– ¿Y ha vuelto usted a saber algo de él? – le preguntó Mauricio.

– Casi nada. Creo que luego marcharon al pueblo de su señora, que era este dee… Este que está por la parte de Cáceres; sí, hombre, ¿cómo se llama el pueblo ése…? Navalmoral, esto es. Navalmoral de la Mata. Un pueblo grande, por cierto.

Venía una rama de árbol con el agua del río.

– Mira; parece un animal; ¡cómo se mueve! – dijo Fernando -; un caimán.

Era una rama verde, recién tronchada. Se iba atascando, de vez en vez, en los bajos de arena, giraba sobre sí misma y navegaba de nuevo, lentamente, aflorando en las aguas rojas. Les gustaba mirarla.

– Yo tengo hambre – dijo Alicia -; creo que debíamos de ir pensando en comer.

Ahora unos chicos que ya salían del baño se volvieron al ver la rama y la cogieron por una punta y la sacaron. La venían arrastrando tierra adentro y corrían como las mulillas que se llevan al toro muerto, afuera de la plaza. Ya todos se encaminaron hacia el hato donde estaba Daniel, y les salía Carmen al encuentro. Santos le preguntó:

– ¿Y ése qué hace? ¿Durmiendo todavía?

– Se espabiló un poquito, antes. Me hizo una gracia… Tiene un despiste que no quieras saber. Está modorro del todo.

Tito y Lucita estaban ya donde Daniel. A Tito se le vio desperezarse con los brazos abiertos, sacando el pecho contra el sol.

–  Bueno – dijo Miguel cuando llegaban -, ¿cómo queréis que organicemos esto? ¿Os parece comer aquí, o preferís que nos subamos?

Fernando dijo:

– Pues arriba creo yo que comeríamos más a gusto.

– De ninguna manera – protestaba Mely-; tener que irnos ahora hasta ahí arriba, con el calor tan espantoso que hace. Imposible. Vaya una idea.

– Aquí, naturalmente. ¿Quién es el guapo que se mueve ahora? ¡No es nada!, ¿sabes? Y tener que vestirnos y toda la pesca.

– Yo lo decía porque allí en el jardín teníamos nuestra mesita, y sillas para sentarnos y hasta mantel si queríamos.

– Que no compensa, hombre. Además, vaya gracia, digo yo; para comer de esa manera, mejor en casa. ¿A qué se viene al campo? Hemos venido a pasar un día de jira y hay que comer como se come. De lo contrario no interesa. Lo otro lo tenemos ya muy visto.

– Pues claro. El gusto está en la variación. El refrán te lo dice.

– Nada, hombre, aquí. Ni dudarlo. Que no se piense más.

– Pues entonces, a ver quién sube a por las tarteras.

– Eso hay que echarlo a suertes.

– Pues a los chinos, ¿vale?

– Tú estás loco, muchacho – dijo Alicia -. A los chinos os tiráis una hora, y mientras tanto aquí las demás nos desmayamos de gazuza.

– A los chinos tenía más emoción.

– Bueno, pues dejaros ahora de emociones y venga lo que sea. Rápido.

– Hala, pues va a ser rápido como el cemento – dijo Miguel-; vais a ver. Se echa a los papelitos. ¿Quién tiene un lápiz? ¿No tenéis nadie un lapicero?

– ¿Y a quién se le va ocurrir traerse un lápiz al campo? ¿Qué querías que hiciésemos con él?

– ¿ Te es igual una barra de labios? – dijo Mely -. Si te sirve, la saco.

– Tráetela para acá; sí que me vale.

– Tú, pásame la bolsa, haz el favor.

–  Ahí te va.

Mely la recogió en el aire. Mientras buscaba allí dentro la barra, decía:

– Pero no me la fastidiéis, ¿eh?, que me cuestan muy caras.

– No te preocupes. Oye; y ahora hay que encontrar los papelitos.

– Toma, tú – decía Mely, entregándole la barra de labios a Miguel -. No hace falta apretar casi nada; con tocar el papel, ya lo deja marcado.

