– Padre… – y se cortaba de pronto al descubrir la presencia del hombre de los z. b. Mauricio dijo:

– Pasa, bonita. No te estés ahí al sol. La niña recelaba. Insistió el Chamarís:

– Pero, entra, Marita; no seas boba. Nadie te va a comer.

Ahora entró de golpe y cruzó como un rayo y ya estaba abrazada a los pantalones del Chamarís. El Chamarís la besaba en el pelo, y le decía:

– Pero hija, ¿qué vergüencillas son esas que te traes hoy? Con lo desenvuelta que es la niña esta. Di, ¿qué querías? La niña contestaba por lo bajo:

– Mamá, que se venga usted a comer.

– Bueno, pues ahora mismo vamos.

La niña se apretujaba cada vez más contra la pierna de su padre, volviéndoles las espaldas a todos los presentes. Ahora el hombre de los z. b. se acercó y se ponía en cuclillas junto a ella; sonriendo le dijo:

– Si ya lo sé que eres tú la de esta mañana. No te creas que no te conozco lagartija.

Ella escondía la cara entre las piernas del Chamarís. El hombre de los z. b. le insistía de nuevo:

– Vuélvete, mujer; mira un momento para acá. ¿Crees que me enfado yo por eso?

Apareció media cara de la niña y ya empezaba a sonreírse; se volvía a esconder. El otro continuaba:

– ¿No quieres ser mi novia?

Ahora la niña se reía más y de pronto mostró toda la cara. Le dijo el padre:

– ¿Qué secretos te traes tú con el barbero?

– Cosas nuestras – decía el hombre de los z. b. -; ¿verdad que sí, bonita? ¿Cómo te llamas?

– Mari.

El Chamarís apuraba el vaso; dijo:

– Alguna picardía os traéis entre los dos. Vamonos, hija, para casa.

– Tiene usted una chiquilla muy salada. – le decía, levantándose, el hombre de los z. b. -. Bueno, Mari, preciosa, que nos veamos. Ya sabes.

– Anda, hija mía, por lo menos contéstale al barbero, ya que sois tan amigos.

– Adiós, señor barbero.

– ¿No me das un besito?

Inclinaba la cara hacia la niña, y ella lo besó maquinalmente, rozándole apenas.

– Así. Hasta la vista, guapa.

– Taluego, señores. ¡Toma, Azufre…! El perro se levantó de un salto y salió por la puerta, delante de los suyos.

– Hasta la tarde.

El hombre de los z. b. comentaba:

– Tiene una chica muy crecidita, para ser él tan joven. ¿Qué años podrá tener la niña esta?

–  Pues seis o siete debe tener. Miguel dijo a Mauricio:

– Oiga: ¿y usted no podría dejarnos una jarra y unos cachos de hielo, para poner una sangría?

– De hielo no crean ustedes que ando muy bien. Lo tengo que durar hasta la noche. Ya veremos a ver. La jarra sí. ¡Faustina! También llevarán gaseosa, en ese caso.

– Sí. Y un limón – dijo Tito -, a ser posible.

– Un limón me parece que sí. Entró Faustina.

– ¿Qué?

– Mira a ver una jarra por ahí, para estos jóvenes. Y un limón.

La mujer asintió con la cabeza y se volvió a meter.

– Eso está bien pensado – dijo Lucio -; una buena sangría se agradece, con estos calores. Y yo que ustedes, ¿saben lo que le echaba? Pues tres o cuatro cepitas de ginebra. Así el alcol que se pierde al ponerle gaseosa, se recobra, es decir, se compensa con el alcol de la ginebra, ¿eh? ¿Qué les parece la receta?

– Está bien; pero es que eso es mucha mezcla ya, y después a las chicas se les sube a la cabeza por menos de nada.

