– «¡Tiene treinta años – se llama Adelaida…!»

– ¡ Fuera! Ya vale, hombre, Sebastián, por favor…

– Nos íbamos a Torrejón y armábamos el cisco padre. Con lo bien que podíamos…

– La que se marcha soy yo, como sigáis en ese plan. Te lo digo.

– No te incomodes, Mely; no le hagas caso a ese tío perturbado.

– Si es que es verdad, hombre… Le dan venadas.

– ¿No te das cuenta que aburres a la gente? – le reñía Paulina a Sebastián -. ¿No lo ves? ¿O te gusta dar la lata?

– Esto está muerto. Hay que animarlo de alguna manera.

– Sí, pero no de ésa. Aburrirnos a todas es lo que vas a conseguir.

– A mí ya me tiene – dijo Mely -. Más que una mona.

– Tú sólo quieres que se haga lo que a ti te apetece.

– No señor; yo no quiero que nadie haga nada. Lo único que digo es que a Torrejón yo no voy, vamos. Cada uno es libre.

– Ah, muchas gracias por la aclaración.

– Qué antipático eres, hijo mío.

– Así lo que no hacemos es nada. Lo que yo propongo…

– ¿Dónde tenéis el vino? – interrumpía Fernando -. Lo primero, aclararse la voz.

–  Voy a ponerlo en marcha…

– Tú, Tito, ¿qué es lo que ibas a decir? – preguntaba Miguel.

– No, nada.

Volvió a tenderse de nuevo. Santos había cogido la botella; dijo:

– ¿Quién quiere del frasco?

– Yo mismo. Echa.

Fernando dio una palmada e hizo el gesto de que el otro le lanzase la botella, de un extremo a otro del corro. La blocó contra el pecho, imitando una parada con el balón. Algunas gotas de vino le saltaron al pecho desnudo:

– Qué porterazo, ¿eh?

– No juguéis con las cosas serias.

Fernando se echaba el vino a la garganta, con un reflejo de sol en el cristal y en los brazos alzados. Sonaba el vino en su boca.

– ¡ Tú, que mañana es lunes! – le apresuraba Miguel. Fernando bajó la botella y jadeó:

– ¡ Está fenómeno! Toma.

– ¿Tú no bebes, Alberto? – dijo Miguel.

– Bebe tú, hombre, ya que lo tienes en la mano. Qué más dará.

– No seas tan fino, chico, que está feo.

Luci estaba sentada entre Tito y Daniel, en silencio; tenía todo el cuerpo recogido sobre sí, abrazándose las piernas con ambos brazos, y el mentón apoyado en las rodillas. Se mecía levemente a un lado y a otro. Miguel bebió.

– ¿Tienen ustedes la bondad de un fósforo? – decía un hombre que se había acercado.

Tenía una camiseta azul oscuro; enseñaba un pitillo.

– ¿Cómo no?

Mientras Miguel buscaba las cerillas, el otro miraba mucho a las muchachas, recorriéndolas una por una.

– ¡Qué tío más cara!-dijo Alicia, cuando el hombre se hubo marchado -. Los hay que no se recatan para mirar.

– ¿Qué ha hecho?

– Pues mirarnos a todas de arriba abajo, el tío, pero sin el menor disimulo.

–  Eso no duele – dijo Fernando. Mely le replicó:

– Pero molesta.

– Anda, no seáis comediantas; que bien que os gusta que os miren.

– ¡Uh!, ¡nos chifla!, no te digo más. Engordamos con ello. ¡Cuidado las pretensiones!

– Que sí, mujer, que bueno.

