Salieron una señora gorda y una muchacha y muchos niños y el hermano de Ocaña y su mujer. La gorda le dijo a Mauricio:

– Usted, metiéndose con mi marido, como siempre. ¿Y Faustina? ¿Está bien? ¿Y la chica?

– Todos muy bien. Ustedes ya lo veo. Mauricio puso la mano en alguna de aquellas cabecitas rubias. Luego miró a la joven:

– Vaya. Ésta es ya una mujer. Ya pronto empezará a darles disgustos.

– Ya los da – contestaba la gorda -. ¿Conoce usted a mi cuñado y a su exposa?

Decía exposa, con equis, como si ya no lo fuera.

– Pues mucho gusto. ¿Cómo están ustedes? Eran flacos los dos. Ocaña, el chófer, se limpiaba el sudor con un pañuelo. Dijo.

– Aquí tenéis a Mauricio; el gran Mauricio. Y la gorda decía:

– Ya lo conocen a usted. Nos han oído hablar cientos de veces. A Felipe no se le cae su nombre de la boca. Antes se olvida de sus hijos que olvidarse de usted. ¡Vosotros! ¡Hala! ¿Qué hacéis ahí como pasmados? ¡Venga, ayudar a papá a sacar los trastos de la maleta!

Se volvió a la muchacha:

– Tú, Felisita, te encargas de las botellas, no me las vayan a romper.

A Mauricio de nuevo:

– ¡Son más adanes!; le tienen declarada la guerra a todo lo que sea loza y cristal. Sacudía la cabeza.

–  La edad que tienen…-dijo Mauricio-. Vamos pasando, si ustedes gustan, que pica mucho el sol.

El hombre de los z. b. los veía venir desde la puerta.

– Vaya río hermoso que tienen ustedes. No se quejarán – seguía diciendo ella.

El hombre de los z. b. le cedió el paso y la miraba el busto de reojo.

– Cuidado el escalón – advertía Mauricio. La mujer saludó brevemente:

– Muy buenas.

El matrimonio entraba detrás de ella. El alguacil se retiró del mostrador y se cogía las manos por detrás. Mauricio ofreció unas sillas.

– Y la gente que viene – decía ella sentándose -; cada año viene más. Y nosotros, en cambio, vaya facha de río. Vaya un Manzanares más ridículo, que parece una palangana, con ese agua tan marrana que trae, que es la vergüenza de un Madrid.

– Pues creo que ahora lo van a poner mejor.

– Ca. Ese río no lo arregla ni el mismísimo Churchill que lo pusieran de alcalde de Madrid, con todo el talento que le dan en la Prensa a ese señor.

– Todo sería cuestión de perras.

– Como no trasladen Madrid entero… Pues también vaya un sitio que fueron a escoger para construir la capital de España. Cuando fuera, que yo no lo sé, en los tiempos antiguos; allá… – señalaba hacia lejos con la mano -; tenía que ser una gente ignorante. Ya podían haber escogido un río un poco más río. Con tanto sitio hermoso como hay.

Felipe Ocaña tenía la cabeza zambullida en el interior del coche. Había bajado el respaldo del asiento trasero e iba sacando cosas de allí y pasándolas a las manos de los hijos, que se las recogían en la portezuela. A veces no había ninguna mano preparada y venía su voz desde lo profundo:

– ¡Venga! ¡No me tengáis así! Al fin sacó el cuerpo y dijo:

– Iros llevando las cosas, hala.

Se repartieron todo entre los cuatro. Felisa iba diciendo:

– Mamá ha dicho que las botellas las lleve yo.

Felipe giraba las manivelas de los cristales. Los cuatro hijos se iban hacia la casa de Mauricio con todos los envoltorios. Los dos varones, muy rubitos, tenían unas sandalias de goma y estaban todavía en taparrabos. Miraban a todas partes. Sonaron las portezuelas del taxi, por detrás. Felipe cerró con llave y ya viniendo se volvió de soslayo y echó una rápida mirada a los neumáticos. Silbaba mientras venía. Sus hijos entraban ya.

– Ponerlo todo aquí encima, de momento – dijo la madre-; con cuidado, Juanito. – Se dirigió al ventero:

– ¿Qué tal está el jardín? ¿Tiene sombra, como el año pasado?

– Más. Este invierno le puse otras diez enredaderas y ya me han cubierto un buen cacho más. Allí están ustedes mejor.

Faustina venía por el pasillo, secándose una mano en el mandil. Al ver la espalda de la recién llegada se volvió para atrás desde la misma puerta. El hermano de Ocaña decía:

– Pues está esto muy bien; con su jardín y todo, a la parte de atrás. Ahora en verano ha de tener buena explotación.

– No lo crea – le contestó Mauricio -. Los que hacen el negocio son los que están sobre el río y la carretera. Aquí no llegan muchos. La situación es mala.

Felisa arrimó una silla y se sentaba muy cerca de su madre, con un ademán compuesto. Uno de los dos niños miraba a Lucio; lo exploraba de pies a cabeza.

– Pues eso tiene fácil arreglo. Con colocar unas cuantas flechas y letreros en la carretera, según se viene para acá, se traía usted a la gente.

Mauricio se metía en el mostrador:

– No me dejan ponerlos. Todo eso paga impuestos al Estado.

– Ya se sabe; sin impuestos ni el sueño. Pero trae cuenta. Había aparecido Felipe en el umbral, con el dedo metido en el anillo del llavero, que giraba sonando.

– Ya estamos todos – dijo.

Al tiempo entró Faustina por la puerta interior. Se había quitado el mandil y aún venía ajustándose una horquilla.

– ¡Dichosos los ojos!

