– Oye, en esa fábrica tuya, también trabajan chicas, ¿no, Santos?

– Sólo empaquetadoras. Están en otro reparto que nosotros. Nosotros no las vemos siquiera.

– Ni falta que te hace – dijo Carmen.

– Ninguna, cariño – le contestaba riendo.

Y quería alcanzarle la barbilla con el brazo extendido.

– Prenda.

– Bueno, sin tanta coba.

– ¿Eres celosa tú de este individuo? – preguntaba Paulina. Carmen le contestaba encogiéndose de hombros.

– Lo normal.

– ¡Huy, lo normal; Dios nos libre! – dijo Santos -. ¡Si esto es Juana la Loca!

Discutían en el grupo cercano de partos y de abortos, y sobre cuál era el más guapo de dos que habían nacido; eran mujeres. El hombre que estaba con ellas no decía nada y las miraba, fumando. Era el Buda de antes, pero se había vestido. Daniel dormía. Dieron una espantada las ovejas en el llano de enfrente, porque algunos corrían desnudos a lagartos. Habían sonado los opacos cantazos contra el suelo, como sobre una manta. Ahora el ladrar de los careas y los silbidos del pastor. Lucita hizo un extraño.

– Ahí no, Tito, que me haces cosquillas.

Se sentía el olor ambarino de la crema nivea. Ya volvía a pasar el heladero; lo llamaron de un grupo cercano. «Voy de vacío», contestaba. Daniel había levantado la cabeza y lo miró un momento.

– ¡Qué tío tan feo…! – se decía, volviendo a esconder la cara hacia la tierra.

– ¿Qué daño te habrá hecho? – dijo Luci.

Mely se estaba mirando en el hombro una raya más clara, que le había dejado el tirante del bañador. Fernando había abierto los ojos y señaló hacia el cielo en un claro de las copas.

– ¡Mirar qué pájaros!

Pasaban altos, recortados, con un rumbo indeciso, planeando con las alas inmóviles, por cima de los árboles. Chillaban ajenos.

– ¿Cómo se llaman? – dijo Mely.

– Abejarucos.

– Vaya color que tienen tan bonito.

– Son muy vistosos, sí. Yo he tenido uno vivo en la mano – decía Miguel-. ¿No te acuerdas, Alicia? Se había partido un ala contra los cables del telégrafo. En Los Molinos fue, otro día de jira. Estaba inútil el animalito.

– De cerca tienen que ser divinos – dijo Mely.

– Y tanto. Como que ésta se empeñaba en traérnoslo a casa y que lo criásemos. Pero esa marca de pájaros, en jaula, se te mueren de todas todas. Y más, inválido de un ala, como aquél.

– ¿Qué hora vamos teniendo, tú?

– Las seis menos cuarto.

– ¿Tan pronto todavía? – dijo Mely. Allí, en el sol, contra el color de herrumbe de las aguas, estaba una señora, en combinación de seda negra, fregando con arena cacerolas de esmalte y platos de aluminio, a la orilla del río. Los platos emitían instantáneos destellos, como disparos de flash, cuando cogían el ángulo del sol.

– ¡Bailar, a éste tampoco lo dejo yo que baile! – decía Paulina.

Apartó a Sebastián de su regazo.

– Bueno, tú; ya está bien.

– Chico, me gustaría tener diez espaldas para que me las estuviesen rascando de continuo. No te creas que es de broma. Y cuando terminaran con la que hace diez, pues ya me estaría picando nuevamente la número uno…

– Es decir – continuaba Paulina -, no lo dejo que baile, pero entiéndeme, si veo que va a hacer el ridículo en una boda que yo no vaya, pongo el caso, o en algún compromiso, el que sea, pues antes que tenga que quedar en mal lugar por causa mía, le consiento que se eche un par de bailes o tres, ¿no me entiendes?

