Manolo fue a responder, pero dio media vuelta y se metía hacia el pasillo. Justina miró a sus espaldas y movió la cabeza. Después se llevó la mano a la boca y se mordisqueaba el dedo índice, mirando reflexivamente hacia la tierra del jardín. El Chamarís y los dos carniceros la observaban, fumando. Justina levantó la cabeza y se acercó a ellos:

– ¿Han visto?, ¡el mameluco, paniaguado! – les decía -. ¡Si será idiota…!

– ¿Qué? – preguntaba Claudio -. ¿Hemos tarifado?

– Calle, por Dios. Si es que no hay quien lo aguante.

– ¿Perooo…? ¿Definitivo? – decía el Chamarís, haciendo con la mano un hachazo en el aire -. ¿Para siempre ya? Justina asintió con la cabeza:

– Para toda la vida – dijo en tono zumbón. Habló el carnicero bajo:

– Eso tampoco, niña. Eso tampoco se debe decir. El mundo da muchas vueltas y no se puede ser tajantes.

– Pues lo que es en esto, yo se lo puedo asegurar.

– Calla, calla; que estás ahora todavía en el calor de la disputa. Déjate que la cosa se enfríe y después hablaremos. Eso son cosas que no se saben hasta la noche.

– Ni nada. Aunque no hubiera más hombre en este mundo, se lo digo yo a usted…

– Eso te cuesta a ti muy poco el decirlo – decía el carnicero Claudio-. Demasiado lo sabes tú, que si no quieres, soltera no te quedas. Pero ya me vendrías a mí, otra que no tuviera ese físico y esa juventud. Así ya se puede, ya.

– Bueno – cortó Justina dando un respingo -; a todo esto estábamos empatados. ¡Vamos a por la buena!

Hizo saltar los tejos en la palma de la mano y se iba hacia la rana, muy de prisa, para seguir el juego. Pero Claudio, con una sonrisa, le decía:

–  No, mira, hija, ahora no. No nos queremos aprovechar de las circunstancias. Te íbamos a ganar de todas todas, ¿no comprendes? Ahora no metías un tejo ni por esa ventana. Otro día, otro día…

– ¿De qué? – protestaba Justi -. ¿Por causa de ese chalao? ¿A santo de qué?

– Bueno, pues tú no nos obligues a demostrártelo sobre el terreno, anda. Te prometo que mañana nos venimos y echamos todas las que tú quieras. Además, es ya tarde, nos vamos a ir a ver lo que se cuentan tu padre y el señor Lucio y la compañía.

Pisoteó la colilla contra el polvo.

– Pues como quieran, entonces. Lo dejaremos para otro día.

Se encaminaron todos hacia la puerta del pasillo.

– Pero que yo no estoy nerviosa, ¿eh?; que conste.

– No, no lo estás. Sólo un poquito – decía Claudio echándose a reír -. ¡Ay, Justina, que tenemos ya muchos años! – movía la cabeza arriba y abajo-. ¡Justina, Justina…!

Sergio, en la mesa, comentaba:

– Se conoce que no ha debido de gustarle un pelo el encontrársela jugando. No le ha hecho ni pizca de gracia.

– Eso debe de ser. Los novios ya se sabe.

– ¿Hacemos eso que se hace así? – le decía Petrita a su hermano, cogiéndole las muñecas.

– No quiero. Déjame… – le contestaba Amadeo.

Y se puso de codos en la mesa, con las mejillas en las manos. Miraba aburrido alguna cosa, por entre los dedos entreabiertos: hojas, sombras, tallos, puntos de luz en el alambre y en las flores de madreselva. Felipe Ocaña se daba con la mano sobre un largo bostezo. Juanito había echado el torso encima de la mesa y con el brazo extendido alcanzaba un tenedor y hacía subir y bajar el mango, haciendo palanca en los dientes con la yema del dedo.

– Poneros como es debido – les decía su madre -. No os quiero ver así.

