– ¡Qué pronto te lo guipaste! – dijo Fernando.

– Lo que a ésta se le vaya…, en tratándose de comer. Alicia protestó:

– Tampoco me pongáis mal, ahora. Como si fuera una tragona de miedo.

– Eso no es malo. Señal de que hay salud. Sebas se había incorporado un momento para mirar por detrás de Paulina, hacia el corro cercano; dijo:

– Y a propósito de comidas, vaya un olor que viene de la paella esa, ¿no lo notáis?

– Ya llevo un rato sintiéndolo, hijo – le contestaba Santos -. No os quería decir nada para que no padecierais. De buena gana me acercaba yo ahora mismo, a ver si me hacían un sitio.

Ahí, en la familia del Buda, todos metían y sacaban las cucharas, comiéndose la paella en la misma sartén. «Aquí el que sopla pierde viaje», había dicho el Buda, riéndose a mares de sus propias palabras y atragantándose en su risa y tosiendo, todo ruidoso y congestionado. Ahora había un murmullo sosegado por toda la arboleda y llegaba la música desde las radios de los merenderos. «¡Ay, Portugal, por qué te quiero tanto…!» Apuntaban al norte las sombras de los árboles, a Somosierra. No había nadie en el río.

– A ver esa botella – dijo Santos. Ya llegaba el pipero:

– Muy buenos días tengan ustedes – les bajaba la cesta para mostrar la mercancía-. ¿Qué les pongo?

– Pues cacahués.

– Son a peseta la medida – enseñaba en la mano un cubilete de madera con arillos de hierro-. ¿Cuántas quieren?

– Un duro.

– ¡Quieto, Fernando! – dijo Alicia -; esto es mío. Lo paga Miguel.

El otro se buscaba el dinero.

– ¡Qué tontería! – contestó -. Estás tú buena.

– He sido yo la que los ha pedido. Tengo el portamonedas de Miguel aquí.

– Que te estés quieta, Alicia; ¡tendrá que ver! Nos los vamos a comer entre todos, ¿no? ¡Pues entonces!

– Vaya. Llegó la hora de los cumplidos – dijo Mely -. A ver si es que a ti no te va a poder convidar más que tu novio.

– Si no es eso, mujer. Si es que fui yo la que pedí los cacahueses.

– ¿Y qué más da?

Fernando recogía el cartucho de manos del hombre y le entregaba las cinco pesetas.

– Cuidado no se caigan…-dijo el hombre-. Ustedes lo pasen bien.

Ya se alejaba por los árboles; «¡Qué rricos! ¡Tostaaos!» Sebas se daba media vuelta en el regazo de Paulina; le dijo:

– Anda, Pauli, lucero, ráscame la espalda un poquito.

– ¡Míralo él!

– Si es que pica mucho, mujer.

– No haberte puesto al sol. Además, es peor si te rasco. Lo que te puedo hacer es untarte de nivea; eso sí.

– No quiero pringues; luego se pega todo el polvo.

– Entonces nada, hijo mío; lo siento. De rascarte, ni hablar.

Ya todos estaban a vueltas con el cartucho de los cacahueses. El crujir de las cáscaras hizo volverse a Paulina.

–  Aquí hay que andar listos – dijo Mely-. El que no corre, vuela.

– Más hambre que vergüenza es lo que tenemos.

Sonaba el crujir continuo, como una pequeña trituradora. El cartucho estaba en el suelo, en medio de todos. Caían las cascarillas sobre los muslos desnudos. Fernando decía:

– Pues el año cuarenta y el cuarenta y uno hacían el café con cositas de éstas.

– ¿Quién te lo ha dicho?

– Yo que lo sé. Y con algarrobas y cosas peores. Así era el café de asqueroso.

– Eso no era café ni era nada – le dijo Santos.

– Llámalo hache. El caso es que lo hacían con cáscaras de éstas y en la tienda lo llamaban café.

Paulina se volvía hacia el cartucho y cogió un buen puñado de cacahueses.

– ¡Eh, tú! – dijo Alicia-; . ¿Adonde vas con eso?

– ¡Uno a uno, niña! Cucharada y paso atrás.

– Son para Sebastián y para mí; como éste no quiere moverse. No pienso coger más – dijo Paulina.

Luego precipitaba la rapiña sobre el cartucho de los cacahueses y todos se tiraron de bruces encima de él, forcejeando y disputándose la presa, entre risas y voces. Quedó en el suelo el trozo de periódico hecho jirones y algunos cacahueses aplastados, revueltos con la tierra.

– A esto no hay derecho;-dijo Mely-; sólo he podido coger dos.

Los mostraba en la mano.

– Espabilarse – le dijo Fernando. Mely se dirigió a Alicia:

– Tú, Ali, ¿cuántos has cogido?

– Un buen puñado. Come de aquí si quieres tú también.

Daniel los miraba a todos de reojo, con la mejilla contra el suelo. Al verlo con los ojos abiertos, Lucita le ofreció cacahueses.

– ¿Quieres, tú?

