– Mira, Tito; no las píes, ahora. Lo primero eso. ¿Eh, Luci?, como se ponga burro lo expulsamos, ¿qué te parece? Lucita los miró a ambos a la cara; dijo:

– Pues yo creo que estamos muy a gusto aquí los tres… Podemos pasárnoslo soberbio.

Sostenía los ojos en el rostro de Tito, como esperando verlo animarse, y añadía:

– Tito, levanta esa cara, Tito.

– Que no se diga, hombre; ¿no estás oyendo cómo te lo dicen? Que no tengamos que repetírselo otra vez.

– Pero que sí, chico. Si a mí no me pasa nada. ¿Qué estáis ahora tan pendientes de mí? Si yo me encuentro estupendamente.

– Pues a ver si es verdad – dijo Daniel -. Aquí piantes no los queremos, ya lo sabes. Después se volvió a Lucita:

– Vamos a ver, Lucita, ¿cómo andamos de vino? Eso en primer lugar.

Luci echo una mirada en torno suyo y luego respondía:

– Ese poquito y otras dos enteras – agitaba en el aire la botella casi vacía, sacudiendo el fondillo de vino que quedaba.

– ¡Somos ricos! – dijo Daniel -; ¡millonarios casi! Con eso se puede llegar bastante lejos. Bastante lejos. Trae.

– Sí, ya veremos a ver – dijo Tito. Daniel había cogido la botella, y después de quitarle el corcho, se la ofrecía a Lucita:

– ¡Bebe!

– Tú primero.

– No, tú. Inaugura la tarde.

Lucita pegó los labios á la botella, y Daniel la tocaba en el brazo:

– Eh, niña, pero sin chupar.

–  No lo sé hacer de otra manera. Se me cae… Al terminar, limpiaba con los dedos una mancha de colorete en el borde del vidrio y le pasaba la botella a Daniel:

– Toma, aprensivo; que estoy T. P.

– Los beneficios del campo – dijo Ocaña -; ahí lo tienes. Del gallinero a la sartén. Su mujer asentía:

– Así es como te salen bien las cosas.

– Pues claro. Sin tantos intermediarios, que no hacen más que liar el asunto y encarecerlo todo, sin reportarte provecho alguno.

– Que para cuando llega a tus manos un huevo – continuaba Petra -, las dos terceras partes de la substancia se las ha ido dejando por el camino.

– Bueno, está bien – protestó sonriendo el cuñado -, está bien; así que los demás, los pobrecillos que tenemos que vivir del cambalache, no tenemos derecho a la vida, ¿no es eso?

– Ésa es la cosa. Vosotros, vosotros sois los que infestáis los precios; la madre de todos los arrechuchos que nos cogemos las infelices mujeres que tenemos la condena de bajar a la plaza todos los días del año. Vosotros.

– Pero una esquinita siquiera, mujer. Deja que todos vivamos.

– Sí, bien dejados estáis. ¿Ya qué vamos a hacerle? En viendo esto de aquí es como únicamente se percata una, y lo echa de menos.

– Si llevas razón, mujer – admitía el cuñado -, si nadie te quita la razón. Lo que pasa. Si yo lo reconozco. Esto es hermoso. Ya lo creo que a cualquiera le hace avío una gallina ponedora, según y conforme se ha puesto el artículo huevos hoy en día. Vale tanto dinero como pesa.

– Ah, ¿ves? En vez de criar canarios – intervenía su mujer-, más valía que tuvieras en casa nuestra nueve o diez aves de corral.

Decía unas uves muy marcadas.

– ¡En casa! ¿Encima del armario? ¡Qué entenderás tú de lo difícil y lo costoso que es tener gallinas y que te pongan!

– Bien, si es por esto que lo dices, las jaulas bien de trabajo que te dedican… ¿Y nos dan algo estos pájaros tan monos? ¿Qué cosa nos dan estos canarios?

– Cantar.

