– ¡Mentira; que no hace eso! – protestaba Petrita. Ahora decía Felipe Ocaña:

– Debíamos ya de ir pidiendo las copas y el café, ahora que estamos con los cigarros. Los gustos conviene todos juntos.

– ¿Habrá terminado ya tu amigo de comer?

Felipe miró hacia la casa, a la ventana de la cocina. Ya no estaban Mauricio ni Justi y se veía tan sólo a la mujer que comía de pie, con el plato sopero en la izquierda y se apartaba con la derecha el pelo de la frente, sin soltar la cuchara.

– En la cocina no lo veo.

Faustina le había visto mirar; se asomó a la ventana:

– ¿Buscaban a mi marido? – preguntó en voz alta -. Ahora mismo lo llamo.

–  No lo moleste, no lo moleste. En cuanto buenamente pueda.

Pero ella ya había desaparecido hacia el interior.

– Pues la suerte que me traigo otro puro. Así podré ofrecérselo. Sé que le gustan.

– Yo ya les tengo aquí estos tres pasteles apartados – dijo Petra -. Siquiera que sea por lo menos cumplir con el detalle, ¡qué vamos a hacer!

Luego Mauricio apareció en la puerta:

– ¿Sentó bien la comida?

– Muchas gracias, Mauricio – contestaba Petra -. ¿Cómo no iba a sentar bien, aquí con este sitio tan estupendísimo y esta sombra tan buena que tienen ustedes aquí preparada?

– La gana de comer que traerían ustedes del bañito que se han dado. Eso es lo que habrá sido, más bien.

– Calle, que se está aquí maravillosamente. Mire, Mauricio, le hemos reservado unos pastelitos para ustedes. Cójalos.

Le ofrecía la caja de cartón.

– ¿Y para qué se molestan? Se van a privar los chicos de comer pasteles, que le sacan el doble de gusto a estas cosas, que podamos sacarle nosotros…

– Ustedes háganme el favor de cogerlos y por los chicos ni media palabra, que ellos con más de uno luego vienen los dolores de tripa y las diarreas y no tengo ganas yo de cuentos. Además, tengo yo el gusto de invitarlos a ustedes, siquiera esta cosilla insignificante, y usted los coge y se ha terminado. Si no los toman, asimismo se van a volver a Madrid, según están; así es que no tiene objeto el andarse con remilgos.

– Vaya, porque no se figuren que es desprecio…

Cogió la caja de cartón que Petra le tendía a través de la mesa, y en cuyo fondo campeaban los tres pasteles pegotosos; se dirigió hacia la ventana de la cocina y le dejó a Faustina la caja en el umbral. La mujer se asomaba y le gritó a Felipe:

– ¡Muchas gracias!

Petra le contestó, sonriendo, con un gesto de la mano. Ya volvía Mauricio hacia la mesa, comiéndose su pastel.

– Éstos sí que son dulces finos – asentía-. Por aquí, de esto, nada. No saben, no tienen ni idea de lo que es. Aquí solamente cositas ordinarias y mazacotes de harina, que se te plantan aquí – se señaló al estómago -. De cosa así de repostería más fina, de eso nada, ni lo conocen.

– Ay, pues tampoco estoy yo con eso – dijo Petra -. En los pueblos también tienen ustedes sus cosas. Lo típico de cada sitio, vaya. Bien buenas golosinas que se hacen, cada una en su especialidad, pues ya lo creo. Está por lo pronto la mantecada de Astorga; están los mazapanes de Toledo y las tortas de Alcázar de San Juan… – iba contando con los dedos y hablaba como atribuyéndole a Mauricio, por ser de pueblo, lo de todos los pueblos de España -. La mantequilla de Soria y el turrón de Cádiz, y mil especialidades a cual más rica, no diga usted.

– Ya, ya lo conozco yo todo eso. Pero por esta parte no tenemos más que la almendra garrapiñada, en Alcalá de Henares.

– ¡Claro, por Dios! ¡Las almendras! ¡Anda y que no son famosas!, ya lo creo. Ésas tiene Usía. Las almendras de Alcalá. Una cosa típica cien por cien.

– Y el bizcocho borracho de Guadalajara – añadía Felipe.

– Eso ya pilla más lejos – le contestó Mauricio -. Es Alcarria.

Dijo Alcarria excluyendo con la mano, como si la quisiese apartar.

– Nosaltres tenemos la butifarra y los embutidos de Vic.

– Sí, pero habla castellano, Nineta – la reprendía su marido-. Di «nosotros», como Dios manda. Estás en Castilla, ¿no?, pues habla el castellano.

– Perdona, hombre, perdona. Me escapó. Es igual.

Felipe aspiraba el puro y se reía. Luego sacó el tercer farias:

– Toma, Mauricio. Éste lo traje para ti.

– Ah, mira, éste ya te lo cojo sin cumplidos, lo siento – dijo Mauricio, doblando a un lado la cabeza-. Me gusta mucho el puro. Gracias, amigo.

– No hay de qué. Oye, ¿puedes traernos un poco de café y unas copitas?

Mauricio palpaba el puro; levantó la cabeza:

– Pues verás, el café no es muy bueno. No te lo garantizo.

– Qué más da. Tú no te preocupes. No somos escogidos. Basta que sea una cosa negra.

– Ah, eso, tú verás. Yo cumplo con desengañarte de antemano.

– Tráelo, tráelo. No será peor que en muchos bares de Madrid, donde te dicen que si un especial y te clavan tres pesetas por un zumo de sotanas de canónigo.

– Bueno. Las copas, ¿de quién van a ser? Felipe se volvió hacia los suyos; alzó las cejas en gesto interrogante,

– Yo, coñac – dijo Niñeta. Su marido:

– Iden.

– Servidora, anís dulce.

