– De ésta sanamos los tres, o nos volvemos de remate. Tito y Daniel la jaleaban mientras bebía:

– ¡Hale, macha! ¡Ahí tú! Lucita bajó la botella y les dijo:

– Bueno, luego vosotros os encargáis de llevarme a mi casa, ¿eh?

– A saber… A saber quién llevará a quién. Estaban ahora los tres muy juntos; Lucita en el medio. Bebió Tito también. Daniel dijo:

– Ahora es cuando comienzo yo a disfrutar.

Juntaron las cabezas y se cogieron los tres, con los brazos cruzados por las espaldas. Se reían mirándose. Proseguía Daniel:

– ¿Pues sabes que eres tú una chica estupenda, Luci? Mira, palabra que hasta hoy no te había conocido en todo lo que vales. Eres lo mejorcito de la pandilla, para que tú veas. Como lo digo lo siento. ¿No te parece, Tito? ¿A que sí? ¿A que estás conmigo en que Luci, con mucha diferencia, ¿eh?, con mucha diferencia…?

Los tres se columpiaban agarrados, con las cabezas juntas.

– Ya simpática – continuaba Daniel -, y a guapa…

– ¡Huy, guapa, hijo! ¿Guapa yo? ¡Éste ve doble ya! ¿No te lo digo? Tú ves visiones, chico, para decir que soy guapa.

– ¡Tú a callar!, ¡no te han pedido la opinión! He dicho guapa y se ha concluido. Y además, eso sí, se me ocurre una idea. Te vamos a nombrar… verás; te vamos a nombrar nuestraaa… Te vamos a nombrar… Bueno, es lo mismo. Algo.

Justina depositaba a Petrita en el suelo:

– Déjame ahora, bonita, que es mi turno.

La niña corrió hacia la mesa donde estaban sus padres. Claudio contaba los puntos, recogiendo los tejos. Se los pasó a Justina:

– Anda, campeona, a ver si ahora haces lo de antes. Felipe Ocaña se miraba las uñas. Petrita quería sentarse en la misma silla de Amadeo.

– Tonta, ¿pero no ves que no cabemos los dos? Petrita cogió las manos de Amadeo y jugaba con ellas:

– Tú deja la mano muerta – le decía. Sergio callaba.

– La Sínger mía, que me dejó mi madre, en paz descanse – decía Niñeta -, la tengo todavía en Barcelona, casa mi hermana. Se cree que va a quedarse con ella, ¿sabes? Pero en esto se equivoca, te lo digo.

– ¿No se la has mandado a pedir?

– Se lo dije por carta dos veces y la vez que estuvimos y se hace la desentendida. Pero esto no, ¿eh?, mira, esto no. En septiembre, si vamos quince días, yo me la traigo, has de ver.

– Una máquina de coser, y más siendo una Sínger, es una alhaja en cualquier casa. Di que no andes con miramientos y traétela como sea.

– Ah, tú verás que sí. Lo has de ver que en septiembre viene a Madrid esta maquinita. Por descontado.

– Y para la casa y para todo, ¿qué duda cabe? – seguía diciendo Petra -. Una máquina de coser no puede renunciarse a ella así como así. Capaz de venirle a la casa un revés cualquier día y ya tienes ahí algo para sacarle unos duritos cosiendo para la calle, y defenderte un poco mientras que quieren y no quieren arreglarse las cosas. Naturalmente. Con una máquina en casa ya no te coge tan desprevenida un bandazo cualquiera que pueda sobrevenir.

Se arregló las horquillas en el pelo revuelto. La cuñada asentía:

– Y en este sentido que tú dices, igual. Como si fuera una máquina de fabricar billetes. En casi dos años que me la tiene, unas pocas pesetas me quitó la hermana con sólo coser para ella.

– Pues por eso. Tú no seas tonta y arráncasela de las manos en cuanto que puedas. ¡Se va a aprovechar nadie de lo tuyo! Sólo lo que te hubieras ahorrado de modista, mujer. Y que tampoco son eternas, así que sean de la casa Sínger. Todo tiene un desgaste, y cuanto más tarde te la devuelva, en peores condiciones te la vas a encontrar. Eso también.

