Caminaban aguas abajo, entre los grupos de gente.

– No sé lo que los pasa hoy – dijo Mely -; están más empachosos…

Fernando devolvía de una patada una pelota que vino rodando hasta sus pies. Rebotó contra un árbol; un chaval protestaba: «¡Ahivá; si se descuida me la encuela!» Volvió Fernando junto a Mely.

– Estoy en forma – dijo-. ¿Me decías?

– Nada.

Mely llevaba las manos en los bolsillos de los pantalones. Inspeccionaba los grupos:

– ¿Por dónde andarán esos otros?

– ¿Qué otros?

– Samuel y compañía.

– Ya los verás, mujer. Después nos reunimos todos en el merendero. ¿Qué prisa tienes?

– Ah, no, ninguna.

– ¿Pues entonces?

Llegaron al puntal de la arboleda. Atravesaban el estrecho puertecillo de tablas, salvando el brazo muerto. Era un entrante de agua sucia y quieta, que terminaba un poco más arriba, último resto del ramal que en el invierno corría separando de la tierra firme la isla donde estaba la arboleda. Ahora el ramal se hallaba seco en su mayor parte, de modo que la isla se unía con la tierra, salvo en este último trozo, donde formaba una península, comunicada a su vez por el puentecillo de madera.

– Está poco seguro – dijo Mely, mirando el agua oscura y verdinosa.

Ramas y ramas de arbustos crecían a la otra parte; sombras sucias, con colgajos de fusca y algas y ovas secas, como podridos festones, espuma de detritus vegetales, que habían dejado las crecidas, tiempo atrás. Lo cruzaban aprisa.

– Qué feo está por aquí…

Y de pronto una racha de música y estruendo les salía al camino. Vieron mesas, manteles a cuadros blancos y rojos, a la sombra del árbol inmenso, el rebullir de la gente sentada, el chocar de los vasos y los botellines, bajo la radio a toda voz. La explanada era un cuadrilátero, limitado cara al río por el malecón de las compuertas y encerrado. por el ribazo y el ángulo que formaban las fachadas de las casetas de los merenderos, dispuestas en L, con sus paredes blancas, sus emparrados y sus letreros de añil. Había geranios. Mirando arriba, el árbol grande hacía como una cúpula verde, que todo lo amparaba. Se veían las ruedas dentadas de las compuertas, al extremo del malecón, y el agua honda, de color naranja, formaba remolinos, lamía y palpaba el zócalo de cemento que violentaba la corriente, encañonándola hacia el estrecho desagüe, donde rugía al liberarse de nuevo, saliendo de la presa. Pasaron a lo largo del malecón, bordeando las mesas, y algunos miraron a Mely y la seguían con los ojos. Mely se detenía en las compuertas y miró hacia las personas que todavía se tumbaban al sol sobre el plano inclinado de cemento, a la caída del dique.

– ¿Lo ves? – preguntaba Fernando.

Mely no contestó; dejaba de mirar y reemprendió la marcha. El agua liberada se desparramaba de nuevo, pasada la compuerta, y el río volvía a sus islotes rojos, apenas salpicados de verde. Bordearon un trecho el canalillo que aprovechaba el agua del embalse y se desviaba hacia la derecha, y dejaban a sus espaldas el fragor de la compuerta, las voces y la música. Aquí la ribera era un llano, a nivel con el río, igual que la de enfrente.

– ¡Qué emocionante! – dijo Mely-. Está bonito por aquí.

A la derecha, una hilera de chopos bordeaba el canalillo y se apartaba tierra adentro con él. Había menos gente; casi sólo unos grupos desperdigados de chavales, que andaban tirando piedras junto al agua, cazando o pescando quién sabe qué. Al fondo se divisaban los altos negrillos que ceñían las huertas; a la derecha, arriba, tapias y casas de San Fernando. Ahora vinieron claras por la pradera las notas de Síboney. Mely se puso a bailar en el medio del llano; cantaba:

– … aaal arrullo deeé la palma, pienso en ti…

– ¡Qué loca estás! Miró a Fernando:

– Chico, es que se le van a una los pies. – ¡Qué locaza! – le repitió.

Mely reía. Miraron hacia el lugar de donde venía la música. Era otro merendero, aislado en el centro de aquella explanada, como a unos cien metros del río. Enseñaba un letrero muy grande: gran merendero de nueva york, decía en letras negras que escurrían un poco su pintura. Parecía una caseta de pescadores o huertanos. Había muy poca gente en las mesas de fuera. Mely volvió a bailar:

– … Siboney, yooó te quiero, yooó me muero, por tu amooór…

Había un ventanuco de tablas viejas, con una mancha de humo encima, sobre lo blanco del lucido. Ya empezaban los chopos a estirar sus largas sombras hacia el Levante, pero aún el sol en lo alto giraba vertiginosamente sobre sí. Recalentaba la lana sucia de los eriales, las escurridas grupas de las lomas. Alguien lo hacía destellar un instante en el cinc de un cubo nuevo y en una racha de agua que fue a desparramarse contra el polvo; alguien lo hizo teñirse en lo rojo de un vaso levantado y apurado de pronto; alguien lo tuvo todavía en su pelo, en su espalda, en sus pendientes, como una mano mágica. Zumbaba sobre la tierra sordamente, como un enjambre legendario, con un denso, cansado, innumerable bordoneo de persistentes vibraciones de luz, sobre lo limpio y lo sucio, sobre lo nuevo y lo viejo, opacamente. Vieron siete cipreses que rebasaban una tapia amarillenta.