– Ah, pues ahí yo no veo que nadie haga el ridículo por quedarse sentado en una silla – le contestaba Carmen -. A eso no le encuentro yo ningún motivo de vergüenza, por donde quiera que se mire.

– Hija, en un hombre – dijo Paulina -, tendrás que reconocer que es un plan un poquito desairado. Comprenderás que vaya un papel, que mientras todos se divierten, tú te tengas que estar sentadito en una triste silla. Dirán que la novia, que es que será tonta, o algo por el estilo.

– Pues mira, sobre eso, ya ves, somos distintos pareceres. El que tenga una novia formal, pues que se sujete a hacer lo mismo que la ha exigido a ella. Y ya no es por ellos ni por nada; es porque creo que hay derecho de establecerlo de esa forma. Eso que vayan a tener más libertades que nosotras es una cosa que tampoco no le veo la explicación.

– Mira ellas, cómo hacen y deshacen – dijo Sebas -. Vamonos, Santos, que aquí estamos de más. Vamos a darnos un garbeo, mientras tanto, a ver si hay suerte y nos sale algún apaño por ahí.

Se reía. Santos puso una voz relajada:

– Mira, por no moverme yo ahora, según estoy, ni aunque pasara Marilyn Monroe; como lo oyes.

Se volcaba de espaldas y estiraba ambos brazos contra el cielo.

– Bueno. Eso quisiera verlo yo. Como pasara esa rubiala, ya me lo ibas a decir, si pasara de veras por aquí delante. Te espabilabas relámpago; ¡el bote que pegabas!

– Vaya, muy bien, está eso muy bonito – dijo Paulina -; hacernos aquí de menos a las demás.

– Eh, bueno, eso sí; mejorando lo presente, chatina – se reía Sebastián -, mejorando lo presente. Ya se sabe. Le hacía una carantoña y ella se retiraba.

– ¡Quita, antipático! Con la boca chica.

– Ah, oye, y por cierto – dijo Sebas -; una cosa divertida. A propósito ahora de la Marilyn Monroe. ¿A que no sabéis lo que ha dicho en los periódicos?

– No. A ver. ¿El qué?

– Pues salta ella en una de esas intervius que le hacen a los artistas, se pone: «Me gustaría ser rubia por todas partes.» No está mal, ¿eh?

– Yo no le veo la chispa, la verdad – dijo Paulina.

– Que no, hombre – protestaba Santos-; eso no lo ha dicho, no me fastidies.

– En América, bobo. Que sí. ¿Entonces es que yo me lo he inventado?

– No sé, no sé; puede ser que lo haya dicho…

– Gracia no tiene mucha, desde luego – insistía Paulina.

Levantaron los ojos. Venía muy bajo un avión. Pasaba justamente por encima y parecía que iba a podar con sus alas las puntas de los árboles. El ruido había cubierto el murmullo de toda la arboleda.

– ¡Qué cerca pasan! – dijo Mely.

– Es un cuatrimotor.

– Es que ahora aterriza asimismo, según viene – explicaba Fernando-. Cogen ahí en seguida la pista de Barajas, nada más que pasar la carretera.

– ¡Quién fuera en él!

– En éste no, mujer; en uno que despegue.

– ¿Te gustaría ir a Río de Janeiro?

– Creo que arman unos Carnavales…

– Los Carnavales de Río.

–  Las Fallas valencianas, como encender una cerilla.

– Allí no queman nada.

– Bueno, pero hay follón.

– ¿Y aquí por qué no te dejarán ponerte una careta?

– Pues por la cosa de los carteristas, hombre. ¿No comprendes que es darles la gran oportunidad?

– ¿Y en Río no los hay?

– ¡Allí hay mucho dinero! Figúrate, Brasil, con el café que vende a todas las naciones.

– Ya ves, y un vicio.

– Cuba con el tabaco. Pues igual. Los vicios dan dinero siempre.

– En cambio produces trigo, y lo de aquí.