– Aquí hay papeles, mira.

Tito cogió un periódico del suelo y le sacó una tira de los márgenes. Mely había sacado de su bolsa la cajetilla de Bisonte.

– ¿Tú quieres, Ali?

– Bueno, sí, pues dame.

– Yo digo que tendrán que subir dos, porque uno solo no va a poder con todo.

Ahora, Miguel partía los papelitos.

– Sí, dos; claro está.

– Y el Dani que no se escurra del sorteo – dijo Fernando -. Echa también para él. Porque esté así, no se nos va a librar de extranjís. Sería una marranada.

– Está en el séptimo cielo, ahora mismo, el infeliz.

– Pues que se apee.

– Van cuatro en blanco y dos llevan la cruz. Al que le toque la cruz, ése se viste y sube a buscar la comida, ¿entendido?

– De acuerdo,

Mely y Alicia habían encendido los pitillos y Santos las miraba y decía riendo:

– A mí esto de que fumen las mujeres, me le quita todo el gusto al tabaco.

– Pues ¡qué barbaridad!; todo lo queréis para vosotros solos. Ya bastantes ventajas son las que tenéis.

– ¿Por ejemplo?

Ya habían terminado de doblar los papelitos y Fernando gritaba hacia las chicas.

– ¡A ver, una mano inocente! ¡A escape! ¡Una mano inocente para sacar bola!

Se miraban las chicas unas a otras, riéndose.

– Aquí mano inocente no hay ninguna, ¿que os habéis creído?

– Pues a ver – preguntó Sebastián -; ¿cuál es la más inocente de vosotras?

Mely puso una cara maliciosa y dijo:

– ¡ Lucita! Lucita es la más inocente de todas.

– Pues claro, Lucí – insistían entre risas -. ¡Que salga ella!

– Anda, Lucita; te han calado – le decía Fernando -; te ha tocado sacar los papelitos. Sal para acá. Lucita preguntó:

– ¿Y qué es lo que tengo que hacer? Se había puesto colorada.

– Ahora mismo te lo explicamos; es muy fácil. Tú, Mely, guapa, déjame otra cosa; mira: el gorrito ese que tienes nos vendría de primera para meter los papelillos.

– Hijo, todo lo tengo que poner yo. Toma el gorrito, anda. Sebas cogía el gorro y luego le metía los papeles y revolvía, diciendo:

– Tres de vermut, dos de ginebra, unas gotas de menta, un trocito de hielo, agítese y sírvase en el acto. Toma, Lucí, bonita.

– Mira, te pones ahí de espaldas y vas sacando las papeletas una a una, y a cada papeleta que sacas me preguntas: «¿Y ésa, para quién?», y yo te diré un nombre, y ése le toca lo que diga en el papel que tú hayas sacado, ¿estamos de acuerdo?

Lucí asentía.

– Pues venga.

– ¡Dentro de breves momentos procederemos al sorteo! – decía Sebas con voz de charlatán -. ¡Oído a la carta premiada!

Ya Lucita se había colocado.

– ¿Y quién se lleva el mono?

– ¡Va bola, señores! – dijo Miguel -. ¡Tira, Lucita; saca ya el primero!

– Ya está. ¿Para quién es?

Miguel miraba todo el corro, sonriendo:

–  Paraaa… ¡para Santos!

– Y ahora, ¿qué hago? ¿Lo tengo que abrir?

– Pues claro; a ver lo que pone.

Hubo un silencio mientras Lucí desdoblaba el papel.

– Aquí no pone nada. Está en blanco. Pues se libró.

– ¡Vaya potra que tienes, hijo mío!

– ¡Eh!, ¡que lo enseñe, que lo enseñe!

– ¿Desconfías de Lucita, desgraciado? ¡Si serás…!

– ¡Venga! ¡Otro tira y se divierte!

– ¿Lo saco ya?

– Sí, sí, que corre prisa.

– Ya. ¿Para quién?

– Pues, para Tito mismo.

Tito también se libró. No dijo nada; estaba en pie y se limitó a sentarse.

