– Que sí, hombre, que sí, más o menos en todo. En todo. No sé qué idea tienes tú formulada. ¿A que si tú te abandonas un par de días y no le estás pasando a todas horas la gamuza a la pintura del coche, no cargas ni la cuarta parte de público? O, por ejemplo, vete tú a compararte con los que tienen ahora los coches esos nuevos. Ponte con uno de ellos, a ver cuál echa más viajes.

Petra intervino, asintiendo a su cuñado:

– ¿Lo ves? ¡Pues claro! No, si es inútil, Sergio, es inútil; no sirve discutir. Si no lo vas a apear de su convencimiento. ¡Quizá que no se lo tengo yo dicho eso un montón de veces, pero grande! Lo menos cinco años que se lo vengo diciendo ya: «Vamos a hacer un esfuerzo, Felipe, unas economías, y solicitas otro coche, ahora que dan esos Renoles tan estupendos, y con tantas facilidades, para uno mismo irlo amortiguando sin apercibirse…», qué sé yo la montaña de veces que se lo tengo repetido hasta la saciedad. Pues nada, a tirar con el que tiene, hasta que se le caiga a cachitos por esa Gran Vía. Y luego, tú me dirás, querido Sergio, lo que hacemos luego; de qué van a vivir estas criaturas, el día en que el trasto ése diga que no, que de aquí ya no paso, y no dé un paso más. Pues todo eso por pura cabezonería, ya te digo. Vamos, es que hace falta… Sin un ahorro ni una nada para el porvenir…

– Bueno, hija, esto no tiene nada que ver con lo que estábamos hablando. No sé a qué viene sacar ahora todo eso, la verdad.

– ¡Pues viene a lo que viene! Que parece mentira que con cuatro hijos y que tenga tan poquísima responsabilidad, ni echar una miradita hacia el día de mañana. Mira cómo no soy yo sola la que te lo dice, luego son cosas que yo no me invento; mira cómo tu hermano me da también la razón.

– Pero bueno, mujer, ¿en qué te da mi hermano la razón, si es que puede saberse? Si Sergio no ha mencionado una palabra de este asunto. A ver si estás un poco a lo que se habla; que es que te metes en cuña, tú también, para arrimar el ascua a tu sardina. No estás más que esperando la palabra propicia para colarte con lo tuyo, y sacarnos de quicio las conversaciones.

– ¡Tendrá valor…! ¿Serás capaz ahora de decirme en la cara que tu hermano no habló de los Renoles nuevos? Pero ¡cómo eres, hay que ver! ¿Tú te das cuenta cómo eres? ¡Si eres tú el que no escuchas más que aquello que te interesa de escuchar! Y yo, porque te digo las verdades, ya por eso soy yo la que desvía las conversaciones. ¡Si además ya lo sé; si te conozco, hijo mío, te conozco!

– Pero no os exacerbéis ahora por una tontería, mujer – terciaba Sergio.

– No es tontería, cuñado; por desgracia, no es ninguna tontería. ¡Pues tú dirás a ver! Sobre ascuas me tiene a mí ya, con este asunto. Ni descansar por la noche no me deja, cada vez que me pongo a acordarme del día en que la diligencia ésa termine de descomponerse por completo. ¡No quiero ni pensarlo…! – se cubría los ojos con las manos, con gesto de sibila, como para ocultarse la siniestra visión del porvenir -. Que sólo de lo que se lleva en reparaciones, sólo de lo que se lleva en reparaciones, date cuenta, hoy por hoy, teníamos ya el Renol en propiedad. Como lo oyes.

– ¿Pero entiendes tú algo de coches, mujer, para hablar tanto como hablas? ¿Entiendes algo? ¡Di! ¿Es que vas a enseñarme a mí la mecánica, ahora?

– La mecánica, no. Ni lo pretendo. Sino la responsabilidad y el cálculo de un padre de familia. ¡Eso sí! Que debías de tenerlos y no los tienes.

