– Será el otoño – dijo Fernando.

Todo había vuelto como antes y el hombre de los helados despachaba otra vez.

– Sí, el otoño – dijo Mely -. ¡Qué más quisiéramos! Ojalá fuese el otoño fetén.

Y miró hacia lo alto de los árboles, que habían sonado con el viento. Miguel estaba tendido junto a Alicia y le enredaba en los pies.

– No, no en la planta; me haces cosquillas.

Alguien hablaba con otro a largas voces, de parte a parte del río. Fernando preguntó:

– ¿Qué tienes tú con el otoño, Mely? ¿Por qué tienes tanta prisa de que venga?

Sólo Luci chupaba todavía el último resto de mantecado.

– Yo siempre tengo prisa de que se pase el tiempo – dijo Mely-. Lo que gusta es variar. Me aburro cuando una cosa viene durando demasiado – se echaba, con las manos por detrás de la nuca.

Tenía las axilas depiladas.

– Lo que es a usted y a mí, a cada uno en su concepto, nos ha tocado el seis doble en esta vida – le decía a Lucio el hombre de los z. b. -. Pero anda, que eso también tiene lo suyo. Eso de tener cuatro hijos, debe de ser un quebradero bueno.

Lucio asentía:

– Por lo menos nosotros – dijo -, si nos morimos, sabemos que no le hacemos a nadie la pascua. Lo que hacemos, si acaso, es quitar un estorbo.

– Yo, por mi parte, a los míos ya se lo tengo bien quitado. Hace más de quince años que ni asomarme por allí. Ni pienso. Una postal por Navidades, a nombre de mi hermana, y eso los años que me acuerdo de ponerla, y ahí se nos acabó la relación; el único estorbo que les doy, si es que siquiera la llegan a leer.

– ¿Qué tiene usted? ¿Los padres?

– Madre y hermanos. El padre ya murió. Mi madre se casó de segundas.

– Hará mucho tiempo, entonces, que perdió usted a su padre.

– Mucho. En el treinta y cinco. Yo tenía diecisiete y soy el mayor. A los diecinueve me tocó de incorporarme. Cuando volví del frente, me encuentro con que la casa ya tenía otro amo.

Lucio bebió un sorbo de vino; dijo:

– Eso no puede hacerle gracia a nadie.

– Ni chispa. Me recibieron con mucho remilgo, para ver si tragaba la pildora. Pero yo no tragué. ¿Le parece? Una mujer de treinta y nueve años, con tres hijos en casa, ya mayores, sin estrecheces de dinero ni nada. Y que ande pensando en casarse otra vez.

Lucio asentía con un gesto de comprensión.

– Ni a salir a la calle me atrevía; ni a alternar por el pueblo, fíjese usted, de la pura vergüenza que me daba. Escapado me lo conocieron todos. Y ninguno, ni el más amigo, se atrevía a mentarme la cencerrada que los habían dado. Fue mi hermana pequeña la que me lo contó, al cabo quince días de mi regreso. Se me cayó la cara de vergüenza. ¿Pues sabe usted lo que hice entonces? Me levanté al día siguiente bien temprano; me hago la maleta, y una vez que lo tengo todo listo, voy a la cuadra y le quito el cencerro a uno de los bueyes que teníamos – respiraba profundo, con una cara amarga; miró a la puerta, pasándose la mano por la boca -. Aún estaban acostados. Conque me planto en la misma puerta de la alcoba, con la maleta en la mano ya, y en la otra el cencerro, y me lío a sonar y a sonar y allí se las soné todas juntas a la pareja feliz. Mi despedida. Buena la que se armó. Se despertaron. Mis hermanos no se metían porque yo era el mayor. A fin de cuentas debían de estar conmigo, aunque no lo quisieran decir. Sale y quiere pegarme, el tío. Me decía: «¡A tu madre le haces esto!» «No que no se lo hago a mi madre», le contesto. «Va por usted, más que por ella.» Se me puso como un animal. Pero no lo dejé que me tocase. Y le sigo sonando el cencerro en todas las narices. Mi madre me chillaba desde la alcoba y me decía ciento y pico de barbaridades y cosas de mi padre muerto y comparándome con él. No llegó a levantarse de la cama. Y entonces cojo y le tiro el cencerro adentro de la alcoba y me marcho. Sólo mi hermana salió llorando al coche, la pobrecita. Ya casi lo sabían todos en el pueblo. Calcule usted el mal rato que ella pasaría, con solos quince años cumplidos, por entonces.