– Ah, bueno, en ese caso… Si ustedes quieren tener consideraciones con las faldas, ahí ya no entro yo. Pero le advierto que en mis tiempos no andábamos con esos respetos; se hacía lo que se podía. Se conoce que ahora…

Entró Faustina; dejó la jarra sobre el mostrador. Ya volvía a meterse de nuevo y se detuvo en la puerta, dirigiéndose a Tito, y señalaba la jarra con el índice:

– Y no me la rompan ustedes. ¿Eh? Que es la única jarra que tengo. Así que cuidadito.

– Descuide, señora; más que si fuera nuestra. Faustina volvió a meterse hacia el pasillo.

– ¡Y el limón! – le gritaba Mauricio detrás, levantando la cara de la caja del hielo.

Ya sacaba unos cuantos pedazos y los metió en la jarra.

– Con este poco tienen que arreglarse. No les puedo dar más.

– Ya es bastante. Muchísimas gracias.

–  ¿Cuántas gaseosas quieren?

– ¿Qué te parece a ti, Miguel?, ¿cuántas nos llevaríamos? Miguel estaba ocupado en preparar los macutos con las botellas de vino y las tarteras.

– Pues… Que nos ponga ocho, por ejemplo. Yo creo que con ocho habrá bastante. Y otra grande de vino. La que tienen abajo debe de estarse ya finiquitando, a estas alturas.

– Ocho, entonces. Faustina entraba; dijo:

– El limón.

Lo puso junto a la jarra, con un toque rotundo, y salió. Miguel y Tito aparejaban los cachivaches. El carnicero comentaba:

– Pues se han venido ustedes unos cuantos.

– Once venimos en total – se dirigió a Mauricio -. Oiga, póngales usted aquí unos vasitos por nuestra cuenta, haga el favor.

– Se le agradece, joven.

– De nada, figúrese usted.

– Pues mala cosa es esa de ser impares, viniendo de jira – dijo Lucio -. Hay siempre uno que es el que está de más.

– No se preocupe; el que venía de más ya se cogió la tranca por su cuenta y se durmió como un pedrusco. Ni se bañó siquiera – dijo Miguel.

Tito le preguntó:

– Oye, es verdad; y la tartera del Dani, ¿qué hacemos con ella?, ¿la bajamos por fin?

– Naturalmente. ¿Cómo querías que le hiciésemos una guarrada semejante?

– Pues él nos la hizo a nosotros el primero.

– ¿Y te vas a tomar el desquite por esa tontería?

– No, ¡qué va! Yo no tengo ningún interés. Vosotros lo dijisteis. Si es por mí, se la bajamos, desde luego, y no hay más que hablar.

Miguel había terminado y saludaba:

– Bueno, pues hasta luego, entonces.

– Vaya; que sigan ustedes pasándolo bien.

– Adiós, jóvenes. Tengan cuidado ahí, no tropezar, que van ustedes muy cargados.

–  Ya; gracias. Adiós.

Salieron ambos, con los macutos colgados de los hombros y del cuello. Miguel llevaba tres botellas en las manos y Tito la otra botella y la jarra azul que Faustina les había dejado. El carnicero preguntó:

– ¿Qué hora va siendo?

– La de comer. Las dos y media ya pasadas. El alguacil había vuelto a quitarse la gorra y se rascaba la cabeza. El carnicero le dijo:

– ¿Te pica?

– De puro talento, le pica – comentaba Mauricio. El carnicero bostezaba y se asomó al umbral; se oía la música lejana; dijo:

– Desde aquí mismo se oye la que hay formada en el río.

– Tiene que haber mucho público, sí.

– Antes éramos los de los pueblos – decía el hombre de los z. b. – los que íbamos a pasarnos las fiestas a las capitales. Ahora, en cambio, son los de las capitales los que se vienen al campo.

– Ninguno está conforme con lo que tiene – dijo Lucio -. Siempre se echa de menos lo contrario.

