Contestó el guardia viejo:

– Pues otra vez hay que andarse con más precaución. Hay que estar más atentos de por dónde va uno. Nosotros tenemos la orden de que nadie se nos aparte de la vera del río sin vestirse del todo, como es debido – se dirigió a Mely -. Conque tenga usted la bondad de ponerse algo encima, si lo trae. De lo contrario, vuélvanse adonde estaban. Vaya, que ya no es usted ninguna niña.

Mely asintió secamente:

– Sí; si ya nos volvíamos.

– Dispensen – dijo Fernando -; para otra vez ya lo sabemos.

– Pues hala; pueden retirarse – les decía el más viejo, sacando la barbilla.

– Bueno, pues buenas tardes – dijo Fernando. Mely giró sobre sus talones sin decir nada.

– Con Dios – los despedía el guardia viejo, con una voz aburrida.

Mely y Fernando anduvieron en silencio algunos pasos. Luego, a distancia suficiente, Fernando dijo:

– Vaya un par de golipos. Ya creí que nos echaban el multazo. Pues mira tú los cuartos del disco dedicado en qué me los iba yo a gastar. A punto has estado, hija mía, de quedarte sin disco.

– Pues mira – dijo ella, irritada -; preferiría cien veces sacudirme las pesetas y quedarme sin él, a dirigirme a ellos en la forma en que tú les has hablado.

– ¿Cómo dices? ¿De qué manera les he hablado yo?

– Pues de ésa; acoquinadito, dejándote avasallar…

– Ah, ¿y cómo tenía que hablarles, según tú? ¡Mira que tienes unas cosas! A lo mejor querías que me encarase con ellos.

–  No es necesario encararse; basta saber estar uno en su sitio, sin rebajarse ni poner esa voz de almíbar, para darles jabón. Además, no tenías por qué preocuparte, porque de todos modos la multa no la ibas a pagar de tu bolsillo. Yo no me dejo pagar ninguna multa de nadie.

Mely volvió la cabeza; los dos guardias civiles estaban parados todavía, mirando algo, más atrás. Les sacó la lengua. Fernando sonrió ásperamente:

– Pues mira, Mely, ¿sabes lo que te digo? Que te frían un churro. Me parece que conoces tú muy poquito de la vida.

– Más que tú, fíjate. Fernando denegó con la cabeza.

– No tienes ni idea de con quién te gastas los cuartos, hija mía. Éstos tratan a la gente de la misma manera que los tratan los jefes a ellos y no están más que deseando de que alguien se soliviante o se les ponga flamenco para meterle el tubo, del mismo modo que se lo meten a ellos si se atreven a hacerlo con sus superiores. Todo el que está debajo anda buscando siempre alguien que esté más debajo todavía. ¿No lo has oído como han dicho «Ya pueden retirarse», lo mismo que si estuviéramos en un cuartel?

– Bueno, Fernando, pues yo no me dejo avasallar de nadie. Primero apoquino una multa, si es necesario, antes que rebajarme ante ninguna persona. Ésa es mi forma de ser y estoy yo muy a gusto con ella.

– Sí; lo que es, como fueras un hombre, ya me lo dirías. Di que porque eres mujer; da gracias a eso. Si te volvieras un hombre de pronto, ya verías qué rápido cambiabas de forma de pensar. O te iban a dar más palos que a una estera. Orgullosos, bastante más que tú, los he llegado a conocer; pero, amigo, en cuanto se llevaron un par de revolcones, escapado se les bajaron los humos. Daté perfecta cuenta de lo que te digo.

– Que sí, hombre, que sí; que ya me doy por enterada. Para ti la perra gorda.

Fernando la miró y le decía, tocándose la frente:

– Ay qué cabecita más dura la que tienes. Lo que a ti te hace falta es un novio que té meta en cintura.

– ¿En cintura? – dijo Mely -. ¡ Mira qué rico! O yo a él.

La campanilla de latón dorado repicaba contra el ladrillo renegrido de la estación, bajo el largo letrero donde ponía: «San Fernando de Henares-Coslada». La tercera estación desde Madrid; Vallecas, Vicálvaro, San Fernando de Henares-Coslada. Después el tren que venía de Madrid entraba rechinando a los andenes. En el tercera casi vacío, un viejo y una muchacha con una blusa amarilla, que traían a los pies un capacho de rombos de cuero negros y marrones, le dijeron adiós al de la chaqueta blanca, que había venido sentado en el asiento de enfrente. «Buen viaje», dijo él. Permaneció en el balconcillo hasta que el tren se detuvo. Se apearon diez o doce y salían cada uno por su lado, de la estación abierta al campo y al caserío disperso. Detrás, el tren arrancaba de nuevo; el individuo se paró junto a la caseta de la lampistería y volvió la cabeza: desde el vagón en marcha lo miraban la chica y el viejo. Luego salía por entre los dos edificios; para pasar apartó unas sábanas tendidas a lo largo. Había tres camionetas alineadas detrás de la estación; las gallinas picoteaban en el polvo, junto a los neumáticos. El pozo. Por la parte de atrás era una casa como otra cualquiera, con las viviendas de los de la Renfe, sus gallineros, el perejil en la ventana, sus barreños y sus peanas de lavar. Le gritaron desde lejos:

– ¿Qué, a por la chávala?

Era una voz conocida; se volvió.

– ¡Qué remedio! ¡Adiós, Lucas!

– ¡Adiós; divertirse!