Petra distribuía los pasteles a sus hijos, por orden de edad, de menor a mayor. La pequeñita había cogido el suyo y ahora miraba a los que recibían sus hermanos.

– ¿A ver? – le decía Juanito-. Te lo cambio.

– No quiero – denegaba la niña sacudiendo la melena y se apartaba celosamente, con su pastel entre las manos. Luego tardó mucho tiempo en empezárselo a comer.

– Gusta tener animalitos en casa – decía Felipe -. De la clase que sean. Dan buena compañía y siempre son una cosa que uno se encariña y se entretiene con ellos.

– Sí, pues lo que es nosotros – dijo Petra -, con estos cuatro, no sé yo para qué íbamos a querer más. Creo que entretenimiento tenemos ya para regalarle un par de sacos a todo el que lo desee. Es lo que estaba haciendo falta, ¿sabes?

– Ah, mira; esto no quiere decir nada. Tengo una amiga casada en Barcelona, la cual tiene tres hijos, y no obstante le gusta tener gatos, y tiene cinco en la casa.

– Pues qué asquito. ¡Y cinco nada más!

– Bien; es el punto de vista de cada cual. Mira, si tú no los amas, harías mal en tenerlos, esto sí.

– ¡Toma, y tan mal!-dijo Petra-. ¡Virgen Santísima, con lo que huelen! Y que no das abasto a limpiar, que corren ellos más con lo que empuercan que tú con lo que recoges; un calvario, detrás de ellos de la mañana a la noche, con la bayeta y el cogedor. ¡Quíiitate para allá!, ¡dejarme a mí de bichos! ¡Gatos ni perros ni pelo de esas trazas! ¿A qué tó?

La cuñada de Ocaña prorrumpió en carcajadas:

– ¡Petra, perdona, me haces reír, ¿eh?!No has de tomarlo a mal. ¡Me haces reír con estas cosas tan humorísticas que dices! – golpeaba riendo el brazo de Petra-. ¡Ah, tú siempre tan divertida y original!

Petra la había mirado recelosa, a lo primero, pero ahora rompía también a reír y se miraba, uniendo sus risas, y ya no las sabían desenredar.

– Como tontas estáis – dijo el marido de la catalana-. ¡A perder!

Nadie más se reía en la mesa, y todos estaban pendientes de ellas dos.

– ¿De qué se ríen, papá? – preguntaba Petrita excitada; le tiraba a su padre de la manga, para que hiciese caso -. Dilo, ¿de qué se ríen?

– De nada, hija mía, de nada – contestaba Felipe con un tono festivo -; tu madre, que está un poco chaveta.

– ¡Ay, Señor… qué malita me pongo…! – decía Petra, agotada por la risa-. ¡Yo me quería morir…!

– Menos mal que tenéis buen humor. ¡ Eso es sano!

– ¡Oh, ésta es célebre, ¿sabes?! – exclamaba la cuñada -. ¡Es célebre!

Se apaciguaron las risas. Los niños miraban a las caras de los mayores, sin saber qué decir.

Felipe le dijo a su hermano:

– Sergio, ¿qué te parece el purito, ahora? ¿Le damos ya de arder?

– Équili, vamos allá – le contestaba el otro, haciendo un gesto con los brazos, como el que se dispone para una faena importante.

Se sacudió las migas del regazo. Felipe le entregó un farias:

– Toma. Salen buenillos, éstos, ya lo verás.

Felipe Ocaña se pasaba el puro por la nariz y se tocaba los pantalones y la chaqueta, colgada en el respaldo, esperando que las cerillas sonasen en alguna parte.

– El fuego corre de mi cuenta – dijo su hermano.

– ¿Papá, te gusta mucho fumarte ese puro? – preguntaba Petrita.

– Sí, hija mía, como a ti el pastelito que te acabas de zampar.

– ¿A ti también te gusta, tio?

Sergio estaba encendiendo; la mujer respondía por él:

– A tu tío, veréis que siempre le gusta todo aquello que le hace más mal.