Lucio miraba al suelo, escarbando en el piso con un pie.

– Son cosas tristes las de las familias. ¿Luego qué tal se apañó?

– Pues ya con lo corrido que estaba de la guerra y la edad que tenía, no me podía asustar el mundo. Había aprendido en el frente el oficio de barbero; conque si un día afeitas a éste y el otro día al de más allá y acabas siendo el barbero de tu compañía. Y tal que me fui hasta Burgos, donde tenía un brigada, el cual se había portado muy bien conmigo en el frente. Y ése me colocó. Allí aprendí a cortar el pelo; pero acabé encontrándome a disgusto y me marché también. Y dando vueltas hasta hoy, de una parte a la otra. Soy culo de mal asiento. Aquí en Coslada es el primer sitio donde me he establecido por mi cuenta. Y ya ve usted, ni aun así deja uno de luchar ni de tener disgustos. Por eso es por lo que digo que me ha tocado el seis doble en esta vida. ¿Qué le parece? ¿Es así o no es así?

– Desde luego. Así es. Cuando uno sale torcido de su casa, con culpa o sin ella, torcido andará ya siempre por el mundo. Ya nada puede enderezarte. Basta que salgas con mal pie, que ya no rectificas en la vida. Si se portaron mal los tuyos, o fuiste tú el que te portaste mal con ellos, eso es igual. La cosa es que lo llevas dentro y no hay quien te lo saque, por muchos años y por mucha tierra que se pongan por medio.

– Sí que puede que sea como usted dice…

– Pues no le quepa duda. ¿ Cuál es la condición de uno, sino el trato y el roce que has tenido en tu casa? Pues así como eres, arreglado a los disgustos o a los remordimientos que te lleves a rastras, así te rodarán todas las cosas en la vida. Y eso no se desmiente, ni por mucho emperrarse y romperse los cuernos por triunfar. Lo que sacas de casa, sea lo que sea, eso es lo tuyo para siempre.

– El seis doble o la blanca doble, como yo digo.

– O la ficha que sea; de las veintiocho, la que te toque. Pero ésa no te la quitas de encima. Es un juego donde no caben trampas. Eso bien lo sé yo; la mía también, si no es el seis doble es otra tirando a negra, desde luego.

– Sí; antes le oí referir lo de la tahona.

– Y como ésa, todas. Todas en el mismo carrillo me las han propinado. Ahora, yo, a diferencia de usted, tengo que confesar que tengo menos derechos de quejarme. No fueron ellos, no, sino más bien fui yo mismo el que se portó mal con los míos. A lo menos, así me lo parece. Conque a callar se ha dicho y apechugar con lo que sea. Con todo lo que ha venido y lo que falte por venir.

El hombre de los z. b., se pasaba las manos por la cara. Hubo un silencio. Luego dijo:

– Así es que a uno ni de casarse le queda humor. Hace dos años estuve a punto. A tiempo me volví para atrás. Eso me creo que he salido ganando y eso me creo que ganaron ella y los que hubiesen venido. ¿No le parece a usted?

Petra apartaba con la mano ramas de madreselva y de vid americana que se descolgaban de arriba.

– ¡De primera! – dijo Ocaña, sentándose.