La mujer de Felipe se volvió. Carmelo y el carnicero miraban a los estantes de botellas. Faustina dio la mano a la señora de Ocaña y se echó para atrás, como si la admirase:

– ¡Si cada año viene usted más buena! La otra entornó los párpados y columpiaba la cabeza, afectando una sonrisa modesta y quejumbrosa.

– Ca, no lo crea, Faustina, no lo crea; las apariencias engañan, el tiempo pasa por una, como por todos los demás mortales. Por desgracia no es como usted dice…

Lucio miraba a todos sin recato.

– Me he pasado un invierno muy malita. Si viera usted… No soy aquélla, no.

El carnicero escupía y pisaba una colilla encendida, aprovechando para mirar de soslayo hacia atrás.

– Las cosas dejan su huella – cambió de gesto-. ¿Conoce usted a mi cuñado y a su esposa?

Faustina les dio la mano a través de la mesa. La otra dijo:

– Encantada.

Se le notaba un deje catalán.

– Pues han tomado ustedes posesión de su casa; siendo familia de aquí, como de siempre.

Fue la mujer de Felipe la que se adelantó a dar las gracias en nombre del cuñado. Faustina saludaba a Felipe, mientras Carmelo y el carnicero iban pagando a Mauricio. El hombre de los z. b. subía y bajaba sobre las puntas de los pies, mirando al techo.

– ¡Estáte quieto, Juanito! – le decía Felisita a su hermano.

El chico daba vueltas y vueltas a una mesa, paseando una mano por el mármol y haciendo con la boca un zumbido de buque de vapor. La mano se hizo avión entonces y despegó de la mesa hasta pasar rozando el pelo de Felisa. Ella no consiguió derribarlo de un manotazo, fallido en el aire.

– ¡Mamá, mira Juanito!

– Ustedes lo pasen bien – decía, saliendo, el carnicero.

El alguacil se tocó la gorra con el índice en señal de saludo. El hombre de los z. b. los despedía con un gesto del mentón.

– ¿Se queda? – le dijo el carnicero.

–  Un rato – y señalaba, sin haberlo mirado, a su reloj de pulsera.

Carmelo y su compañero salieron hacia el sol y tomaban la ruta de San Fernando. Ahora había entrado Justi, endomingada.

– ¡Vaya moza que tienen ustedes! – decía, dirigiéndose a Mauricio, la mujer de Felipe.

La chica se reía sin timidez, de pie junto a la gorda, que le tenía una mano en la cadera como si comprobase lo sólida que estaba.

– ¿Tendrá ya novio? – dijo, levantando los ojos hacia Justi.

– Sí que lo tiene, sí – contestaba la madre, y sonreía con las manos cogidas.

Felisita miraba a Justi con interés. El hombre de los z. b. se había acercado a Lucio, pero no hablaban. Ocaña dijo a su mujer:

– Petra, las tres y media dadas, hija. Yo creo que ya va siendo hora de que pasemos al jardín.

– Vamos, vamos – decía movilizándose -; por mí, cuando queráis.

Se levantaron todos. Justi empezó a coger cosas.

– Huy, deja, chica, no te molestes; lo que es manos, aquí no nos faltan, a Dios gracias, para llevar todo esto y mucho más. Tú no hagas nada. Deja que los chicos lo lleven, ya que no sirven para cosa buena.

– No es molestia ninguna -dijo Justina.

Y desapareció hacia el pasillo con una cesta. Mauricio se salió del mostrador y fue por delante de todos, como abriendo camino, y para aconsejarles en el jardín una mesa a propósito.

– No dejéis nada – dijo Petra.

Careaba a sus hijos por delante, hacia el corredor. Luego entró ella, y los cuñados, y Felipe el último. Lucio decía al hombre de los z. b., señalando con la cabeza hacia la puerta por. donde todos habían salido:

– Éste ya puede agarrarse al volante de firme, con esos cuatro lobeznos en casa pidiendo pan.

– Y destrozando calzado…-añadía el otro.

Escurrían por el cuello de Sebas regueros de sudor ensuciados de polvo, a esconderse en el vello de su pecho. Tenía los hombros bien redondeados, los antebrazos fuertes. Sus manos duras como herramientas se dejaban caer pedacitos de tortilla encima de los muslos. Santos, blanco y lampiño junto a él, alargaba su brazo a la tartera de Lucita:

– ¿Me permites?

– Coge, por Dios.

– ¡Cómo te llamas al arrimo!

– Sí, la vais a dejar a la chica sin una empanada.

– Para eso están. Traigo de sobra; tú cógela, Santos.

El sol arriba se embebía en las copas de los árboles, trasluciendo el follaje multiverde. Guiñaba de ultrametálicos destellos en las rendijas de las hojas y hería diagonalmente el ámbito del soto, en saetas de polvo encendido, que tocaban el suelo y entrelucían en la sombra, como escamas de luz. Moteaba de redondos lunares, monedas de oro, las espaldas de Alicia y de Mely, la camisa de Miguel, y andaba rebrillando por el centro del corro en los vidrios, los cubiertos de alpaca, el aluminio de las tarteras, la cacerola roja, la jarra de sangría, todo allí encima de blancas, cuadrazules servilletas, extendidas sobre el polvo.

– ¡El Santos, cómo le da! ¡Vaya un saque que tiene el sujeto! Qué forma de meter.

– Hay que hacer por la vida, chico. Pues tú tampoco te portas malamente.

– Ni la mitad que tú. Tú es que no paras, te empleas a fondo.

– Se disfruta de verlo comer – dijo Carmen.

– ¿Ah, sí? Mira ésta, ¿te has dado cuenta el detalle? Y que disfruta viéndolo comer. Eso se llama una novia, ¿ves tú?

– Ya lo creo. Luego éste igual no la sabe apreciar. Eso seguro.