Ya salía Manolo a echarles una mano. Manipularon afuera con la silla de ruedas y luego entraba el de negro, con el tullido en brazos. Era pequeño y contrahecho.

– ¿Dónde le dejo esto? – preguntaba Manolo desde fuera. El tullido se volvía hacia la puerta desde los brazos de don Marcial; gritó:

– ¡Pues arrímalo ahí mismo, en cualquier parte! En dondequiera que lo dejes está bien.

Se dirigió a los de dentro, mientras el otro lo sentaba:

– Bueno, ¿qué pasa? ¿No hay puntos esta tarde? Poca animación se ve aquí hoy, para ser un domingo. Oye, me pones una copita de anís. ¿Tú qué tomas, Marcial? ¿Así que no hay contrarios esta tarde?

Don Marcial arrimaba contra la mesa la silla en la que había sentado a su compañero; dijo:

– Coñac a mí. ¿Qué se cuentan ustedes?

– Calor.

Don Marcial hacía sonar unas monedas, con la mano metida en el bolsillo de la americana. El tullido le decía a Manolo:

– A ti no se te podrá decirte nada de que te sientes un poquito a jugar al dominó, supongo, porque tendrás tus compromisos inevitables. Y a usted, don Lucio, menos. ¿Eh?

– No te hacen falta – dijo Mauricio -. Ahí dentro tienes a tu amadísimo Carmelo y a Claudio y a los otros.

– ¡Ah, bueno! ¿Y qué hacen que no vienen? ¡En seguida hay que llamarlos!

– Están jugando a la rana en el jardín.

– ¿A la rana? ¿Y qué más rana quieren, que jugar conmigo? ¡Aquí la única rana verdadera soy yo! No hay más ranas. ¿Se puede ser más? Si parece que acabo de salirme del charco en este mismo instante – se reía.

– Lo que alborota este medio hombre – decía don Marcial, llevándole la copa que Mauricio acababa de servir-. ¿Has visto un caso parecido? Toma, anda, toma; a ver si con eso te callas un poco y dejas respirar.

– ¡Sanguinario…! – le contestaba el tullido, tirándole un pellizco al pantalón.

– Eres más malo que arrancado, Coca-Coña. Y como no se te puede pegar… – hacía el gesto de amenazarle con la mano -. De eso te vales tú, del medio hombre que eres. ¿Quién va a tener el valor de pegarle a una rana, como tú mismo acabas de decir?

– Bueno, pues eso de Coca-Coña vamos a dejarlo. Don Marcial se reía, colocando su chaqueta en el respaldo de la silla.

– Ahí lo tienen ustedes: se pone un mote a sí mismo y después se cabrea si se lo dicen. ¿Has visto cosa igual?

Don Marcial se sentaba enfrente del inválido. Manolo preguntó:

– ¿Ah, pero él mismo se inventó ese mote? ¿Pues cómo fue ocurrírsele?

– ¿No lo sabe? Las cosas de éste. Nada, que un día, fue el verano pasado me parece, a principios, pues se ve el tío, ahí en la General, con el vehículo ese que se gasta para circular por el mundo, junto a otro carrito de esos de Coca-Cola, ¿ saben cuál digo?, que son colorados y con letras grandes… bueno, pues uno de ésos, y en eso están los dos carricoches a la par, pegando el uno con el otro, y va éste y se me pone, a mí y a otro que lo veníamos acompañando, conque nos salta: «Pues si esto es la Coca-Cola, yo entonces lo menos soy la Coca-Coña.» Mire usted, no le digo aquella tarde, la pechada de reír… Y es que él se llama Coca de apellido; la doble coincidencia. ¿Qué le parece?

– Es humor, es humor – asentía Manolo.

– Bueno, pues ahora, de unos días a esta parte, le ha dado porque no se lo llamemos, ya ve usted. Así que ya no sabes, con éste, a qué carta quedar.