– Sí, lo que es – replicaba Carmelo -; como estuviera yo en los Madriles, escapado iba a echar yo de menos todo esto de aquí. Mejor campando por tus respetos en un Madrid, aunque sea no siendo uno nadie, que alcalde en Torrejón, con toda la importancia de ese pueblo. Si ya lo dice la gente: «De Madrid al cielo», ahí está; con eso ya queda dicho.

El carnicero se volvió, sonriendo, hacia él.

– Bueno, ¿y tú qué harías en un Madrid?, vamos a ver. Cuéntanoslo.

– ¿Yo…? ¿Que qué haría…? – se le encendía la cara -. ¿Qué es lo que haría yo en Madrid? – chasqueó con la lengua, como el que va a empezar a relatar alguna cosa alucinante-. Pues, lo primero… Me iba a un sastre. A que me hiciese un traje pero bien. Por todo lo alto. Un terno de quinientas pesetas…

Se pasaba las manos por la raída chaquetilla, como si la transfigurase. Mauricio le interrumpió:

– ¿De quinientas pesetas? ¿Pero tú qué te crees que te cuestan los trajes a la medida en Madrid? Con quinientas pesetas ni el chaleco, hijo mío.

– Pues las que hiciesen falta – dijo el otro -. Quien dice quinientas, dice setecientas…

– Bueno, hombre, sigue. Pongamos que con setecientas te alcanzaba para ponerte siquiera medio decente. ¿Luego qué hacías?, a ver. Continúa.

– Pues luego, me salía yo a la calle, con mi trajecito encima, bien maqueado, pañuelo de seda aquí, en el bolsillo este de arriba, ¿eh?, mi corbata, un reloj de pulsera de estos cronométricos, y me iba a darme un paseo por la Gran Vía. Poquito; ida y vuelta nada más, y descansado, para sentarme a renglón seguido en la terraza de un café, ¿cómo se llama ése?, Zahara, en la terraza del Zahara. Allí ya, bien repantigado, daba unas palmaditas – hizo el gesto de darlas -; y en esto, el camarero: un doble de cerveza así de alto con… con una buena ración de patatas fritas, eso es. Ah, y el limpia. Que me mandase en seguida al limpiabotas para sacarme brillo a los zapatos…

El hombre de los z. b. se miró a los empeines. Lucio dijo:

– ¡Ay, amigo!, eso ya lo sabía yo, fíjese. Lo estaba viendo venir.

– ¿El qué?

– Que lo primero qué iba a llamar es al limpiabotas. Estaba seguro.

– ¿Y usted por qué estaba seguro de eso?

– Pues porque si. No podía fallar. ¿No ve que tengo ya muchos años? No falla; es lo primero que se les ocurre a todos los que hablan de la buena vida: que venga un tío a limpiarles los zapatos.

– Pues a esta cuarta botella ya la podíamos ir metiendo mano.

– ¿A palo seco? – replicaba Alicia -. Ahora como sentaba bien es con algún aperitivo.

– Pues mira – dijo Fernando -; en el río hay cangrejos. Métete a ver si atrapas alguno.

– ¡Qué gracioso!

Sebastián sugería:

– ¿No andaba por ahí hace un momento el de los cacahueses? Le podíamos coger un par de pesetillas. Con eso ya teníamos tapa.

– No es mala idea. ¿Por dónde lo habéis visto?

– Pasó hace un rato para abajo. Un tío con chaqueta blanca y con un gorro de papel de periódico, como el de Pipo y Pipa.

– Mirar a ver si lo veis.

– Hija, a ti todo lo que sea comer… – le dijo Mely.

– Si es que es verdad; si es que ya son… ¡Mirarlo! ¡Allí está el hombre! ¿No es aquél?

Lo señalaba, entre los árboles, parado en otro grupo; una mancha de sol le lucía en lo blanco de la tela. Fernando se introdujo los dos meñiques en la boca y emitió un silbido largo hacia el vendedor. Estaba recogiendo unas pesetas y les hizo señal con la otra mano de que esperasen, que en seguida venía.