Miguel lo interrumpía:

– Acaba ya, que apestas. No se hable más. Saca tabaco, anda.

– A saber dónde andarán esos otros – dijo Paulina.

Sebastián se acercó a asomarse al otro tronco para ofrecer tabaco a Santos. Estaban Carmen y él muy mimosos, haciéndose caricias.

– ¡Eh! – dijo Sebas -; a ver si os vais a dar el lote ahora, aquí, en público. ¿Quieres fumar?

– ¿Es a mí?

– No, será a aquel otro.

– Gracias, chato. De momento no fumo.

– Bueno, pues hasta luego, ¿eh? A disfrutar.

Sebastián volvió de nuevo hacia su corro. Alicia le preguntó:

– ¿Qué es lo que hablabas con ellos?

– Nada, que están ahí a novio libre.

– Pues tú déjalos a los chicos, que ellos vivan su vida.

– A buena parte vas. Pierde cuidado, que ya se encargan ellos de vivirla.

– Pero a base de bien – dijo Miguel -. Chico, en mi vida he visto otra pareja más colocados el uno por el otro.

– Pues di que está la vida hoy en día como para eso – comentaba Paulina.

– Mujer, si no se tiene un poquito de expansión de vez en cuando – replicaba Miguel-, saltas del sábado al lunes que ni te enteras de que estás en el mundo.

– Pues lo que es él, me parece a mí que está para pocas. El mejor día le da un patatús.

– Ca. Si lo vieron por la pantalla este invierno, y está más sano que sano – dijo Sebas – No le encontraron nada. Los pies sucios. No es más que la constitución esa que tiene, que se ve que no es de engordar.

– Lo que yo no acabo de ver claro – dijo Paulina – es la vida que se traen, ni lo que piensan para el porvenir. Llevan de novios un par de años lo menos y antes los matan que ocurrírseles apartar una peseta.

– Pues eso ya es peor – comentó Alicia.

– Como lo oyes – decía Sebastián -. No le escuece el bolsillo a éste. Lo mismo para irse con la novia a bailar a una sala de fiestas de las caras, o comprarla regalos, que para alternar con nosotros por los bares.

– Pues mira, si a él le parece que puede hacerlo, hace bien. Eso nadie lo puede achacar como un defecto – dijo Miguel.

– Déjate. Aquí el que más y el que menos sabemos lo que es tener diez duros en la cartera. Y lo que escuecen. Pero eso no quita tampoco para que sepamos también pensar en el mañana – le replicaba Sebastián.

– ¡En el mañana…! – decía Miguel echando atrás la cabeza-. Demasiado nos estamos ya siempre atormentando la sesera con el dichoso mañana. ¿Y hoy qué? ¿Que lo parta un rayo? Di tú que el día que quieras darte cuenta, te llega un camión y te deja planchado en mitad de la calle. Y resulta que has hecho el canelo toda tu vida. Has hecho un pan como unas hostias. También sería una triste gracia. Ya está bien; ¡qué demonios de cavilar y echar cuentas con el mañana puñetero! De aquí a cien años todos calvos..Ésa es la vida y nada más. Pues claro está que sí.

Sebastián lo miraba pensativo y habló:

– Ya ves, lo que es en eso, Miguel, no estoy contigo. El chiste está precisamente en arriesgarse uno a hacer las cosas, sin tener ni idea de lo que te pueda sobrevenir. Ya lo sabemos que así tiene más exposición. Pero lo otro es lo que no tiene ciencia y está al alcance de cualquiera.

– Y que te crees tú eso. ¿Conque no tiene exposición vivir la vida según viene, sin andarse guardando las espaldas? ¿No tiene riesgo eso? Para eso hace falta valor, y no para lo otro.

Pasaban unos cantando. Sebastián no sabía qué contestar.

– Hombre – repuso -, si vas a ver, riesgo tiene la vida por dondequiera que la mires.

– Pues vayase lo uno por lo otro y el resultado es que no la escampas por ninguna parte. Y por eso más vale uno no andarse rompiendo la cabeza ni tomarse las cosas a pecho.

– Sí, pero menos. También hay que tener… Alicia canturreaba:

– Tomar la vida en serio… es una tontería… Paulina y ella rompieron a reír.

– ¡La insensatez de las mujeres! – decía Sebastián, Luego extendía el brazo y atraía a Paulina hacia sí:

– Ven a mi vera, ven. Paulina hizo un resorte brusco:

– ¡Ay, hijo! No me plantes los calcos en la espalda, que duele. La tengo toda escocida del sol.

Se pasaba las manos por los hombros desnudos, como para aliviarse.

– No haber estado tanto rato. Así que ahora no la píes. Se diría que os vayan a dar algo por poneros morenas. Pues esta noche ya verás.

– Acostumbro a dormir bocabajo, conque ya ves.

– ¿Bocabajo? Debes de estar encantadora durmiendo.

Miguel le cantó a Sebas junto al oído, con un tono burlón:

– … porverel – porverel – por ver el dormir que tienes… ¡ Jajay! – seguía – la vida romanticisma es lo que a mí me gusta. No te enfades.

Le acariciaba el cogote.

– ¡Venga ya de aquí!, ¡las manos de encima! Que estás más visto ya, estás más visto…

Alicia se miraba impaciente en derredor.

– Ésos no vienen – dijo.

Miguel miró la hora. Sebastián reclinaba de nuevo la cabeza sobre las piernas de Paulina; decía:

– ¿Y qué prisa tenemos? ¡Un año, aquí tumbado!

Se acomodaba y relajaba el cuerpo. Pasaba un mercancías hacia Madrid. Paulina volvió los ojos hacia el puente; se adivinaban hocicos de terneros entre las tablas de algunos vagones.