– ¡Choca! – le dijo Santos -. Nosotros ya no subimos. La papeleta siguiente fue de Fernando; tenía una cruz.

– ¡Los quince millones en Arguelles! – gritaba Sebastián.

– Me alegro – dijo Mely -; ¿no querías tú subir? Pues ya te puedes ir vistiendo.

– Espérate, mujer, que salga el otro. Veamos quién me toca de pareja. ¡Sigue, tú!

– ¿Y ahora de quién? – dijo Luci.

– ¡Para mí! – contestaba Miguel. Estaba en blanco. Sebastián protestó:

– ¡Vaya listo que eres! No es zorro ni nada, el tío. Como sabe que es muy difícil que salgan dos seguidas, se esperó a que saliera la primera, y en seguida, detrás, va y se nombra a sí mismo. Eso es jugar con ventaja.

– Pues pide el librito de reclamaciones. ¡Otra, Luci! Esta vez le tocó a Daniel y tenía una cruz. Lo jalearon.

– ¡Ha habido suertecilla, Daniel!

– ¡Toma ya, hijo! ¡Y eso para que te vayas espabilando!

Levantó la cabeza Daniel y ponía mala cara a las bromas.

Fernando se acercó a él y le daba unos golpecitos en la espalda.

– ¡Ya lo sabes, bonito! ¡Te ha tocado! Daniel le apartó la mano bruscamente.

– Pues yo no voy.

– ¿Cómo que no?

– ¡Como que no! Pues comiendo; que no voy.

– ¿Que tú no vas? ¿Qué es eso de que no vas? – se dirigió a los otros -. Oye, tú, ¿habéis oído lo que dice? ¡Que él no sube, se pone! ¡Tú subes igual que yo! ¡Vaya si subes! Si te molesta, te fastidias. ¿Crees que a mí me hace gracia? Pues gracia ninguna no me hace; y sin embargo, subo.

Sebastián conciliaba:

– Hombre, Daniel, no me mates, ahora. Tú eres el único aquí que estás vestido; el que menos trabajo te cuesta. No nos hagas ahora la faena a todos los demás; las chicas tienen hambre que se mueren.

– Pues yo no. Yo no tengo hambre, ya ves. No pienso probar bocado; así que tampoco tengo por qué subir.

– ¡Pues eso haberlo dicho antes! ¡Ahora ya te ha tocado ir, y vas! ¡Vaya que si vas!, ¡aunque luego no comas si no quieres!- le gritaba Fernando.

Al ver que el otro no se movía, lo agarró por la camiseta.

– ¿Me has entendido? ¡Que te levantes! ¡Te digo que te levantes!

Daniel se desasía violentamente y se encaraba con Fernando.

– ¡Suéltame, tú! ¡Ya he dicho que no voy! ¡No me da la realísima!, ¿más claro?

– Es tontería; si no lo vais a convencer…

– ¡Eres tú muy bonito! No tienes ni vergüenza. ¿Pero por qué regla de tres vas a ser tú distinto de los demás? ¿Quién te has creído aquí que eres?

– Venga, Fernando; déjalo ya – le decía Miguel -; más vale que lo dejes. ¿Qué vas a hacer? Tampoco vamos a subirlo a rastras. Subo yo mismo en su lugar y asunto terminado. Vamos tú y yo. Y su tartera la dejamos arriba, ya que pone el pretexto de que no tiene hambre; ya está.

– ¡Pero es que no hay derecho, Miguel! ¡Le ha tocado una cruz!, ¿por qué no sube? ¿Cómo lo vamos a dejar que se salga con la suya y nada más que porque sí? ¡Va a ser aquí el niño bonito!

– ¿Y yo qué quieres que le haga? ¿No lo vas a llevar a la fuerza?

–  Pues si Daniel no sube, yo tampoco. Ya está. Que suba Rita.

– ¡Cómo sois; hay que fastidiarse! – dijo Paulina -. ¡La hora que es ya!

– Yo, allá penas. Yo me he librado en el sorteo. Que se respete.