– Mamá, que me aburro – dijo Juanito revolcándose en la silla.

– Iros a ver la coneja, andar.

– Ya la hemos visto.

Petra no le hizo caso; atendía a su cuñada.

– Es egoísta, ¿sabes? Es por esto que nos hemos llevado siempre medio mal. Mira, es más pequeña que yo, para que veas, ¿eh?, y tuvo que casarse antes de mí. Esto un ejemplo. Y otras cosas, ¿me comprendes? Y todo que yo me puse en relaciones con Sergio antes de ella conocer al esposo.

– Ya. Los hermanos pequeños siempre son más egoístas que los mayores.

– Y mira, otra cosa – le puso a Petra la mano en la rodilla -; por cada quince días que el hermano Ramonet se pasa en casa suya en Barcelona, está por lo menos un mes en casa nuestra.

Petra miró un momento a sus hijos, que seguían revolviéndose en las sillas.

– Ya te entiendo, Niñeta – suspiró -. Pues hija, la mía es una Sigma, que no tiene tanto renombre ni muchísimo menos, porque quien dice Sínger dice garantía, pero fallar no me ha fallado hasta ahora y no te quiero decir el avío que me da. Pocas prendas les verás a mis hijos que no se las haya confeccionado yo sólita con estas manos.

– Ah, es que tú vales, Petra. ¿Qué es que no sabes hacer tú? Coses, cortas; para ti es igual. ¡Que eres buena mujer de la casa, mira!

– Oy, tampoco me pongas tan alta, Niñeta, tampoco me subas ahora por las nubes – dijo Petra riendo en la garganta -. Ahora, eso sí, sin que me sirva de inmodestia, desde luego, pero como tuviese cualquier día que coser para fuera, no creas que yo sería de las que lo hacen peor. Mira…

Se volvió a Felisita y la levantó de su asiento, para mostrársela a su cuñada:

– ¿Ves?, esto mismo. Vuélvete, hija. Esto, ¿te das cuenta? Es un vestido que no está mal, digo yo. Una prenda que, sin ser ninguna cosa del otro jueves, la puede llevar la niña a cualquier parte; sin que le desmerezca. ¡Pero estáte ya quieta, hija mía! ¿Eh, Niñeta? ¿Qué te parece?

– ¡Ay, mamá, no me des esos meneones…!

– ¡Calla! ¿No ves aquí, Niñeta? Sus fruncidos… Mira, de aquí le saqué un poquito para darle la forma ésta, así abombada, ¿no ves?, ¿te das cuenta cómo está hecho? Y el plieguecito éste, por detrás, se lo…

– ¡Pero, mamá, no me levantes las faldas! – decía la niña sordamente, mirando mortificada hacia el jardín.

– ¡Te estarás quieta de una vez! ¿No ves que le estoy enseñando el vestido a tu tía?

Manolo había saludado con un leve gesto de cabeza hacia la mesa de los Ocaña. Felisita estaba roja:

– ¡Déjame ya, mamita, déjame…! – suplicaba gimiendo por lo bajo.

– Debe de ser el novio de la chica – dijo Sergio, volviéndose a las dos mujeres.

Ellas miraron a un tiempo hacia el jardín. Felisita se vio liberada. Manolo se había acercado a Justina.

– Seguro es él – dijo Niñeta. Todos, menos Felipe Ocaña, miraban a los novios. El Chamarís recogía los tejos. Los dos carniceros sacaban tabaco.

El Chamarís les susurró:

–  Me parece que ya la hemos armado – señaló con las cejas hacia la espalda de Manolo-. Viene hecho un torete… El carnicero alto sonrió.

– Chsss, luego hablaremos de eso.

Manolo le decía a su novia:

– No me ha gustado nada lo que haces, Justina.

– ¿Ah, noó?

– No, y además ya lo sabes de siempre.