Mely hizo un gesto de impaciencia y miró aguas arriba, más allá de la sombra de los árboles. Había unos mulos en el arenal, al pie del puente. Un hombrecillo de ropas oscuras había bajado con ellos a la aguada y esperaba allí al sol, mientras los mulos bebían. El que acabó primero se tiraba en la tierra, hostigado de moscas; se revolcaba violentamente, sobre el espinazo, agitando las patas hacia el aire y restregando contra el suelo los escozos de sus llagas, en una gran polvareda. Sebastián había vuelto a tenderse. Ahora él y Paulina se estaban aparte, de espaldas a los otros. Daniel pegó un respingo cuando Lucita le tocó en el brazo con el vidrio mojado de la botella:

– ¡¿Qué?!

– ¡Te has asustado! ¿Qué te parecía?

– No sé, una bicha; una boa, lo menos… Lucita se reía; le enseñó la botella:

– Bueno, hombre. ¿Quieres?

– Trae, ¡qué remedio! Y cómo te diviertes tú.

Carmen estaba sentada contra un tronco, y Santos tenía la cabeza apoyada en su pecho. Ella le respiraba contra el pelo y le peinaba las sienes con las uñas:

– Ya tienes que cortarte el pelo, mi vida. Le tiraba de los mechones para afuera, como para que él se los viese, lo largos que estaban.

– Yo quiero darme un paseo – dijo Mely -. ¿Me acompañas, Fernando?

– Por mí, encantado.

– Pues hala, entonces. ¿Os venís? – añadía, volviéndose hacia Alicia y Miguel.

– Hija, hace mucho calor. ¿Adonde vais a estas horas?

– Adonde sea. Y no estoy más aquí, no puedo. No puedo con este plan de no hacer nada, te digo la verdad. ¿Os importa?

– Por Dios, mujer. Dar un paseo, si tenéis ganas – dijo Alicia-. Pero volvéis aquí, ¿no es eso?

– Sí, claro; si no es más que dar un garbeíto. Fernando y Mely se habían puesto de pie.

– ¿Según estamos? – preguntó Fernando. Amelia se pasaba las manos por el cuerpo, para quitarse el polvo, y se ajustaba el bañador:

– ¿Cómo dices? – miró a Fernando -. Ah, no; yo me voy a poner los pantalones y las alpargatas. Tú, vente como quieras. Pásame eso, Ali, haz el favor.

– Me vestiré yo también, entonces. Aún pega el sol lo suyo, para andar con la espalda descubierta.

Lucita miraba a Mely que se ponía los pantalones por encima del traje de baño. Llegó el fragor de un mercancías que atravesaba el puente. Paulina miraba los vagones de carga, color sangre seca, que saliendo uno a uno del puente, se perfilaban al sol, sobre los llanos, en lo alto del talud.

– ¿Ya estás contando los vagones? – le decía Sebastián.

– Qué va. Allí, aquel monte, es lo que miraba.

Señaló al fondo: blanco y oscuro, en aquel aire ofuscado de canícula, el Cerro del Viso, de Alcalá de Henares. Hacia él corría ahora el mercancías, ya todo salido del puente, y se perdía, por el llano adelante; resuello y tableteo. Mely se ataba las alpargatas; Alicia le decía:

– Procurar volver antes de las siete, para que nos subamos todos juntos.

– Pierde cuidado. ¿Os bañáis otra vez, vosotros?

– Pues no creo. ¿Eh, Miguel?

– Difícil.

– Casi mejor; que luego hay que juntarse con los otros, y todo. ¿La blusa no te la pones?

– No. Por arriba, con el traje de baño va que chuta. Volvía Fernando, ya vestido, de los zarzales.

– Tú, cuando quieras – le dijo a Mely, que se estaba observando la cara en un espejito.

– ¿Ya estás? – preguntó- ella, ladeando la polvera, para ver a Fernando en el espejo.

Fernando sonrió:

– ¡Qué cosas aprendéis en las películas!

– ¿El qué?

– El detallito ese de hablarle a uno por medio del espejo. Se lo habrás aprendido a Hedy Lámar.

– ¡Hijo, no sé por qué! ¡Todo lo que haga una tiene que ser sacado de alguien! ¡Pues yo no tengo necesidad de copiarle nada a nadie, ya lo sabes!