Felipe se volvía hacia su hermano:

– Doce años, ¿qué te parece?, que lleva uno bregando con ese mismo coche para que ahora me vengan a decirme lo que he de hacer con él.

– ¿Lo ves cómo eres tú el que desvía las conversaciones? ¿Te das cuenta, ahora? Mira cómo te llamas al otro lado y te echas afuera en seguida, en cuanto que te hablan de lo que no te gusta oír. Si es tontería, Sergio, ya lo ves tú; con este hombre no hay manera, no hay manera… No sacas nada en limpio. Vamos, que dime tú, Niñeta, si hay derecho – movía la cabeza a un lado y a otro -, con cuatro hijos en casa… Yo es que…

Niñeta dijo:

– Mira, es verdad esto que dice Petra, ¿eh, Felipe? Es necesaria una pequeña seguridad para el futuro. Debes tomar un nuevo automóvil. Verás que has de quedar contento y después no te sabrá mal el habert…

Se oyó la voz de Felisita:

– No llores, mamá, ¿por qué lloras?, anda… Petra ya se limpiaba los ojos con un pañuelo; levantó la cabeza.

– No lloro, hija mía. ¡Yo qué voy a llorar! Tu padre el que me… Bueno, nada; qué más da.

Volvía hacia el jardín los ojos enrojecidos.

–  Vaya por Dios – dijo Sergio en voz baja.

Ocaña se revolvía en su silla, con una actitud de fastidio. Niñeta había cogido la mano de su cuñada, encima de la mesa, y la tuvo apretada entre las suyas.

Ahora aparecía don Marcial por la puerta del pasillo. Saludó hacia la mesa, con un brevísimo cabeceo. Los niños de Ocaña se revolcaban, recogiendo los tejos.

– Yo soy el ojo derecho de mi papá – le decía Petrita a Justina, abrazándola por las piernas-. ¿Sabes? Justina se reía.

– ¿Y a ti quién te lo ha dicho?

– Mi papá.

Don Marcial había agarrado a Carmelo por el cuello y ya se lo llevaba hacia la casa. Se detuvo un momento al pasar junto a Justina y le decía al lado de la oreja, con una media voz confidencial:

– Ahí adentro está tu prometido. No sé si lo sabes. Justina echó una rápida mirada hacia la puerta del pasillo.

– Pues que se espere – contestó.

Felipe Ocaña jugaba con la copa vacía y la ponía del derecho y del revés. Apagó el puro contra la pata de la silla. Azufre hacía amagos, saltaba y tomaba actitudes de juego ante los niñas de Ocaña, pero no le hacían caso. Al fin el perro puso las patas delanteras contra la espalda desnuda de Amadeo.

– ¡Peeerrro…!

Salieron corriendo los dos hermanos tras el perro que huía. Petrita pateó sobre la tierra, agarrada al regazo de Justina, y le decía apresurada:

– Cógeme, cógeme…

Justina la cogió en brazos y Petrita miraba, desde lo alto, a sus hermanos que corrían por todo el jardín. La niña se reía girando bruscamente la cabeza a un lado y a otro de la cara de Justina, para seguir las carreras, los quiebros y los brincos de Azufre, jugando con Juanito y Amadeo.

– Me vas a dar un cabezazo, criatura. Dijo Sergio:

– Pues no quedó mal día. Y este emparrado, parece que no, pero quita bastante.

Nadie le contestó. Niñeta tocaba el borde del vestido de su cuñada.

– ¿Es ésta la falda que tú misma te cortaste?

– Sí, ésta es.

– Ah, pues mira qué mona te ha salido, ¿eh? El carnicero Claudio lanzaba los tejos; se le cruzaban el perro y los niños y tuvo que interrumpir la tirada.

– Llama a ese bicho, tú. No nos hagáis sabotaje, ahora, valiéndote del perro.

– ¡Azufre! ¡ Ven acá! ¡Quieto, Azufre! – le gritó el Chamarís.