Juanito obedecía lentamente, como cansado. Niñeta dijo:

– Tienen sueño.

Sergio volvió a encender el puro. Petrita le decía:

– Luego me dejas la cerilla, tío. No soples, ¿eh? Felipe miró a su hermano:

– ¿Aún tienes el puro?

– Lo voy fumando a poquitos.

– Y cada vez que vuelvas a encenderlo – dijo Niñeta -, huele más mal.

Sergio le daba la cerilla a su sobrina:

– A ver si sabes cogerla. Pero no te quemes, ¿eh? Se apagó entre los dedos de ambos.

– Enciende otra y me la das.

– Nada de cerillas – cortaba Petra -. Luego te haces orines en la cama.

La niña puso unos morros de capricho. Refunfuñó:

– Me aburro…

Se paseaba por detrás de la sillas de los mayores, restregando el costado contra las hojas de la enramada. Felisita miraba hacia el jardín, con los ojos inmóviles.

– Mamá, ¿qué hago? – dijo Juanito.

– Estarte quieto. Cuanto que baje un poquito el sol, embarcamos los trastos y nos volvemos para casa.

Sergio miraba al suelo y alisaba la tierra con el pie.

– Mira – dijo Niñeta -; tú no has de pensar en el regreso, ahora. Cuando empieza a pensarse, ya no se pasa bien.

– Pero, mujer, a alguna hora tendremos que marcharnos.

– Esto sí, pero tú ahora no lo pienses, hasta que venga el momento de ir.

– Para este plan de tarde… Deseandito es lo que estoy, date cuenta.

Felipe agarró de repente a Petrita, que pasaba por detrás de su asiento, y gritó:

– ¡Tú, niña! ¡Sal de ahí! ¡Venga, vosotros, todos! ¡Amadeo, Juanito! ¡Hala! ¡A la calle ahora mismo! ¡Largarse ya! ¡A jugar por ahí! ¡Divertios! ¡Fuera, fuera, a correr! ¡A la calle! Tú, Petri, dale un besito a tu padre y arreando.

Juanito y Amadeo saltaron muy contentos de sus sillas y salieron corriendo con un largo chillido: «¡Bieeén!». Petrita les gritaba:

– ¡Esperarme, esperarme!

Amadeo se detuvo en la puerta que entraba hacia la casa:

–  ¡Venga! – le dijo. Y la niña llegó junto a él y desaparecieron los dos, cogidos de la mano.

– Estaba harto ya de verlos aquí delante, las criaturas. Me estaban poniendo negro. Que corran y se expansionen. Para un día que salen al campo, en todo el año de Dios.

Petra miró a su marido de reojo; se volvió hacia Niñeta y le decía:

– Ésa es la educación que los da su padre. Ya ves lo único que se le ocurre. Darles suelta para que anden por ahí tirados, como golfillos, sin una mirada de nadie, expuestos a mil percances. Pero es que así no lo molestan a él, ¿no lo comprendes?

– No sé por qué tendrás que decir eso – replicó su marido -. Siempre pensando lo peor. Lo hago porque a los chicos no se los puede tener esclavizados todo el día, como te gusta a ti tenerlos. Bastante que se pasan todo el año encerrados en un cuarto piso. Para que encima, por un día en que pueden gozar de libertad, te empeñas en tenértelos cosidos a la falda, como presos.

– Pues, sí señor. Los chicos pequeños tienen siempre que estar bajo la tutela de los padres, que para eso los tienen. Así es como se hacen obedientes y puede una estar a la mira de que nada les vaya a ocurrir.

– ¿Pero qué te crees tú que va a pasarles? Si cuanto más se acostumbren a andar sueltos, mejor aprenderán a bandeárselas por su cuenta y riesgo en este mundo y tener ellos mismos cuidado de sus personas. Lo único que conseguirás de la otra manera es el acoquinarlos y que estén siempre necesitando de una persona mayor siempre encima.

– Pues para eso precisamente es para lo que están los padres y las madres que sepan lo que se traen entre manos.

