– Dispense usted esto, por favor. De veras que lo siento. Pero es que los chicos ya sabe cómo se las gastan. Discúlpelos usted.

Coca-Coña levantó la cabeza.

– ¿Yo? ¡Cómo se ve que no me conoce! Por mí como si quieren estarse paseando todo el día. Bien demás está. Precisamente lo estaba diciendo ahora, que menos mal que hay alguien que el trasto ese le sirve de jolgorio y deja de ser siquiera por un rato una cosa tan fea y tan sin gracia, como yendo montado un servidor. Conque no se preocupe ni me venga con disculpas, porque aquí no es el caso.

– Usted es tan buena persona que se lo quiere tomar de esa manera y yo se lo agradezco…

– ¡No diga cosas! Agradecido tengo yo que estárselo a los hijos de usted, aunque le extrañe, por el haberse aprovechado del triciclo de la puñeta y haber hecho fiesta con él. ¿Cuándo se habrá visto en otra…? Bueno: ¡a cuatros!

Detonaba la ficha en el mármol. Ocaña prosiguió:

– Pues va usted a permitir que lo convide a una copa. Y a sus compañeros también.

– Hombre, eso sí – exclamó Coca-Coña, volviendo a levantar la cabeza del juego -. Eso, a todas las que quiera usted. Ocaña sonreía.

– Aquí el que no se consuela es porque no quiere – dijo el tuerto.

Coca-Coña se volvió para gritarle:

–  ¿Qué dices tú, alcarreño, ladrón de gallinas? ¡Con ese ojo que tienes en la cara que parece un huevo cocido!

– Ya está. Ya está metiéndose con la gente otra vez – decía don Marcial-. Atiende al juego, hombre, atiende a la partida, que luego perdéis, y te envenenas contra el pobre Carmelo.

En esto habían entrado cinco madrileños; tres chicos y dos chicas. Hablaron algo con Mauricio y pasaban al jardín.

– He dicho y lo repito que el que no se consuela es porque no quiere, y al decirlo lo digo con mi cuenta y razón – replicaba el tuerto.

– Pues lo que es tú, como no sea porque te ahorras tener que guiñarlo, cuando te vas de caza – contestó Coca-Coña – no sé qué otro consuelo es el que tienes, con ese ojo hervido, que tan siquiera si pudieras sacártelo te valdría cuando menos para jugar al guá.

El alcarreño se reía:

– Y a ti la mala labia no te falta, no creas. Por eso que no quede. Todo lo que las patas no te corren, te lo corre la lengua. ¡Y más! Ya te lo digo; cuando falta de un lado, se compensa de otro. Eso es lo que nos pasa a los inválidos como tú y como yo. Que nos desarrollamos por donde menos se diría. ¿Quieres saber lo que me crece a mí?

– No es necesario que lo digas – contestó Coca-Coña -. Tú siempre la nota fácil y grosera. ¡De la Alcarria tenías que descender!

Coca-Coña se volvía de nuevo a la partida.

– Pues sí señor, de la Alcarria – dijo el otro bajito, que había entrado con el tuerto y que traía un zurrón de pastor -; de la Alcarria, de allí nos viene todo lo malo. De allí bajan los zorros y los lobos, que nos matan las reses.

– ¿Tú también? – le decía el alcarreño -. Anda, más te valdrá que te afeites los domingos, para venir a terciar con las personas.

Se dirigió al Chamarís y a los dos carniceros; continuaba:

– Pues sí, es cierto que el que no se consuela es porque no quiere. ¿No saben lo que a mí me dijeron cuando perdí el ojo este, a los dieciocho años?

– Pues cualquier tontería – dijo Claudio -. A saber.