– Está ya muy gastado. Me sacáis otro mote o me llamáis por el de pila. Venga, y ahora zumbando a llamar a Carmelo. Arrea. Que se persone aquí en esta mesa, pero inmediatamente. Anda ya, no me seas parado. Lo agarras por una oreja y te lo traes.

Empujaba la mesa contra don Marcial, para obligarlo a que se levantase.

– Que voy hombre, que voy. Ya sabes que aquí estoy para lo que ordenes. Tú manda, y yo te obedeceré.

Se levantó y apuraba la copa y se iba hacia el jardín. Coca-Coña gritaba a sus espaldas:

– ¡Y reclutas a todo el que te encuentres por ahí!

– Sí, pues también está el señor Esnáider, por cierto – dijo Mauricio-. Ése también es muy amigo de echarse una partida. A lo mejor se anima también.

– ¿Ah, sí? ¡Huy, ése! ¡Buen vicioso que es! Me gusta a mí jugar con el señor Esnáider, pues ya lo creo. No hay más que hablar. Ya tenemos partida.

Los niños Ocaña miraban a los rostros de Justina y el carnicero alto.

– ¡Ha ganado ésa! – decía Juanita. Justina se volvió hacia Petrita y se agachaba para darle un beso.

– ¿Y a ti también te gusta este juego, preciosa? ¿Querrías jugarlo tú?

– Tú ganas siempre, ¿verdad? – le decía la niña. Justina le arreglaba el cuello del vestidito y le quitaba una hoja seca de madreselva de entre el pelo.

– No, mi vida – le dijo -; también pierdo, otras veces.

Juanito y Amadeo se peleaban, disputándose los tejos, por el suelo del jardín; restregaban en la enramada sus espaldas desnudas y enrojecidas por el sol. Azufre saltaba en torno, meneando la cola; quería jugar con ellos.

– Juega como los ángeles, la chica – dijo Petra en la mesa. Sergio asentía:

– Primorosamente.

Mauricio había traído las copas y los cafés.

– Un juego que de siempre ha existido, ahí donde lo tienes- comentaba Felipe-. No se pasa de moda.

– Ya. No como el futbolín y estos enredos de hoy en día, que tan pronto hay la fiebre de ellos entre la juventud, como de golpe desaparecen el día menos pensado.

– Y son el perdetiempo más grande y el mal ejemplo de los chicos – dijo Petra-. Pervierten a la infancia.

– ¿Pues no te acuerdas tú, Sergio, de los tiempos aquellos del yoyó, muy poco antes de empezar la guerra? – le decía Felipe a su hermano.

– Sí que me acuerdo, sí.

– Pues cuidado que era aquello también un invento ridículo del todo. Todo el mundo con el dichoso cacharrito y venga de darle para arriba y para abajo de la mañana a la noche.

Sergio dijo:

– Es que la sociedad está desquiciada; se dejan contagiar de la primera cosita que sale, y hala, todos a hacer lo mismo, como grullas.

– Que el público de las ciudades está estragado ya de tanta cosa, y en cuanto surge la más pequeña novedad, allá van todos de cabeza, para luego aburrirse de eso también.

– Ya. ¿Pues sabes tú, ahora que me acuerdo, quién le tenía mucha afición a esto mismo de la rana? – dijo Sergio -. ¿Tú no recuerdas aquel amiguete, un chico rubio, que solía andar conmigo, de soltero, cuando vivíais vosotros todavía en la calle del Águila?

– Sí, sé cual dices. Uno que era también representante de otra cosa; espérate… de colonias o no sé qué.

– Perfumería. El mismo. Natalio se llamaba. Pues jugaba pero una maravilla, el elemento aquél. Decía, yo no lo vi, que había llegado a meter los diez tejos por la boca de la rana. Serían faroles, pudiera; el caso es que él te lo afirmaba y yo lo vi jugar y si los diez no los metía, por lo menos no había quién le echase la pata, desde luego.