– Ya está, ya se picó, ¿no lo ves? – dijo Fernando -. Vamos, Mely, que no quería molestar. Ya sabemos que tú tal como eres de por tuyo, te bastas y te sobras. Si estamos de acuerdo.

Mely se puso las gafas:

– Pues por eso. Y se agradece la rectificación. Vamonos cuando quieras.

Fernando sonreía y le ofreció el brazo, con un gesto caballeroso, guiñando. Mely se cogió a él y anduvieron un par de metros, siguiendo la pantomima. Luego Mely volvió la cabeza riendo hacia Alicia y Miguel y preguntaba:

– ¿Qué tal?

Miguel también se reía:

– Muy bien, hija; lo hacéis divinamente. Os podían contratar para el teatro. Andar y no tardéis.

– Pues hasta luego – dijo Mely -. Y ahora suéltame, rico, que hace mucho calor.

Se alejaban. Daniel, desde atrás, miró los hombros tostados de Mely, la espalda descubierta en el arco del traje de baño. Fernando le llevaba muy poca estatura. Ella se había metido las manos en los bolsillos de los pantalones. Iban hablando los dos.

Luego Santos se acercaba a cuatro patas hacia Alicia y Miguel:

– La voy a mangar a ésa un cigarrito de los que tiene – les decía.

– Sí, tú ándate con bromas – dijo Alicia -; se entera ella que le andan en la bolsa y le sabe a cuerno. Tú verás lo que haces.

– No se enterará. ¿Quieres tú otro, Miguel?

– ¡Qué fino, míralo! Encima quiere enredar a los demás.

–  No, no, chico, a mí no me metas en líos, muchas gracias.

Santos sacó el pitillo de la bolsa y regresaba junto a Carmen.

Ahora venía un olor acre, de humo ligero, como de alguien que estuviese quemando las hojas y fusca en las proximidades. El humo no se veía; sólo sentían el olor.

– ¿Y a ti quién te manda quitarle cigarrillos a ésa? – dijo Carmen -, sabiendo cómo es. Se da ella cuenta, y ¡para qué queremos más! No veas la que te arma, si se entera.

– Mujer, si no lo echa de menos. No va a tenerlos contados.

– Capaz sería.

– Vamos, ahora tampoco hay que exagerar. Tú ya es que la tienes cogida con la pobre chica. ¿Cómo comprendes que va a ponerse a contar los cigarrillos? Eso ya es mala fe, pensar semejante cosa. ¿No será que ahora te entran celos de la Mely, también?

Ella cogía la cabeza de Santos por las sienes y se la sacudía a un lado y a otro, le murmuraba contra el pelo:

– Siempre piensas que tengo celos de todo el mundo; ¿pues y quién te has creído tú que eres?, bobo.

Le rozaba la sien con los labios y le echaba el aliento por detrás de la oreja. Se oían largos silbidos en el río. Miguel y Alicia se habían levantado y se trasladaron junto a Paulina y Sebastián.

– ¿No os molesta que nos vengamos aquí junto a vosotros? Es que allí en nuestro sitio pega ya el sol. No estorbamos, ¿verdad?

– Pero hombre, de ninguna manera. Todo lo contrario. Se os agradece la visita – les dijo Sebastián levantando un momento la cabeza.

Ellos se acomodaron. Daniel había mirado hacia las tres parejas y se volvió hacia Tito y Lucita:

– Chicos, aquí hay que divertirse – les decía -. Se va la tarde como agua, y hay que enredar un poco. No tenemos más alternativa, hijos míos, está bien visto. Conque venga ese vino, ya le estáis dando para acá.

Alberto lo miraba con desgana; le pasó la botella.

–  Di tú que sí, Daniel – dijo Lucita -; animación es lo que hace falta.

– ¿Y qué clase de trío es el que vamos a formar ahora? Digo si no seremos el trío de los colistas de liga, con descenso automático a segunda división. No sé qué otro iba a ser.