Sergio le echó una mirada, levantando los ojos del puro y la cerilla; luego aspiró profundamente y Petrita seguía con los ojos la trayectoria y la cometa de humo de la cerilla, que cayó apagada en la tierra del jardín.

– ¿Cómo vamos con ese estomaguete? – preguntaba Felipe.

– Como las propias.

– Si lo bueno no hace nunca daño, desengáñate, Niñeta. A tu marido no le va a pasar nada por estos pequeños excesos de hoy. La buena vida no le sienta mal a nadie. De eso no he oído yo que ninguno se haya muerto.

– Esto que dices no es exacto, Felipe. Hay la comida sana y la comida indigestante. Sergio está siempre con el estómago medio malo. Pero mira, yo lo voy a dejar, ¿eh?; él ya lo sabe, y allá él…

Juanito se levantaba de la silla.

– Eh, niño, ¿adonde vas tú? – le dijo Petra. Juanito volvió a sentarse, sin decir nada. Amadeo preguntó:

– ¿Podemos irnos a la coneja, mamá?

– ¿Habéis terminado? A ver qué caras… Los tres niños ponían automáticamente cara de buenos, bajo los ojos de la madre.

– Bueno. Pero muchísimo cuidado con moverse dé donde habéis dicho. Que yo os vea, ¿eh? Y a ser formalitos una vez. Andar.

Se levantaron de un salto y corrían hacia el gallinero.

– ¿No quieres ir tú con ellos, Felisita? Felisa se sonrojó.

– No me interesa – dijo reticente.

Se oyeron los llantos de Petrita que se había caído de plano en el medio del jardín. Lloraba con la boca contra el suelo, sin levantarse. Sergio fue a incorporarse para acudir a recogerla, pero la madre lo detuvo:

– Déjala, Sergio. No vayas. ¡Oye, niña, levántate ahora mismo, si no quieres que vaya a hacerlo yo! Petrita redoblaba su llanto.

– ¡Todavía estoy viendo que te ganas un azote! ¿Qué te he dicho?

–  A lo mejor se ha hecho daño de verdad – insinuaba el cuñado.

– ¡Qué!, si a ésta la conozco yo como si la hubiera parido. Bueno, y además la he parido, mira tú. Tiene más mañas que periquete, lo que tiene.

Petrita se había levantado y seguía llorando contra la tapia y la enramada. Amadeo se acercaba a ella y la tiraba de un brazo para despegarla de allí, pero la niña se resistía, obstinada en llorar entre las hojas de vid americana.

– ¿No querías ver la coneja, hermani? – le decía Amadeo-. Ahivá qué llorona…

Felisita, sentada junto a su madre, tenía los brazos cruzados sobre el pecho, unos ojos caídos, inmóviles, que no miraban a ninguna parte; enigmática, ausente, como en una actitud de extrema soledad. Felipe le daba al farias una gran bocanada:

– ¿Qué tal?

Su hermano, con el humo en la boca, asentía. Niñeta lo miró. Sergio contemplaba la ceniza en la punta del puro; tenía el sobaco derecho en el pirulo de la silla, con el brazo colgando hacia atrás. Sus dedos distraídos jugueteaban con las hojitas de la madreselva. Petra sacó un suspiro, «¡Ay, Señor…!» y el busto exuberante se levantaba en el suspiro y se volvía a desinflar. Miró a sus hijos. Petrita, ya consolada, había ido a reunirse con sus hermanos. Se apretaban los tres contra la tela metálica, de espaldas al resto del mundo. La Gran Coneja Blanca mordisqueaba una hoja de lechuga con sus cortantes incisivos, y después levantaba la cara y miraba a los niños, masticando, moviendo muy de prisa la naricilla y el bigote y los blancos y redondos carrillos de pelo. Juanito dijo:

– Ella come primero que nadie. ¡Ay si se acerca una gallina! Le da un mordisco en la cresta y le hace sangre.