– Muy bien, y cuando tengan veinte años, será una cosa muy bonita el verlos que sean incapaces de dar un paso por cuenta propia.

– ¿Pero es que vais a discutir otra vez? – terciaba Sergio.

– No, Sergio, es que es verdad, es que no tiene para con sus hijos… Dime tú…

– Mujer – dijo Sergio -, yo creo que porque tengan media horita no les va a pasar nada a tus hijos por eso. Aquí en el campo, además, que no hay coches ni riesgos de otra especie. Ya ves tú lo formalitos y obedientes que han estado todo el día.

– Bueno, lo que digáis. Yo por mi parte ya lo he dicho lo que tenía que decir. Si su padre se empeña en malcriarlos, no serán mías las culpas. Allá él. Y menos mal que están en taparrabos, menos mal, que si no, ya verías qué facha de vestidos que me traían a la vuelta. Ahora, que a mí… – hizo un gesto de inhibición con la mano.

– Pues mira ésta – dijo Felipe poniendo la mano en la cabeza de Felisita -. Ésta hoy se ha lucido. ¡Pegadita a tus faldas, ahí la tienes! Se ha pasado un domingo que vaya. Pero a base de bien. Ahora que si a ella le gusta aburrirse, no la vas a obligar.

Felisita callaba, bajo la mano del padre, que continuó:

– Ésta también es que calza el cuarenta y cuatro en cuestión de sosera.

– Lo que faltaba ahora es que me mortifiques a la chica. Eso es lo que faltaba. Tú di que no le hagas caso, hija mía. Tú ven acá.

La arrimó junto a sí, pero ya Felisita sorbía con las narices y escondía silenciosos lagrimones contra el obeso brazo desnudo de la madre. Luego, de pronto, despegó la cara, con un resorte violento de culebra, y le gritó llorando a su padre, en un empellón de ira:

– ¡Yo no te he hecho nada! ¿Sabes? ¡No te he hecho nada! ¡Y si soy sosa, mejor! ¡Si soy sosa, mejor! ¡Ya está! ¡Mejor…!

Y volvía a ampararse contra el brazo materno, gimiendo a sacudidas.

– ¿Lo ves tú? – dijo Petra con encono -. ¡¿Lo ves como tenías que…?!

Felipe no dijo nada. Luego se levantó:

– Me voy un rato con Mauricio.

Pasó por la cocina. Se detuvo. Puso las manos en las jambas de la puerta. Estaban la hija y la mujer de Mauricio. Les dijo:

– Voy allí un rato a ver a su marido, qué me cuenta de nuevo.

–  Me parece muy bien. Él, ahora, ocupado con la parroquia. Por su gusto se estaría toda la tarde ahí con ustedes en el jardín.

– Ya, si por eso voy. Si la montaña no viene a Mahoma, pues eso. Hasta ahora.

Manolo se había marchado sin detenerse en el local y saludando apenas, de pasada.

– Allí va… – dijo Lucio.

Mauricio se había encogido de hombros:

– Se conoce que ha habido tormenta – sonrió. Luego entraban el Chamarís y los dos carniceros, y Mauricio les preguntaba:

– ¿Qué?, ¿hubo festejo?

– ¿Festejo? ¿Pero de qué?

– Pues con el novio de mi chica, hombre. El carnicero alto ladeaba la cabeza:

– Ah, ¿ya te quieres enterar? Algo parece ser que ha habido. ¿Se marchó?

– Como gato por brasas, salía.

– Sé que ha sido regular.

– ¿Oísteis algo vosotros?

– Oír, nada. Fue una cosa discreta, todo por lo bajinis. Veíamos la cara de él, eso sí, que ya era suficiente.

– Bueno – dijo Mauricio -, pero en resumidas cuentas, ¿qué?

– Hombre, de todo te quieres enterar; no se puede contigo – protestaba riendo el carnicero alto -. Pues, sí, lo mandó a freír monas, según nos ha informado ella. ¿Satisfecho?