El carnicero bajo estuvo un poco mejor que la otra vez, pero no descabaló demasiado el tanteo.

– Ya viene el tío Paco con la rebaja – dijo Carmelo cuando Justina fue a tirar.

Entretanto, los hijos de Ocaña se habían acercado a mirar la partida.

– ¡ Animo, Justi! – le dijo el Chamarís -. En tus manos está.

Ella se miró en torno; escarbó con la zapatilla en el polvo, para afianzar el pie, y sonriendo se inclinó hacia la rana. El primer tejo le falló, pero el segundo y el tercero se colaron por la boca de bronce. Chamarís apretaba los puños.

– ¡ Hale, valiente! – susurró.

El cuarto tejo rodaba por la tierra; «Te perdiste». Tampoco entraron los dos siguientes. Chamarís meneaba la cabeza. Azufre, mirando a su amo, tenía las orejas erguidas. Después, una tras otra, cuatro ranas limpias, rasantes, colaron hasta el fondo del cajón de madera.

–  Buenas taardes – había dicho, alargando la A. Traía un cestito redondo, colgando del antebrazo.

– ¿Se puede ver la señora? – añadió sonriendo a Mauricio, ceremoniosamente.

Al quitarse el raído flexible de paja, mostró una pelambre blanca y rala, que le subía como un humo vago desde la calva enrojecida. El contenido de la cestita venía arropado con una servilleta.

– Pase usted, Esnáider; en la cocina debe de estar. Ya sabe usted el camino.

El otro hizo una leve reverencia y se dirigió adonde le decían. Lucio sacó la cabeza, hacia la cesta que pasó junto a él, y fingió olfatear:

– Vaya cosas tan ricas que llevará usted ahí. El viejo Schneider se detuvo junto a la puerta y contestó, levantando el antebrazo con su cestita colgante:

– Éste, fruta mejor que yo ha criado huerto mío. Esto obsequio yo lleva a la señora Faustita. Catecismo cristiano dice: «Dar diezmos y primicias a la Iglesia de Dios». Señora Faustita buena como la Iglesia para mi esposa y para mí; por esto que yo traigo a ella.

Soltó una breve carcajada.

– ¿Puede pasaar? – preguntaba desde la puerta, con una nueva sonrisa.

Faustina se volvió junto al fregadero:

– Pase usted, Esnáider; no faltaría más.

Schneider entró con otra reverencia. Tenía el sombrero contra el vientre, cogido con las puntas de los dedos. Puso la cesta sobre el hule. Faustina se secaba las manos. Afuera, en el jardín, sonaban los tejos de la rana contra el bronce y la madera.

– ¿Pero qué trae usted hoy? ¿Qué nueva tontería se le ha ocurrido? Me está usted avengonzando, se lo juro, con tantas atenciones.

Schneider reía.

– Higos – dijo, cargado de satisfacción-. Usted prueba los higos de Schneider.

– Ni nada – cortó Faustina -. No tenía usted que molestarse en esto. Esta vez, desde luego, no se los pienso aceptar. Se ponga como se ponga. Conque hágame usted el favor de recoger esa cesta. ¡Vamos!, ¿es que nos va usted a regalar la casa, ahora? ¿Todo lo que se cría en esos árboles se lo va usted a traer para acá?

– Usted, hace favoor, prueba higos de Schneider. Mi mujer preparado cestita spezialmente para usted.

– No lo conseguirá, se lo aseguro. Schneider volvía a reír:

– Ella pega a mí si yo vuelve para la casa con los higos. ¡Esposa terrible! – reía – Y yo ofendo si usted no prueba los higos de mi huerto.

Pero Faustina cogió la cesta y se la quería colgar del antebrazo:

– Hágame usted el favor de quitar esto de aquí, Esnáider. Va a conseguir que me incomode.

Schneider soltaba siempre la misma carcajada medida. Recibió la cesta en las manos, pero en lugar de colgársela, le levantaba la servilleta y aparecieron los higos, todos iguales y muy bien ordenados en círculos concéntricos. Cogió con dos dedos el que estaba en el medio de todos y se lo ofrecía a Faustina, protocolariamente:

– Usted prueba, Faustita, ese higo suculento que yo tengo mucho gusto de ofrecer a usted.

Hacía un gesto caballeresco, como quien lleva guantes, y movía el higo arriba y abajo, marcando sus palabras.

– Ni Faustita ni nada - dijo ella -. No tenía usted por qué haber hecho esto. Se lo voy a coger porque no crea que es desprecio; pero tiene que ser a condición de que no vuelva a molestarme ya más con regalos ningunos. ¿Entendido?

– Usted come higo y luego dice cómo es.

– No me hace falta probarlo para saber que estará muy riquísimo. De antemano ya lo sé yo que ha de ser cosa buena, puro almíbar, como todo lo que usted cría en ese huerto.

Miraba el higo mientras lo pelaba. Añadió:

– Y además no hay más que verle la cara y cómo da la piel. Lo que no sé es de qué le sirve a usted tener ahí unos árboles tan hermosos y tan bien atendidos como los tiene, si luego va y no hace más que regalar todo lo que recoge.

–  Sirve tener buenos amigos; personas buenas como el señor Mauricio y señora Faustita. Esto vale mucho más que frutas, que árboles, que huerto, que todo juntamente.

Y volvía a reír. Luego Faustita se llevaba el higo a la boca y él la miraba en suspenso.

– ¡Cuidado que es atento este señor! – decía Lucio, señalando con la sien al pasillo.

– No me hables. La ha cogido con la perra de estarnos agradecido, desde aquello del pleito de la casa, y se presenta aquí con un regalito cada lunes y cada martes.