Justi regaba el suelo a mano de cubo. Hacia la izquierda de la mesa donde se habían sentado, se veía un gallinero con su pequeño corral, limitado por tela metálica. Un conejo muy gordo miraba, con las orejas enhiestas, a los recién venidos. Los tres pequeños pegaron cara y manos a los hexágonos de alambre, para mirar al conejo.

– ¡Qué blanco es! – dijo la niña.

El conejo se acercaba una cuarta y movía, olfateando, la nariz. Comentaba Juanito:

– No le hace ningún caso a las gallinas.

– ¡Claro! Es que no se entienden; ¿no ves que son de otra raza?

– ¡Mirarlo cómo mueve las narices!

– ¡Vaya una cosa! – dijo el mayor -. Conozco a un chico del barrio que te las mueve igual.

– ¡Tiene los ojos rojos! – exclamaba la niña con excitada admiración.

Amadeo, el mayor, se retiraba un poco.

– No os recostéis, que se hunde la alambrada – advirtió a sus hermanos.

Sonó una voz detrás de ellos. Sólo Amadeo se movió.

– Vamos, está llamando mamá.

El conejo se había asustado al ver moverse a Amadeo. Juanito dijo:

– A que se mete allí.

La madre llamó de nuevo. El conejo se había parado a la puerta de su madriguera. Amadeo insistía:

– ¡Venga!

–  Espera. A ver lo que hace ahora. Justina se ponía tras ellos, sin que la hubiesen sentido venir.

– Os llama tu mamá.

Se volvieron sorprendidos de oír una voz. Justina sonreía.

– ¿Qué? ¿Os ha gustado la coneja? Es bonita, ¿verdad? ¿Sabéis cómo se llama?

– ¿Tiene nombre?

– Claro que tiene nombre. Se llama Gilda. La niña puso una cara defraudada.

– ¿Gilda? Pues no me gusta. Es un nombre muy feo. Justina se echó a reír. Petra decía:

– Escuche usted, Mauricio. Seguramente usted sabrá informarnos qué finca es una que hay así sobre la carretera, a mano izquierda, según se viene para acá. Una que tiene un jardín precioso. ¿No sabe?

– Ya sé cuál dice, sí. Pues eso fue una quinta que se hizo Cocherito de Bilbao, el torero aquel antiguo, ya habrán oído hablar de él.

– Pero ése ya murió – dijo Felipe.

– Siií, hace un porrón de años que murió. Cuando él compró esa tierra no existía nada de todo esto. No debía haber entonces ni cuatro casas junto al río.

Petra explicó:

– Pues es que nos llamó la atención, esta mañana, ¿verdad, tú?, el paseo que tiene hasta el mismo chalet, y el arbolado. Debe ser una pura maravilla, a juzgar por lo que se ve desde la verja.

– Sí que lo es, sí. Ahora ya pertenece a otra gente.

– ¡Y grande! Es una finca que tiene que valer muchas pesetas – dijo Ocaña -. Entonces sabían vivir; no ahora estas casitas ridiculas que se hace la gente.

Mauricio estaba de pie junto a la mesa de ellos. Se veía a Faustina guisando, al fondo, en el marco de la ventana.

– Pero, ¿qué hacen esos niños? ¡Amadeo! ¡Venir inmediatamente! – gritaba Petra.

– En Barcelona, en la Bonanova – decía la cuñada de Ocaña-, allí sí que hay torres bonitas; y hechas con gusto, ¿eh? Jardines de lujo, con surtidores y azulejos, que valen una millonada. Es toda gente que tiene, ¿sabe? – hacía un signo de dinero con el pulgar y el índice.

– Sí, allí – dijo Mauricio -, mucho industrial. Petra llamó de nuevo:

– ¡Pero, chicos! ¡Petrita! ¡Veniros para acá inmediatamente! – bajó la voz -. ¡Qué niños! ¡Casi las cuatro que son ya!

Vinieron.

– ¡Venga; sentaros a comer! ¿No oíais que os estaba llamando? ¡Hacer esperar así a las personas mayores!