– Pues vamos a sembrar café nosotros y a ver si de aquí a un par de años nos dejan ya que saquemos las caretas.

– ¡Las carotas!

– Ésas ya las sacamos a diario por la calle – dijo Sebastián.

– Luego dicen de Río. ¿Más carnaval?

– Perpetuo. Ya lo sabes, Mely, Río de Janeiro, nada.

– ¿Nada, verdad? Ya guardarías hasta cola para ir.

– ¿Yo? Sí; la curiosidad…

– Pues todo. Ver Río de Janeiro y ver los Carnavales de Río de Janeiro.

– Hombre, yo creo que con alguna cosita más ya escaparíamos. No iba a ser sola y exclusivamente a base de ración de visita.

– Sí, algún pito de madera que nos tocase en una tómbola.

– ¡Qué menos!, ¿verdad?

– ¿Ya Bahía?

– También… También a Bahía… Tampoco debe ser manco Bahía.

– Lo mejor, Astorga.

– ¡Me troncho de risa, hermano!

– Pues no era un chiste.

– ¿No?

– No.

– ¿Qué era?

– El billete más largo que yo puedo sacar.

–  Ah, bueno. Y en tercera.

– Eso es. Así que chiste, es Río de Janeiro. Y Bahía otro chiste. Y… ¿Cuál vais a sacar ahora?

– Despacio, Santos; yo tengo un décimo en casa. A lo mejor no es tan chiste para mí.

– Para el que más.

– ¿Por qué?

– ¡A ver! Más fantasía, pues más chiste. Yo Astorga, Astorga; me dé un billete para Astorga, ¿cuánto vale? Tanto. Pues ahí va. Ése es el sitio más bonito para mí. Más allá de Astorga, yo todavía no tengo nada. Ahí ya empieza el chiste. El billetito mío, en Astorga venció.

– La fantasía no paga billete.

– Sí, eso es lo que tiene – dijo Santos -. No paga. Es un momio, una cosa estupenda – hizo una pausa -. Como el hambre. Que te sale de balde también.

No andaba casi nadie bajo el sol, por fuera de los árboles. Al ras del agua bailaba, menudo y transparente, el tiritar de la evaporación. Mely miraba en torno. Otra vez planeaban los abejarucos por cima de la arboleda. Se oían sus chillidos.

– ¿Qué hacemos? Alicia dijo:

– ¿A qué hora se quedó con Samuel y Zacarías y los otros?

– En que irían a dar casi seguro al merendero sobre las siete o siete y media.

– ¿Y si nos vamos a bailar a Torrejón? – proponía Fernando.

Sebastián asintió:

– ¡Sí, señor; una idea genial, una idea monstruo!

– Ah, ¿todavía más pedales? Para pedales está una.

– No es nada; si está ahí.

– Quita, ¡qué Torrejón ni qué ocho cuartos! Que se te quite esa idea de la cabeza. Sebas cantaba:

– «¡Tiene treinta años – se llama Adelaida -, cuando va bailando – levanta las faldas – levanta las faldas – levanta las faldas…!»

– ¡Anda éste, ahora!

– Al que le da le dio.

Sebastián se había levantado y bailaba haciendo grotescos, con las manos hacia arriba.

– «Tiene treinta años – se llama Adelaida…!»

– El chaparrón seguro.

– ¡Levantas polvo, calamidad!

Sebas volvió a tumbarse de golpe y se reía a carcajadas.

– ¡Como una chota, estoy! ¡Es verdad!

– Pues menos mal que lo reconoces.

– ¡Nada, a bailar a Torrejón! El que se venga que levante el dedo.

– ¡Echarlo al agua a ése! ¡Qué cargante se pone!

– ¡Callarse! ¿Nos ponemos de acuerdo, sí o no?

– No hay nada que ponerse de acuerdo. Si a Torrejón no vamos a ir nadie. Os disparáis aquí por las buenas, y no hay de qué.