El alcarreño se secaba la boca con el dorso de la mano; dijo:

– Va uno allí del pueblo y se me pone, a los dos o tres días de ocurrido el suceso… porque fue con una caja de pistones, ¿no saben?, de esos de ley, que tienen una bellotita en el culo; bueno, ahora ya no se encuentran. Pues, a lo que íbamos, me viene el tío, con toda su cara, y me dice: «No tengas pena, que con eso te libras de la mili». Me cagué en su padre. No digo más, lo mal que me sentó. Pues luego, déjate, que se pasó el tiempo y por fin viene el día en que me llaman a mi quinta y ahí me tienen ustedes a mí, que me puse la mar de contento de ver que yo me quedaba en casita, mientras los otros se marchaban a servir. ¿Qué les parece?

– Ya. Todo tiene sus ventajas y sus inconvenientes.

– Yo, de ahí lo que yo digo de que el que no se consuela es porque no quiere. Hasta de las desgracias se saca algún partido. De físico, ya de antes no tenía yo nada que perder; lo mismo da ser feo y tuerto, que feo a secas. Así que cuestión de visita únicamente. Pero en eso, mire usted, si me apura, le diré que con un ojo llega uno a ver casi más todavía que con dos. No le parezca un disparate. Lo que pasa es que cuando se tiene sólo un ojo, como sabes que tienes ese sólo, te cuidas de tenerlo bien abierto, de la noche a la mañana y de la mañana a la noche y te acaba sabiendo latín, el ojo ése – se ponía el índice bajo la pupila de su ojo sano -. Así que con uno sólo termina uno viendo muchas cosas que no se ven con los dos.

Ocaña hablaba de nuevo con el chófer:

– De estos que han traído ahora, los que salen mejores son los Peugeot. Pese a la falta esa que tienen de que son muy bajitos para montar.

Bajaba el sol. Si tenía el tamaño de una bandeja de café, apenas unos seis o siete metros lo separaban ya del horizonte. Los altos de Paracuellos enrojecían, de cara hacia el poniente. Tierras altas, cortadas sobre el Jarama en bruscos terraplenes, que formaban quebradas, terrazas, hendiduras, desmoronamientos, cúmulos y montones blanquecinos, en una accidentada dispersión, sin concierto geológico, como escombreras de tierras en derribo, o como obras y excavaciones hechas por palas y azadas de gigantes. Bajo el sol extendido de la tarde, que los recrudecía, no parecían debidos a las leyes inertes de la tierra, sino a remotos caprichos de jayanes.

– Por allá es Paracuellos, ¿no, Fernando?

– Sí, Paracuellos del Jarama. La torre que se ve. Vamos, no te detengas.

– ¿Tú has estado?

– ¿En Paracuellos? No, hija. ¿Qué se me puede haber perdido en Paracuellos?

– Podías, yo qué sé. A mí, ya ves, ahora mismo me gustaría encontrame sentada en el borde de aquel precipicio. Tiene que estar bonito desde allí.

Caminaban de nuevo.

– Ah, tú ya lo sabemos, Mely. Tú siempre has sido una fantasiosa.

De nuevo llegó la música y el alboroto de los merenderos. Las sombras de Fernando y de Mely se corrían ahora, larguísimas, perpendiculares al río. En sombra estaban ya del todo las terrazas abarrotadas de los aguaduchos y se agitaba la gente en la frescura de las plantas y del agua cercana. Sonaba la compuerta. Mely y Fernando volvieron a pasar por delante de las mesas, pisando en el mismo borde de cemento del malecón. Ella miró los remolinos, la opresión de la corriente, allí donde todo el caudal se veía forzado a converger en la compuerta, la creciente violencia de las aguas en la estrechura del embudo.

– ¿Si me cayera ahí…?

– No lo contabas.

– ¡Qué miedo, chico! Hizo un escalofrío con los hombros. Luego cruzaron de nuevo el puentecillo de tablas y remontaron la arboleda hasta el lugar donde habían acampado.

– ¿En qué estabais pensando? – les dijo Alicia, cuando ya llegaban-. ¿Sabéis la hora que es?

– No será tarde.