– ¿Sí? Pues bueno – se encogía de hombros -. ¿Qué más?

– Oye, mira, no te me pongas tonta, que no tengo ganas ahora de discutir, aquí delante todo el mundo.

– ¿Yoo? Yo no me pongo tonta. Eso tú.

– Bueno, mira, Justina, mejor será que te vayas a arreglar, y luego…

Se había acercado el Chamarís:

– ¿Me permite un momento? – le decía a Manolo con una soterrada sonrisa, fingiendo timidez -. Los tejos, Justina. Tú que sabes en donde los guardáis.

Se los puso en la mano.

– Dispensen y hasta ahora – añadía retirándose.

– De nada – dijo Manolo fugazmente, y proseguía en voz sorda, con acritud -. ¿Te crees que yo te pienso aguantar que te líes a jugar a la rana, con tres hombres, aquí, dando el espectáculo en todo el jardín, y aquellos señores delante? Dilo, ¿te crees que te voy a consentir?

– Haz lo que quieras, chico.

– No me contestes así, ¿eh? No me saques de quicio ahora…

Echó una rápida ojeada hacia atrás, para ver si los estaban observando. Los carniceros y el Chamarís encendían sus cigarrillos.

– Más vale que me contestes de otra manera, ¿lo entiendes?

– ¿De veras? ¡Huy qué miedo me da! ¿Pero vas a enfadarte? ¡Qué miedo, chico!

Manolo apretó las mandíbulas. Gruñía por lo bajo:

– ¡Mira, Justi, que damos el escándalo! Yo te lo aviso. ¡No me, no me…!

La cogió por el brazo y la apretaba, clavándole las yemas de los dedos:

– ¿Me oyes? Justina se revolvía:

– Suéltame, idiota, que me haces daño. Quita esa mano ahora mismo, majadero. A ver quién va a ser aquí la que se tiene que enfadar.

Se desprendía de Manolo; continuó:

– Andas hablando y tramando, por detrás, con mi madre, haciendo la pelotilla y diciéndola que no te gusta que yo le ayude a padre en el negocio y que eso no está bien en una chica y sandeces y cursilerías. ¿Quién te has creído aquí que eres? A disponer de mí como te da la gana.

Se ponía colorado:

– Baja la voz. Te están oyendo estos señores. Justina le dijo:

– Te da vergüenza, ¿no? – se pasaba los tejos de una mano a la otra y los hacía sonar, con reticencia -. Ahora te da vergüenza, claro. Pues yo pienso hacer lo mismo que vengo haciendo de toda la vida. Ni se te pase por la imaginación que ahora me vaya a parecerme mal lo que siempre he tenido por bien hecho. Ni te lo sueñes eso, Manolito.

Manolo se impacientaba; miró de nuevo tras de sí:

– Bueno, déjalo ahora. Luego resolveremos este asunto. Ahora me haces el favor de arreglarte y ya lo hablaremos luego todo eso.

– ¡Ni arreglarme ni nada! ¿Qué te has creído? Hoy no salgo. No puedo salir. Tengo que ayudarle a mi padre, para que te enteres. No esperes que me vaya a arreglar.

– ¿Ah, no? Conque no sales hoy conmigo, ¿eh? ¿Tú lo has pensado bien?

– Claro que sí.

– ¿Conque sí? Pues esto a mí no me lo haces dos veces. Y además te lo juro. No tendrás ocasión. ¿De modo que no te arreglas?

– Creo que ya te lo he dicho.

– Pues te arrepientes. Por éstas – se besaba los dedos -. Me las pagas. Por mi madre que en paz descanse, fíjate, por mi madre, que no me vuelves a echar la vista encima.

–  Venga ya, no jures tanto que es pecado. No ofendas a tu madre que ella no tiene la culpa. Menos jurar ahora y haces lo que sea. Lo que te dé la gana…

– Bueno, pues luego no te arrepientas. Que lo pases muy bien.

– No tengas cuidado – sonreía Justina -. Si me arrepiento te pondré una postal.