– Pues ¡vaya con el hombre!

– Gente que son así. Por lo que sea. La educación que les hayan dado en su país. Qué sé yo. Que se creen obligados a estarte eternamente agradecidos, por una nada que uno se ha molestado en su favor. Bien buena gente que son, pobrecillos, lo mismo él que la mujer. Después de la canallada que les hicieron con la única hija que tenían, que era como para estar amargados ya para siempre y aborrecer a una nación entera.

– Algo he oído. ¿Qué fue concretamente?

– Un crimen que no se puede ni contar. Un sinvergüenza de Madrid que se fue con ella y le administró un abortivo y la mató. Algo horroroso. Con una hija única, ya ves.

– Me doy cuenta.

– Toma, pues igual que si se lo hicieran a mi Justi, Dios me libre. De lo que es eso, tan sólo puede darse cuenta el que tenga una hija, y tenga sólo ésa, como él y como yo. ¿No me comprendes? Por eso yo me hago la idea y me percato muy bien de lo que tiene que haber sufrido este pobre alemán. Y la resignación que se precisa para llevarlo como lo llevan los dos.

Lucio miró hacia el suelo y asentía. Hubo un silencio. Mauricio habló de nuevo:

– Ahora, eso sí, tiene un huerto que es un auténtico capricho. El tío debe de saber un rato largo de injertos y esas cosas. Bueno, tú ya lo has visto; si pasas en este tiempo, los árboles que tienen. Todos tan cuidaditos, todos con su papel untado de liga, para que no le suban las hormiguillas a comérsele la fruta, ¿eh?

–  Desde luego madruga el tío más que nadie. Por muy temprano que pases, te lo ves allí siempre, a vueltas con la fruta. Así ya puede estar aquello en condiciones. Eso, las plantas lo agradecen, el que uno se moleste por ellas. La gente esta, los alemanes quiero decir, tienen que ser muy trabajadores, todos ellos. Ya ves tú, con sesenta y cinco o cerca de setenta que debe de tener el hombre éste. Por eso se explica uno el que Alemania haya sido lo que ha sido y esté volviéndolo a ser en el momento que le han dejado las manos un poco sueltas.

– Ya; ¡parecido a nosotros…!

– Desde luego; por la otra punta. Ejemplo debíamos de tomar en muchas cosas; sin que se quieran poner comparaciones. En eso mismo que tú dices, ya ves, del agradecimiento.. – Que nada, que son otras costumbres, no hay que darle vueltas; que es otra educación muy distinta la que tienen. Y la perseverancia para todo. Aquí todo lo hacemos por las buenas, a tenor del capricho momentáneo. Y mañana ya estamos cansados.

– Claro, es un tesón y una constancia que aquí no lo hay. Hay otras cualidades, tampoco vas a negar; pero de eso de un día y otro y pun pun y dale que te pego… de eso nada, fíjate, ni noción. Aquí no hay nada de eso; la ventolera y listo el bote.

– Bueno, y lo mismo que son para el trabajo, pues igual las amistades. La misma cosa tienen. Ya ves tú, que aquí hasta ridículo parece, este hombre que te viene con ofrendas y con regalos todos los días, y eso sólo porque nosotros declaramos a favor en el pleito que tuvo; como era de razón además y sin faltar a la justicia de los hechos para un lado ni para otro, no te vayas a creer, cuando querían quitarle la casa. Que el mejor día se va a pensar la gente por ahí que nos tiene comprados o poco menos.

– Di que eso no es más que el hombre, pues que se debió de creer, como es lógico, que porque está en un país extranjero, iba a tener a todo el mundo en contra suya y a favor de la parte del que es oriundo de aquí. Y al ver que no, que había quien a pesar de todo sacaba la cara por él, pues se ha visto movido al agradecimiento; y es natural que pase así.

– Pero tú no te vayas a creer que yo tenía de antes amistad ninguna con él. Lo conocía, eso sí, de verlo para acá y para allá, que ya son unos cuantos años los que lleva en San Fernando. Pero los buenos días por la mañana y sanseacabó. Otro conocimiento no teníamos. Así que cuando tuve que declarar, lo hice por simple justicia, no creas que por amistad. Lucio miró al ventero fijamente; le dijo:

– Pero tú ya sabías lo de la hija, cuando aquello del pleito. ¿A que ya te lo habían contado?

– ¿Qué? Sí, hombre; si eso hace ya lo menos ocho años que pasó. ¿Por qué sacas eso ahora?

– Por nada. Porque sería lo que acabase de ponerte decididamente del lado del Esnáider, pese a que no te dieras cuenta; según te he oído que hablabas hace un momento.

Mauricio se cogía con los dedos el labio inferior. Reflexionaba; luego dijo:

– ¿Eso es lo que tú piensas? Pues ni siquiera me acordé. Miraba hacia la puerta y añadió:

– Pero tampoco quiero asegurarte una cosa ni la contraria. Vete tú a saber. Cualquiera sabe por qué hacemos las cosas.

Lucio habló lentamente:

– Yo jamás he creído en eso de obrar las personas con arreglo a la mera justicia. Al fin y al cabo no hay más justicia que la que uno lleva dentro – se señalaba el pecho con el índice-; y hasta los que proceden desinteresadamente, date cuenta, hasta ésos, tienen siempre, aunque parezca difícil, algún motivo escondido, de la clase que sea, para inclinarse a obrar de una manera, mejor que de la otra. Mauricio lo miraba; contestó:

– Pero eso sí que no lo podemos saber, ni tú ni yo ni nadie.

– Pues más a mi favor, entonces.