– Pues sí, hombre, si yo lo he vuelto a saludar no hace mucho a ese tu Natalio. Verás, me lo he topado últimamente un par de veces lo menos. Pues esta Semana Santa, la última vez, estando vosotros dos en Barcelona.

– Hombre, me gustaría saber su vida ahora y cómo le marcha. ¿Llegaste a hablar con él?

– No; sólo adiós y adiós. Lo único que te puedo decir es que el tío parecía un marqués, de lo pincho que iba.

– ¿Bien vestido?

– Tirándolo. Pero a mí la impresión que me dio, si quieres te diga, es que ése debe de ser de los que pasan hambre en casa, con tal de ir bien vestido por la calle. Nada más verlo, ésa fue la sensación.

– Nada, hombre, que habrá prosperado.

– No, señor, una cosa que se nota en seguida; a la primera se distingue el que va bien puesto porque hay un bienestar y un desahogo, ya me entiendes, del que tiene que hacer verdaderos sacrificios paca poderse vestir mejor de lo que pertenece con arreglo a los ingresos que percibe.

– Vaya, en seguida lo quieres saber todo, tú también – dijo Sergio -. ¿Cómo vas tú a conocer ahora interioridades de la gente con sólo saludarlos por la calle?

– Hombre, ¿ pero no ves que a fuerza de llevar el coche y venga de ver personas todo el día, acaba uno conociendo el paño y con bastante ojo clínico para saberme los puntos que calza cada cual? Figúrate si no voy a saber que ese Natalio tuyo no gana ni la cuarta parte de lo que quiere aparentar.

– Bueno, pues, aunque sea como tú dices, con su cuenta y razón, que lo hará, el pobre hombre. Y no anda descaminado ni muchísimo menos. No te creas que será por presunción ni por el gusto de fardar. Lo que pasa es que sabe que la representación es uno de los requisitos más indispensables para abrirse camino por la vida. Y más en nuestra profesión que no en otra ninguna.

– ¿La representación…?

– Ah, pues que no te quepa duda. Parecerá una tontería, pero tú entras en un sitio cualquiera bien vestido y con buena producción, ¿eh?, un agrado, interesante, una conversación, una cosa, ya me entiendes, y te hacen mil veces más caso, y en el negocio vendes mucho más que no si te presentas desarreglado, ahí de cualquier manera y no vas más que derecho al asunto.

– Pues lo que es eso, tampoco lo veo yo bien, que sea como tú dices. Tendrá que ver una cosa con la otra.

– Pero así es el comercio, Felipe, hoy en día. ¿Qué le vamos a hacer? Ni tú ni yo podemos arreglarlo. Así es que uno no tiene más remedio que ajustarse a la realidad de la vida y someterse a hacer las cosas de la forma que te lo exigen las circunstancias.

– Pero eso no tiene justificación…

– Pero si ya lo sé, Felipe, si estoy de acuerdo contigo; lo sabemos que uno es el mismo y que vales igual con una ropa o con la otra, y conformes en que el género es el mismo también y que si es bueno no lo mejoras con ir bien vestido, ni si es malo tampoco. Pero eso lo decimos tú y yo, aquí sentados, ahora mismo y fumándonos un puro, en una conversación particular. Pero anda y descuídate tú, al andar por ahí, y ya verás como te marchas a pique en tres días. Desengáñate, que la realidad no es más que ésa. La apariencia es lo que manda, hoy por hoy; y quien dice en el comercio, dice en todas las facetas de la vida humana.

– Bueno, ahí ya, no exageremos tampoco; que todavía en muchos sitios vale uno por lo que vale. En el comercio, sea, si tú te empeñas; eso tú lo sabrás mejor que yo. En lo demás, alto ahí; no me vengas ahora. Ya es demasiado querer cortarlo todo por el mismo patrón.