– ¿No veis que están jugando? – decía desde la mesa la mujer de Ocaña -. ¿Por qué molestáis? ¿Por qué tenéis que estar en medio siempre? ¡Aquí ahora mismo!

Amadeo y Juanito obedecieron a su madre; y Azufre a su dueño. Luego ellos miraban al perro, tendido junto a la enramada, al otro lado del jardín.

Faustina, en pie junto a la mesa, secaba los cubiertos con un paño y los ponía sobre el hule, delante de las manos de Schneider. Él estaba sentado, con el sobado flexible de paja sucia encima de las piernas.

– Esta semana, sin falta – decía Faustina -, el jueves a lo más tardar, paso a verla; se lo prometo. El primer día que me empareje bien.

Las pieles de dos o tres higos estaban aún sobre el hule.

– Frau Berta ya vieja, pobrecita – decía Schneider -; no conviene que sale mucho. Yo más fuerte.

– Usted está hecho un mocito todavía.

– Yo come la fruta mía y esto es sano para mi cuerpo – reía con su breve y mecánica carcajada -. Por esto que yo traigo a usted.

– Sí, lo que es yo, señor Esnáider, no es por quitarle el mérito a la fruta, pero ni con esto ni con nada me pongo buena ya. Llevo tres años que desconozco lo que es salud.

Se había detenido, bajando el paño al costado, para mover la cabeza en conmiseración. Después suspiraba y cogió otro cubierto de la pila.

–  Usted, señora Fausta, ha de vivir hasta noventa años – decía Schneider, con todos los dedos de las dos manos extendidos -. Y si usted autoriza un poco, yo fumo ahora un cigarrito, ¿eh?

– No tiene ni que pedirlo. Faltaría más.

– Bien, muchas gracias.

Se buscó la petaca en el bolsillo interior de la chaqueta.

– Así que los domingos se queda en casa ella sólita. Pues ya siento yo que me coincida justamente los domingos los días en que tengo más quehacer. De buena gana me acercaba a echar un ratito.

– Oh, ella cose, lee, piensa – liaba su cigarrillo con cuidado-. Ella es sentada tranquilamente en la silla, a coser. Todos remiendos – levantó el brazo del hule para enseñar la manga de su chaqueta, raída y recosida -. Ya nada comprar nuevo, hasta la muerte. Sólo coser, coser, coser – daba puntadas imaginarias en el aire -. Ropa vieja, como viejo Schneider, como la vieja esposa. Ropa durar hasta que viene la muerte. Ya no gastar dinero; sólo coser, coser, coser.

Faustina recogió de la mesa las pieles de los higos y las tiró por una ventanita que estaba encima del fogón. Vino del otro lado una escandalera de gallinas.

– Sí, los viejos, ya no nos hace falta presumir.

Destapó un pucherito en la lumbre, y colocó el contenido en un vaso, a través de la manga del café. Después se lo puso a Schneider sobre el hule, con un plato, azúcar y una cucharilla.

– Café de Portugal – le dijo -. A ver si le gusta.

– Danke schón – contestó rápidamente -. Café de la señora Faustina, siempre suculento.

Se echaba azúcar y se reía. Faustina se sentó enfrente, con los brazos cruzados sobre el hule. Revolvió Schneider el azúcar y se llevó a la boca una cucharadita de café.

– ¿Qué tal?

Schneider paladeaba. Movió la cucharilla tres veces en el aire, como una batuta, diciendo:

– Bueno. Bueno. Bueno.

– Me alegro de que le guste. Usted de esto a mi marido ni palabra; que lo compré a espaldas suyas y si se entera, se acabó en dos días.

Alzó los ojos. Entraban en la cocina Carmelo y don Marcial:

– Buenas tardes.

Schneider se volvió en la silla, hacia la puerta:

– Oh, estos amigos míos. Yo me alegro mucho. ¿Están bien? ¿Están bien?