– Las siete dadas. Tú verás. Miguel se incorporó.

– La propia hora de coger el tole y la media manta y subirnos para arriba.

–  ¿Pues no sabéis que hemos tenido hasta una peripecia?

– ¿Qué os ha pasado?

– Los civiles, que nos pararon ahí detrás – contaba Mely-; que por lo visto no puede una circular como le da la gana. Que me pusiera algo por los hombros, el par de mamarrachos.

– ¿Ah, sí? ¡Tiene gracia! ¿Y entonces aquí no es lo mismo?

– Se ve que no.

– Ganas de andar con pijaditas, con tal de no dejar vivir.

– Eso será – dijo Alicia -. Bueno, venga, a vestirnos. Tú, Paulina, levanta.

– Si vieras que tengo más pocas ganas de moverme de aquí. Casi que nos quedábamos hasta luego más tarde.

– ¿Ahora sales con ésas? Anda, mujer, que tenemos que reunimos con los otros. Verás lo bien que lo pasamos.

– No sé yo qué te diga.

– Pues lo que sea decirlo rápido.

– Nos quedamos – concluyó Sebastián. Alicia dijo:

– ¡Qué lástima, hombre; cada uno por su lado!

– Yo a lo que hubiera ido de buena gana es a bailar a Torrejón.

– ¿Otra vez? – dijo Mely-. ¡Qué tío! Se te mete una idea en la cabeza y no te la saca ni el Tato.

– ¿Y ésos, qué hacen?

Miguel se aproximó al grupo de Tito. Estaban cantando.

– ¡Eh, que os vengáis para arriba!

– ¿Cómo dices? No te hemos oído – contestaba Daniel. Lucita se reía.

– Venga, menos pitorreo. Que se hace tarde. Decidir.

– ¿Y qué tendríamos que decidir?

– Bueno, a ver si va a haber aquí más que palabras. Dejaros en paz ya de choteos y decirlo si no venís.

– Pues hombre, según adonde sea…

– Vaya, está visto que con vosotros no se puede contar. No tengo ganas de perder más tiempo. Allá vosotros lo que hagáis.

Miguel se dio media vuelta y regresó hacia los demás.

Carmen y Santos se habían levantado. Ella estiraba los brazos, desperezándose, con la cara hacia el cielo. Bajó los ojos.

– ¿Qué me miras?

Santos estaba delante de ella, apoyado en el árbol. Se arrimó contra él y le pasó la mejilla por la cara.

– Cielo – le dijo.

– ¿Te vienes a vestirnos, Carmela?

– Sí, guapa; ahora voy. Cojo la ropa. Se agachó a recogerla. Santos seguía apoyado contra el tronco.

– Oye, Carmen.

– Dime, mi vida – lo miró.

– ¿Te apetece a ti mucho subir?

– ¿Eh? Pues no sé, en realidad. ¿Lo decías?

– No, por si estabas cansada. Pensé que estarías cansada. Alicia pasó de nuevo.

– Vamos, si vienes.

Ya tenía su ropa en la mano; unas sandalias verdes.

– Listo.

– Tú, vístete también – dijo Alicia -. ¿Qué haces ahí parado? ¿Qué esperas?

– Ya voy, ya voy…

Miguel ya se estaba vistiendo. Santos se movió. Mely se iba con Alicia y con Carmen. Pasaron junto al grupo de Daniel.

– Vaya tres patas para un banco – dijo Alicia. Mely no los miró. Carmen decía:

– ¡Qué día más bueno, chicas! Vaya una tarde de domingo más rica que se ha puesto.

– ¿Sí? – dijo Mely -. Tú sabrás.

Sebastián tenía la cabeza apoyada en las piernas de Paulina. Ella miraba a los ladrillos del puente, retintos de sol; la sombra de las bóvedas sobre las aguas terrosas del río.

– Mañana, lunes otra vez – dijo Sebas -. Tenemos una de enredos estos días…