– Animalitos… – comentó para sí.

Gotas de vino resbalaron del cuello de Lucita y caían en el polvo.

– Pues Lucita tampoco lo hace mal esta tarde.

– No, ¡qué va! No se nos queda atrás. Lucí movía el pelo:

– Para que no digáis.

– Di tú que sí, monada. Hay que estar preparados para la vida moderna. Arrímame la botella, haz el favor. Tito dijo:

– Despacio, tú también. Nadie nos corre.

– A mí, sí.

– Ah, entonces no digo nada. Toma la botellita, toma. ¿Y quién te corre, si se puede saber?

Daniel sonrió mirando a Tito; se encogía de hombros:

– La vida y tal.

Embuchó un trago largo. Tito y Lucita lo miraban.

– Aquí cada uno se vive su película – dijo ella.

– Eso será. Pues lo que es yo, me comía ahora un bocadillo de lomo de los de aquí te espero. Me ponía como un tigre.

–  ¿Tienes hambre? Pues mira a ver si apañas algo en las tarteras.

– ¡Qué va!; bien visto lo tengo. Por lo menos la mía está más limpia que en el escaparate.

– Yo me parece que debe de quedarme una empanada o dos – dijo Lucita -. Alárgame la merendera que lo veamos.

– Mucho, Lucita. ¿Cuál es la tuya?

– La otra de más allá. Ésa. Lo único, que deben de estar deshechas a estas horas.

– Como si no. Ya lo verás qué pronto se rehacen. Abrieron la tartera. Estaban las empanadas en el fondo, un poco desmigajadas. Tito exclamó:

– ¡Menudo! Verdaderas montañas de empanada. Con esto me pongo yo a cuerpo de rey.

– Ello por ello. Has tenido suerte.

– Te diré. Gracias, encanto.

– De nada, hijo mío.

– Aquí hay de todo, como en botica – comentaba Daniel.

– ¿Queréis un poco?

– Quita. ¡Comer nada ahora!

– Tú, Daniel, te mantienes del aire – decía Lucita -. No sé cómo no estás más flaco de lo que estás.

– ¿Y tú tampoco quieres, Lucita?

– No, Tito, muchas gracias.

– Las gracias a ti.

Metía los dedos y se llevaba a la boca trocitos de empanada.

– ¡Está cañón! – decía con la boca llena, salpicando miguitas.

– Te gustan, ¿eh?

– No están podridas, no señor.

– No es menester que lo digas – añadía Daniel.

– Pásame el vino, haz el favor, que esto requiere líquido encima.

– Así estarán de secas, con tanto calor, que no eres capaz ni de pasarlas. Parece que estás comiendo polvorones. ¿Qué, Lucí, lo hacemos de reír?

– Déjalo, pobre hombre, comer tranquilo por lo menos.

Le daban la botella. Tito seguía picando un trocito tras otro de empanada; dijo:

– A mí no me hacía reír ahora ni Charlot. Daniel se dio media vuelta en el suelo:

– Chico, no puedo verte comer. Se me aborrece hoy la comida. Es una cosa, que sólo de ver comer a otro delante mío me da la basca, palabra.

– Estarás malo – decía Luci, mirándole la cara.

– No sé.

– No lo estás – dijo Tito-; te lo digo yo. Porque el vino en cambio te entra que es un gusto.

– Ni el vino siquiera.

– ¡Anda la osa! Pues si te llega a entrar…

– Ni nada, como lo oyes, textual.

– Entonces, hijo mío, no te comprendo. Si dices que tanto asco te da el vino, no sé a ti quién te manda beber. ¿Tú ves esto, Lucita? Este hombre no está bien de la cabeza.

Lucita se encogía de hombros.

– Mandármelo, nadie. Yo que tengo precisión de ello. ¿Qué hacemos aquí, si no?

– También son ganas – dijo Tito -. Yo a este tío es que no lo acabo de entender. Chico, entonces tú a lo que has venido ahora al río es a pasarlo mal. No te bañas, no comes, y ahora sales con esto. Para eso se queda uno en Madrid y acabas antes.

– Será que tiene alguna pena – comentaba Lucita sonriendo.

– Ah, mira. Pues bien pudiera ser por ahí. Anda, bonito, que te han calado. Confiésate aquí ahora mismo con nosotros.

Daniel, tendido bocarriba, miraba hacia los árboles. Giró los ojos hacia ellos.

– ¿Qué? – sonreía -. No hay nada que confesar.

– Sí, zorrillo; no te escabullas ahora. Cuéntanos lo que tienes en ese corazoncito. Estás en confianza.

– Pues vaya un par. ¿Qué querrán que les cuente?

– Bebes para olvidar.

– Bebo porque se tercia, porque me habré levantado de una manera, esta mañana.

– ¿De qué manera?

–  De una especial.

– Calla, loco…,

–  Aquí no se sabe quién está más loco.

– Sí que se sabe, sí.

– ¿Sí? Bueno, pues yo mismo, venga. Échame el vino para acá.

– Tómalo, hermano, a ver si te pones peor.

– O mejor. Eso no se sabe. Tito asentía:

– Ah, pudiera. Después se verá. Los hay que sanan.

– Vamos allá. Arriba con el nene.

Empinó el vidrio, hasta que el culo de la botella quedó mirando el cielo, y glogueó largamente.

– Y menos mal que no tiene ganas – le decía Tito a Lucita, dándole con el codo.

Daniel bajó la botella y respiró. Luego dijo, mirándolos, con una risa en toda la cara:

– Que pase el siguiente.

– Lucita, te tocó. Vamos a ver cómo te portas. Ella cogía el vino y decía antes de beber: