– ¿En serio? ¡Qué risa la que me da!

– Sí, te ríes; tú déjate que te entrille yo algún día.

– Entríllame hoy. ¿Qué me ibas a hacer?, me gustaría saberlo.

– Nada.

– Cuéntalo, anda, ¿qué me hacías?, ¿tanta rabia te doy?

– De morderte. Es que te sale bordado, si es eso lo que buscas, que te coja rabia. Vas apañada, el día que me caigas debajo de los dientes, no vayas tú a creer que escaparías así como así.

– ¡Caperucita y el lobo feroz! ¡Qué emocionante!, sigue, sigue, ¿y qué más?, continúa con el cuento…

– Ahí se acaba. Y además no es un cuento.

– ¿Qué es?

– La pura verdad.

– Estás fresco, ¿te crees que soy Caperucita?

–  No, pero da lo mismo, para el caso es igual, ya tendría yo dónde hacer presa y dejarte la marca de los dientes.

– ¿Por ejemplo?

– No sé, pues en la boca, a lo mejor.

– No debías haber dicho eso, Zacarías.

– ¿Por qué? Tú preguntas, y el lobo te dice la verdad. Sí que dan ganas. ¿Te molesta?

– Pues no.

– Entonces, ¿por qué no quieres que lo diga?

– Sí que quiero. Me gusta oírtelo decir.

– Eres el diablo, ¿sabes?

– ¿El diablo?

– No el diablo malo, otro. Otro diablo que no sé cómo es. Por lo pronto me gusta, me chala, es lo único que te puedo asegurar.

– Dilo más bajo, te van a oír…

– Pues que fueran todos los diablos como tú, y se arruinaba San Pedro.

– ¿Por qué me dices diablo, entonces?, no le veo el motivo.

– Ah, por algo, hija mía. Estoy seguro que por algo será.

– Oye, me estoy poniendo un poco nerviosa, Zacarías. Pero me gusta estar contigo, ¿sabes? Digo yo si será por eso mismo, a lo mejor.

– Bebe un poco de vino, ¿dónde está tu vaso?

– No, no te muevas de como estás, no te muevas, no quiero que me vean la cara esos otros, quédate así.

– Hasta hacerle un boquete a la mesa con el codo. Yo quieto aquí, como un soldado.

– Dime más cosas, Zacarías.

Carmen miró hacia atrás y se asustó de repente; se retrepó contra Santos, en un impulso instantáneo. La luna roja, inmensa y cercana, recién nacida tras el horizonte, los había sorprendida en la ladera, a sus espaldas.

– ¡Qué, hija mía…! Carmen se echó a reír:

– ¡Calla, por Dios! La luna. Me cogió tan de sopetón que me di el susto padre. ¡Chico, que no sabía lo que era, así a lo pronto!, ¡qué sé yo lo que me parecía!

– Pero, criatura, si me has asustado a mí también. De puro milagro no hemos salido rodando los dos la pendiente abajo. Ella reía con la cara contra el pecho de Santos.

– Cariño. Mira tú que asustarme de la luna… ¡qué boba! Hijo, fue tan de pronto, una cosa tan enorme y encarnada…

La miraban los dos, desde la media ladera; se la veía irse distanciando del horizonte, al otro lado de los campos negros, levantando pesadamente su gran cara roja. Carmen miraba de reojo, casi escondida en el pecho de Santos.

– ¡Qué grande es!

– ¿Sabes lo que parece? -dijo Santos.

– ¿Lo qué?

– Un gong.

Ella despejó la mejilla de la camisa de Santos y miraba de frente hacia la luna.

– Sí, lo parece; es cierto.

– Un gong de esos de cobre. Vamos.

Llegaron a lo alto de Almodóvar. Era llano como una tabla, allí arriba, y se cortaba bruscamente, precipitando hacia el talud; la meseta tendría unos trescientos metros de largo y no más de ciento de anchura. Atravesaron a lo ancho, con la luna a sus espaldas, y se asomaron a la otra vertiente. Se veía Madrid. Un gran valle de luces, al fondo, como una galaxia extendida por la tierra; un lago de aceite negro, con el temblor de innumerables lamparillas encendidas, que flotaban humeando hacia la noche y formaban un halo altísimo y difuso. Colgaba inmóvil sobre el cielo de Madrid, como una losa morada o como un techo de humo luminoso. Se habían sentado muy juntos, al borde de la meseta, los pies hacia el talud. Diseminadas por la negrura de los campos, se veían las otras galaxias menores de los pueblos vecinos. Santos las señalaba con el dedo.

– A tu derecha es Vicálvaro – decía-, Vallecas es esto de aquí…

Vallecas estaba un poquito a la izquierda, allá abajo, casi a los pies del declive. Lo dominaban desde unos ochenta o cien metros de altura. Hablaban bajo, sin saber por qué.

Paulina le dio en el hombro a Sebastián.

– ¡Mira qué luna, Sebas! Él se incorporó.

– Ah, sí; debe ser luna llena.

– Lo es; se ve a simple vista. Parece, ¿no sabes esos planetas que sacan en las películas del futuro?, pues eso parece, ¿verdad?

– Si tú lo dices.

– Sí, hombre, ¿tú no te acuerdas aquella que vimos?

– «Cuando los mundos chocan.»

– Ésa. Y que salía Nueva York toda inundada por las aguas, ¿te acuerdas?

– Sí; fantasías y camelos; que ya no saben lo que inventar esos del cine.

– Pues a mí esas películas me gustan y me agradan.

– Ya, ya lo sé que tú no concibes más que chaladuras en esta cabecita.

– Como quieras, pero tú ya me lo dirás, si vivimos para entonces.

– ¿Para cuándo?

– Pues para entonces, el día en que haya esos inventos y todas esas cosas. Ya verás.

– Un jueves por la tarde – se reía -. Pero, chica, no te calientes la cabeza, que te va a dar fiebre. Pues anda que no le sacas poco jugo tú también a las ocho o diez pesetas que te cuesta la entrada.

Sebas miró hacia atrás; añadió:

– Mira, mejor será que veamos a ver lo que están haciendo esos tres calamidades.

Ahora un rechazo de luna revelaba de nuevo, en la sombra, las aguas del Jarama, en una ráfaga de escamas fosforescentes, como el lomo cobrizo de algún pez.

– ¿Nos acercamos a hacerles una visita?

– Bueno vamos.

Se levantaron. Paulina se pasaba las manos por las piernas y el traje de baño, para quitarse la tierra y las chinitas que se le habían adherido.

– ¿Qué hacéis de bueno?

– Aquí estábamos.

Se oían llamadas de mujeres por el disperso caserío; nombres gritados largamente en los umbrales de casetas aisladas, hacia los descampados; voces lejanas, silbidos, respondían desde las rutas ocultas en la sombra. Paulina y Sebastián se sentaban con Tito y Lucita.

– Nos venimos aquí con vosotros. Oye, ¿pues y Daniel?

– Ése ya la entregó; por ahí atrás anda tumbado como un fardo, con una bastante regular.

– También son ganas de complicarse la existencia. Di tú que luego va a ser ella, cuando llegue la hora de largarnos.

– Ése ya no hay quien lo menee. Mañana por la mañana se encargarán los pajaritos de devolverlo a la vida.

– No, Tito; eso sí que no – dijo Paulina -. No podemos dejarlo toda la noche en el río. Menudo cargo de conciencia.

– Ahora en verano se duerme bien en cualquier parte.

– ¡Quita de ahí!, expuesto a cogerse un relente o peor.

– Como no mandéis pedir una grúa…

– Haz chistes, ahora.

– No te preocupes, mujer – dijo Tito -; ya nos lo llevaremos como podamos; a hombros, si hace falta, como un pellejo vivo.

– Y tan pellejo.

Lucita callaba. Aún quedaba gente en la arboleda; se oía el rezo tranquilo de las conversaciones, por los grupos en sombra; se veía el pulular de las lucecitas de los pitillos, como rojas luciérnagas de brasa.

Los pies de alguien tropezaban ahora con el bulto encogido de Daniel; una voz dijo: «Perdone», y el bulto le contestaba desde el suelo, con un rezongo incomprensible. Delgadísimas rayas paralelas, por cima de lo negro, muy arriba, en la angosta abertura; murciélagos fugaces contra la noche diáfana.

Se volcó una botella. La cogieron a tiempo de que no rodase hasta caer.

– ¡El canto un duro! – dijo alguien.

El vino quedó brillando en la madera y Mariyayo le hacía canales con el dedo, hasta el borde de la mesa, para hacerlo escurrir; Fernando lo sintió gotear en sus sandalias.

– Che, niña; que me mojas.

– ¡Alegría! – dijo ella, y le tocaba los hombros y la frente con las yemas mojadas en el vino.

– ¡La que tú tienes! Que eres una mina de alegría… Había oscurecido. El clan Ocaña estaba en movimiento; recogían sus cosas. Lolita gritaba:

– Bueno, chicos, ¿bailamos o qué?

– ¿Por qué no le das tú a la manivela?

Felipe Ocaña estaba de pie junto a la mesa de los suyos; los miraba silbando y hacía girar y sonar el llavero en su dedo índice. Petra decía:

– Y que no eche yo nada en falta cuando lleguemos a casa, ¿entendido?

– El campo echarás de menos – le decía Felipe -; eso es lo que echarás.

– Sí, lo que es eso, a buena parte vienes; me he pasado yo un día como para echarlo de menos, ¿sabes? Felipe dijo:

– Lo han pasado tus hijos, ¿qué más quieres?

– Ya, y mi marido. A costa de reventarme yo sólita y estarme desazonando por unos y por otros.

Recalcaba sus palabras con los objetos, vasos de plástico, cuchillos, servilletas, que iba metiendo en el capacho; continuaba:

– ¡Te digo que…! Todo viene siempre a dar a mí. Si el cántaro da en la piedra, mal para el cántaro; si la piedra da en el cántaro, mal para el cántaro. Eso es lo único que pasa.

Niñeta la ayudaba a recoger.

– ¡ Vaya un diíta! – seguía Petra -. Como para acordarme yo en Madrid de más campos ni más narices… Dame, Niñeta, eso es aquí. Y tú ahora no te estés ahí parado, ¿qué haces ahí?; ya le podías ir dando a la carraca, que ya ves tú la hora que tenemos.

– Carraca, pero que os da de comer.

– Sí, bueno; esa lección ya me la sé de memoria. Conque no la repitas. ¿No decías antes que si tenías los faros de cruce de mala manera?; pues mira la luz que hay. Ya sabes que los del Tráfico no se andan con contemplaciones, de modo que si nos ponen una multa… – ladeó la cara.

– ¡Pues se tira de bolsillo y allá vea, puñeta!

– Descompuesta me pones… Lucas protestaba:

– ¿Por qué reglas de tres voy a tener que ser yo el encargado de la gramola?, ¿es que me habéis extendido un nombramiento?

– Si eres tú el que no dejas que nadie se le arrime.

Zacarías rechazaba, con un gesto de la mano, otra pipa encendida que le ofrecía Samuel. Éste le dio a su novia con el codo.

– Oído al parche, tú – le decía por lo bajo -; date cuenta esos dos, la que se tienen ahí en la esquinita – indicaba con la sien hacia Mely y Zacarías.

Marialuisa asintió:

– No, si ya te lo dije, ¿no te acuerdas que te lo dije?