Eso no es más que usted, que como se los conoce de siempre, pues que ya no le llaman la atención. Me apuesto la cabeza a que a mí me encantaría, diga usted lo que quiera. Bueno, me voy a eso, buenas noches.

Había cogido el paño de junto al fregadero y salió hacia el jardín.

– No se moleste – le dijeron -, no merece la pena. Si lo van a volver a derramar dentro de nada.

– ¿Y qué hora es? – decía Ricardo.

– La de no preguntar la hora que es – contestó Zacarías. Fernando llenaba los vasos. Se marchó Justina.

– Es verdad, hombre. Dejar a la gente vivir.

– ¡Qué bien plantada es la moza del establecimiento! – comentó Mariyayo -; un parecido a la Gina Lollobrígida, ¿verdad?

Se había terminado la rumba.

– ¿A que la saco después a bailar? – dijo Fernando.

– ¿A que no?

– Pues déjate que vuelva, ya verás.

Regresaban los otros a la mesa. El más delgado de los de Legazpi se sentó junto a Lolita, que había bailado con él. Traía una camisa del ejército.

– Mi vida es una película – le decía -; una película de risa y una película de miedo al mismo tiempo.

– No me digas.

– Pues sí.

Lolita se reía. El otro de Legazpi se había puesto a dar grandes palmadas.

– Ahora traen otras dos por nuestra cuenta.