Tomó la carretera. Pasaba junto a tres pequeños chalets de fin de semana, casi nuevos; los jardincitos estaban muy a la vista, cercados de tek metálica. A la puerta de uno de ellos había un Buick reluciente, de dos plazas, celeste y amarillo. Se detuvo un momento a mirar la tapicería y el cuadro de mandos. Tenía radio. Luego miró por encima del duco brillante a las persianas entornadas del chalet. El sol aplastaba. Echó de nuevo a andar y se separaba con dos dedos el cuello de la camisa adherido a la piel por el sudor; se aflojó la corbata. Miró al suelo, las piedras angulosas desprendidas del piso. Cercas de tela metálica, persianas verdes, almendros. «Se venden huevos», decía en una pared, y en otra «Mercería». Llegaba al puentecillo donde empezaba un poco de cuesta; a la izquierda vio un trozo rojizo del río y el comienzo de la arboleda, los colores de la gente. Luego la quinta grande de Cocherito de Bilbao, con sus frondosos árboles, le tapaba la vista del río. El sol cegaba rechazado por una tapia blanquísima. Aparecía en el umbral.

– Muy buenas tardes.

– Buenas tardes, Manolo – dijo Lucio. Mauricio lo había mirado apenas un instante.

– Hola, ¿qué hay? – murmuraba bajando los ojos hacia la pila del fregadero.

Se puso a enjuagar vasos. El otro se había detenido junto a Lucio; se pasaba la mano por la frente y resoplaba. Lucio lo miró.

– Claro, tanta corbata… – le decía -; se suda, es natural.

Manolo se sacó un pañuelo blanco del bolsillo superior de la americana; se lo pasaba por dentro del cuello de la camisa. Observaba a Mauricio.

– Me da fatiga de verlo – continuaba Lucio -. La prenda más inútil. Ni para ahorcarse vale, por ser corta.

– Costumbres – dijo Manolo.

– Exigencias que tiene la vida ciudadana; etiquetas que se debían de desterrar.

– Ya – se dirigió a Mauricio -. ¿Tiene usted la bondad de ponerme un buen vaso de agua fresquita? Mauricio alzó los ojos.

– ¿Fresquita? Será del tiempo.

– Bueno, sí; la que haya…

El otro llenó el vaso; «La que bebemos todos», murmuraba al dejarlo sobre el mostrador.

– ¿Eh?, ¿cómo dice? No le he oído, señor Mauricio; ¿decía usted?

– Digo que el agua ésta es la que aquí bebemos todo el mundo. O sea, del tiempo. Fresquita, como tú la pides, no la hay. Como no sea la que hace el botijo, y que tampoco es una gran diferencia. Aparte que el que hacía ya el de tres este verano, se cascó la semana pasada y yo todo el verano comprando botijos no me estoy, francamente; con tres me creo que ya está bien.

– Pero que sí, señor Mauricio; si aquí nadie se queja.

– No, es que como pedías agua fresquita, por eso te lo digo, para que sepas lo que hay sobre el particular. Así es que ya lo has oído, aquí conforme esté del tiempo, pues así la tomamos. Ésa es la cosa. Agua fresca no hay.

Manolo sonreía forzadamente.

– Vaya, señor Mauricio, pero si el pedir yo agua fresquita no era más que por un decir. Como una frase hecha, ¿no me comprende?; que se viene a la boca el decirlo de esa manera, y nada más.

– Pues yo a lo que no es una cosa no lo llamo esa cosa. ¿Tiene sentido? Será una frase hecha o lo que quieras, pero yo cuando digo agua fresca es que la quiero fresca de verdad. Lo demás me parece como hablar un poquito a la tontuno, la verdad sea dicha.

– Bueno, que quiere usted liarme, está visto.

– ¿Yo? Dios me libre. ¿Cómo se te ocurre? Manolo lo miró con una sonrisa apagada.

– Lo veo. No me diga que no.

– ¡Qué locura! Humor tendría yo para eso.

– El que tiene esta tarde.

– ¿Eh? Sabe Dios. No está eso tan claro.

– Ah, pues yo creo que…

– Déjalo, anda. No averigües.

– Como usted quiera. Pero le advierto que a mí, vamos, que no se preocupe, quiero decir, que ya no me afecta la broma en absoluto, y soy capaz de tolerar a todo aquel que se divierta a costa mía, sin que ello me incomode. O sea, que yo también sé divertirme cuando quiero, ¿no me entiende?

– Pues yo me alegro, mozo. Más vale así. Tener uno un poquito picardía, para saberle hacer frente a los trances escabrosos del trato con los demás. Así se sobrelleva uno mejor. Porque a veces cuidado que hace falta correa. ¿No es verdad? ¡Pero mucha! Un rato largo de correa hay que tener.

Manolo puso de súbito una cara prevenida; tardó un poquito en contestar:

– Pues mire, le diré; yo ni correa siquiera necesito, porque las situaciones escabrosas me da por ignorarlas; vamos, que me las paso por debajo de la pierna…

–  ¿Sí? Pues hay que tener cuidado con creerse uno estar por encima de las cosas, porque hay peligro de que se pueda dar el caso de encontrarse uno mismo de pronto debajo de los pies.

– Algún incauto. Cabe en lo posible.

– Y el que se cree no serlo. ¡Ése también! Porque los hay que se creen de una listura desmedida y ésos son los más tontos de todos y se llevan el sandiazo en toda la cara en el momento en que menos se lo podían…

– ¡Eh! ¡Ayudar aquí! – había dicho una voz exigente, por fuera de la puerta, golpeando con algo contra el quicio.

– ¿Qué pasa?

Miraron hacia el umbral. Era uno que venía montado en una sillita de ruedas y otro vestido de negro, que sujetaba por la barra del respaldo la sillita, parada ante la puerta de la casa.

– ¿No sale nadie, o qué? – apremiaba el inválido con nuevos golpes contra la madera.

– Son Coca y don Marcial – dijo Lucio.