– Entonces, tres de coñac y una de anís – resumía Felipe.

– De acuerdo. Y cuatro cafés. Ahora mismo vengo con todo – se marchaba.

Entrando hacia el pasillo se tropezó con Justina, que venía con Carmelo y el Chamarís y los dos carniceros. Se ceñía a la pared cediéndoles el paso.

– ¡Nos vamos a echar una rana con tu hija! – le decía a voces el carnicero Claudio-. ¿La dejas? Mauricio se encogía de hombros:

– Por mí.

Ya entraba en la taberna y añadía, dirigiéndose a Lucio:

– Como si quieren jugar a las tabas. ¡Bastante tengo yo que ver…!

Justi se había detenido junto a la cocina:

–  Voy a coger los tejos.

Y los tejos estaban en el cajón de una mesa de pino, entre los cuchillos y los tenedores y el abrelatas.

– Carmelo se queda fuera – decía el Chamarís, y se volvió hacia la mesa de los Ocañas:

– Que siente bien. Buenas tardes.

– Gracias; buenas tengan ustedes.

– Yo miro y me gusta igual – dijo Carmelo. Ya volvía Justina: – Vamos a ver quién sale.

– Tú misma – dijo Claudio

– Pues no faltaría más. Las señoritas primero.

– ¡Qué listo! – le contestaba ella -. Pues vaya con las ventajas que da usted.

– Ah, nada. Pues si quieres salimos nosotros, ¿qué más tiene?

Justina le pasó los tejos. El Chamarís contaba cinco pasos desde el cajón de la rana, y trazaba una raya en el polvo con la puntera del zapato. Claudio se colocó junto a la raya, con el torso inclinado hacia delante, y ya se disponía a tirar, pero se detuvo, diciendo:

– Aguarda, que voy a apartar estas bicicletas que me estorban el tino.

– ¡Qué cuento tiene!

Carmelo ayudó a retirar las bicicletas. El Chamarís le decía a Justina:

– Mira: yo tiro delante, ¿sabes?, que soy el más flojito de los dos. Así te quedas tú la última, como punto fuerte de la partida, y afinas lo que haga falta para superarlos, ¿te parece? – le guiñaba el ojo.

Justina dijo:

– De acuerdo.

– ¿Ya os estáis conchabando?

– Pues sí – respondía Justina.

Carmelo y el otro habían quitado de en medio las bicicletas.

– Venga, el Carniceros F. C. sale al campo. Claudio, junto a la raya, echaba el pie izquierdo hacia atrás y se inclinaba mucho con el torso adelante. Balanceó varias veces el brazo, con el tejo en los dedos, describiendo en el aire unos arcos, que le iban de la rodilla a la frente, con cuidadosa precisión. Luego salió el primer tejo; saltó contra el labio de la rana, hacia el polvo. Y seguidos, los otros nueve, fueron chocando y saltando en el hierro o la madera, metiéndose en los triunfos. El séptimo fue rana, y el noveno, molinillo. En el suelo había dos.

– Mal empezamos – le dijo el otro carnicero.

– Es la primera, hombre; hasta que coja el pulso. Ya me calentaré.

El Chamarís contó los puntos y recogió las placas.

– Tres mil cuatrocientos cincuenta habéis hecho. Ahora voy yo.

– A ver cómo te portas – recomendó Justina.

– Va por ti – dijo el otro levantando la mano.

Éste ponía el brazo casi extendido hacia adelante, con el tejo a la altura del su ojo derecho, y lo enfilaba con la boca de la rana, guiñando el otro ojo. Luego bajaba lentamente el brazo, recogiéndolo hacia sí, hasta el bajo vientre, en un punto preciso, de donde brazo y tejo salían disparados. Metió una rana en la primera y se volvió hacia Justi:

– La primera en la frente.

Bajando el brazo por segunda vez, decía despacio:

– Y ésta… para empatar.

Pero ya no volvió a meter nada de importancia y se le fueron los otros nueve tejos sin pena ni gloria.

– Si no te volvieses a hablar, cuando tienes el tino cogido…- le reprendía Justina.

El otro carnicero le supo dar mucha alegría, con la forma tan viva de lanzar los tejos; hubo uno que saltó a sonar contra el timbre de una bicicleta. Tiraba irregularmente y se despistaba a menudo, pero metió dos ranas. Se las jaleaba: «¡Ole!». Así que le dejaron a Justina un punto difícil en la primera mano. Pero Carmelo dijo:

– Ahora veréis lo bueno.

Y miraba el escote de Justina, cuando ésta se inclinaba. Justi besó el primer tejo, con los ojos clavados en la rana. Luego metía la mano hasta la cintura, y sacando la lengua sobre el labio superior, aceleraba el brazo hacia arriba y el tejo salía disparado y ella se quedaba con el pie izquierdo en el aire después de cada lanzamiento, como si fuese a perder el equilibrio. Metió dos ranas, pero no se igualaron con los otros, que aún así les llevaban cerca de 2.000 tantos de ventaja. Aún aumentaba Claudio esta ventaja en la mano siguiente, al colar cuatro ranas, y el Chamarís no logró mejorar su tanteo de antes. Pero tampoco el otro carnicero aprovechó su vez y apenas si metió por los pelos un par de molinillos.

– A ver ahora si tú levantas esto, Justina – le decía el Chamarís cuando ella fue a tirar.

Justi coló tres ranas e hizo un gesto contrariado, tras del último tejo, que había saltado al suelo desde los mismos labios de bronce de la rana.

– ¡Qué cenizo! – exclamó.

Claudio mantuvo su media en la tercera mano, pero también Chamarís se mejoró bastante y metió dos ranas y dos molinillos.

– ¡ Todavía los cogemos! – dijo al conseguir meter la segunda rana.