– Aquello debe de ser el cementerio. Estaba junto a una casa de labor, sobre un viejo camino que descendía del pueblo al vado, perpendicular al Jarama.

– ¡Qué divertido! – dijo Mely -; todos los pueblos tienen los cementerios en los altos, y aquí en cambio lo que está en alto es la población, y el cementerio lo tienen junto al río.

– Originales que son ellos, ahí donde los tienes. Pues si se descuidan, con un poquito suerte, les viene un año una riada de las buenas y se les lleva a todos los muertos por delante.

– Chico, pues mejor que se lleve a los muertos que no a los vivos.

– Pues también es verdad. Será la cuenta que se han echado ellos. A ver qué vida. Para que luego digan que en los pueblos son poco espabilados.

A través de la verja se veían las cruces de hierro; casi ninguna estaba derecha; despuntaban entre las altas hierbas bravias que se iban comiendo las sendas por entre las hileras de sepulcros. Colmenas de nichos, al fondo, y un blanco mate de mármoles pobres que destacaba extraño en algunas partes, entre hierro oxidado y ladrillos, malezas y abandono. Letreros, telas descoloridas, cintas, retratos, espigados floreros de cristal con flores secas, se entreveían allí, indefinidamente, sobre las lápidas blancas, en la cuadrícula uniforme de los nichos. Aún llegaba la radio, la música hasta allí, Siboney, los gritos de los muchachos en el río. Se paraban de pronto y caían, amortiguados, como nieve, sobre las cruces y la tierra de muertos. Pasó detrás de ellos un hombre con un borrico cargado de cañas verdes de maíz, con sus hojas, que restregándose hacían un ruido fresco sobre el trote menudo. El arriero oscuro caminaba de prisa; miró a los brazos de Mely fugazmente y arreó chicheando con la boca, volviendo de súbito la cara hacia el camino y apretando la marcha.

– «¡Qué solos se quedan los muertos…!» – recitaba Fernando con un tonillo enfático y burlón.

–  Nos estamos poniendo románticos – dijo Mely riendo, al despegar sus mejillas del hierro de la verja -. Ya podíamos buscar otro sitio un poquito más alegre.

El canalillo que venía de la presa atravesaba el camino por debajo de un puente de viejos ladrillos y se metía en unos riegos muy cuidados, a la otra parte. Dos niños y una niña machacaban alguna cosa sobre el pretil. Miraron a Mely con descaro. Luego salían corriendo, bailones, hacia la casa y le zumbaban alguna burla indescifrable.

– Extrañan el que una lleve pantalones.

– Pues ya se acostumbrarán a verlos, de que vengan los yanquis a trabajar a Torrejón – dijo Fernando. Ya regresaban lentamente.

– ¿Qué yanquis?

– Los que traigan para construir el aeropuerto. Lo van a hacer por allí, por aquella parte – señalaba -. ¿No lo sabías?

– Pues, no. La política a mí… Yo sólo leo las carteleras de los cines.

– Pues hay que estar más al corriente, Mely. -¿Más al corriente? ¡Anda éste! ¿Y para qué?

La música se había callado. Una voz clara y alta se disparaba hacia el campo abierto, anunciando el disco siguiente, con la lista de los tres o cuatro nombres de las personas a quienes iba dedicado, como si lo estuviesen escuchando desde allá lejos, escondidos o perdidos en alguna parte del río, agazapados tras de algún matorral de la llanura.

– A ver cuándo tienes un detalle y me dedicas un disco por la radio – dijo Mely.

– En cuanto que me sobren seis duretes; prometido. La música volvió a sonar y luego una voz lenta que cantaba.

– Pues entonces para el año que viene… Alguien chistó detrás de ellos. Se volvieron.

– ¿Es a mí? – preguntaba Fernando señalándose el pecho con el índice.

Eran dos guardias civiles; habían aparecido por detrás del cementerio y venían hacia ellos. El más alto asentía, haciendo un gesto con las manos como si dijese «¿A quién va a ser?». Fernando les fue al encuentro y Mely se quedó atrás, mirando. Pero el alto le hizo una seña con el dedo:

– Y usted también, señorita, tenga la bondad.

– ¿Yo? – dijo ella con reticencia; pero no se movía. Los guardias y Fernando llegaron hasta ella. Fernando preguntaba con una voz cortés:

– ¿Qué ocurre?

Pero el guardia se dirigía a Mely:

– ¿No sabe que no se puede andar por aquí de esa manera?

– ¿De qué manera?

– Así como va usted.

Le señalaba el busto, cubierto solamente por el traje de baño.

– Ah, pues lo siento, pero yo no sabía, la verdad.

– ¿No lo sabía? – intervino el otro guardia más viejo, moviendo la cabeza, con la sonrisa de quien se carga de razón-. Pero si les hemos visto a ustedes desde ahí arriba, pegados a la cancela del cementerio. Y eso no me dirán que no lo saben, que ése no es el respeto. No es el decoro que se debe de guardar en los sitios así. ¿Me va a decir que eso no lo sabe? Es de sentido común.

Siguió el guardia más alto:

– Son cosas que las sabe todo el mundo. Un cementerio se debe respetarse, lo mismo que una iglesia, qué más da. Hay que guardar las composturas. Y además, mismo aquí, donde estamos ahora, ya no puede ir usted de la forma esa que va. Terció Fernando, con buenas maneras:

– No, si es que mire usted; lo que ha pasado, sencillamente, es que veníamos dando un paseo, buscando a unos amigos, y nos hemos metido por aquí sin darnos cuenta. Eso es lo que ha pasado.