El Dani denegó con la cabeza; cruzó las manos debajo de la nuca y miraba a las cimas de los árboles.

– Estas cosas acaban siempre así – dijo Carmen.

–  ¿Así, cómo?

– Pues así, a la rebolina. El más bruto de todos es el que coge más. Parece como en las bodas de los pueblos, que tiran perras a la puerta de la iglesia, para ver la revolcadera que forman los chavales.

– ¿Y tú has estado de boda en algún pueblo?

– El año antepasado.

– Será una cosa divertida.

– Divertida si tienes con quien reírte. Pero si, en cambio, te toca, como a mí me tocó, empotrada en la mesa entre dos paletítos que no hacían más que hacerme preguntas si yo iba a bailar a Casablanca y a Pasapoga, lo que te mueres es de asco, te lo digo yo. Te agarras un aburrimiento, hija mía, que no se te quita en un par de semanas.

– ¿Pues qué tiene de malo que te pregunten esas cosas? No veo yo ahí…

– Si es lo pesados que se ponían, y la manera tan ignorante y tan sin gracia de hablar con una chica. Te sientes como gallina en corral ajeno. Deseando marcharte cuanto antes. Ves que quieren hacerte reír y que no lo consiguen, que lo único que te pones es más violenta cada vez. Y estás violenta por ellos, además. Por el poquísimo humor que ves que tienen los pobrecitos y los esfuerzos que hacen por divertirte. En mi vida pasé rato más malo en una fiesta, ni lo pienso pasar.

– Pues en un caso como ése – dijo Mely -, lo que hace una es meterles el lío y tomarles el pelo por todo lo alto.

– Eso es lo que harías tú, seguramente. Pero yo no sirvo para tomarle el pelo a ninguna persona; ni quiero. Tú sí, no me cabe duda; a ti eso te divierte, ya lo sé.

– ¿Y a qué me hablas ahora de esa forma? No lo comprendo, Carmen, la verdad.

Alicia se interpuso sin dar tiempo a que Carmen contestara de nuevo.

– Pues yo, mira tú, a mí los pueblos no me disgustan. Una vida tranquila… – se detuvo, pensando -. Y luego, todo el mundo se conoce.

– A mí me aburre lo tranquilo – dijo Mely-, me crispa; la tranquilidad es lo que más intranquila me pone. Y eso de conocerse todo el mundo, ¡vaya una gracia!, ¿pues qué aliciente va a tener la vida si conocemos a todos? No me convence la vida de los pueblos, lo siento; debe ser el tostón número uno.

– Estoy contigo, Mely – decía Fernando -; no puede hacerte ilusión ninguna cosa, si sabes que mañana y pasado y el otro y el otro y todo el año vas a hacer lo mismo, las mismas caras, los mismos sitios, todo igual. Es una vida que no tiene chiste. Parecido al trabajo de uno, que tienes que asistir todos los días y hacer las mismas cosas, que lo único es estar deseando marchase. Pues igual en un pueblo; lo mismo.

– Pero en cambio no tienes complicaciones ni quebraderos de cabeza. Todo lo tienes a mano.

– A mí me sabe muy simple – dijo Mely -, ¿qué quieres que te diga? No puede saberte a nada una vida así. ¿De qué ibas a tener ganas?

– Pues de nada. ¿Es que hace falta tener ganas de algo? Estás tranquila y a gusto con lo que tienes y se acabó.

– Sí, sentadita en una silla y mirando al cielo raso. Ideal.

– Tampoco es eso, mujer. No exageres, ahora. También hay sus distracciones. Tú no conoces las fiestas de los pueblos; la gente se divierte en todas partes.

– Pues mira, si es así, vaya suerte que tienen, porque lo que es yo, por mi parte, suelo aburrirme muchas veces, con todo y que vivo en Madrid. Conque lo otro, date cuenta lo que sería.

– Cuestión de caracteres y lo que esté acostumbrado cada uno.

– A mí lo que me está aburriendo ahora es que ésos no bajen de una vez y comamos. Todo el mundo por ahí comiendo y nosotros aquí todavía, muertos de risa.

– Pues van a ser las tres – dijo Fernando. Miraba por entremedias de los árboles hacia la escalerilla del ribazo, al fondo, donde esperaban verlos aparecer.

– ¿Pero qué harán, digo yo, para tardar de esta manera?

– Bastante han hecho ya con ir, los pobres – dijo Paulina-. Y sin ninguna obligación. No hay derecho a quejarse, tampoco; eso es lo cierto.

– No, si quejarse, aquí nadie se queja – dijo Santos -; el que protesta es el estómago.

– Pues, claro; a ése sí que no hay quien lo calle. Siempre te dice la verdad.

– Y a la hora en punto; va con Sol.

Sebastián levantó la cabeza y se volvió a los otros:

– A mí lo que más me gusta de los pueblos son los higos chumbos. Se rieron.

Miguel decía:

– Vamos muy retrasados. Nos deben de estar echando maldiciones.

– La culpa es tuya – dijo Tito-, con esos admiradores que te salen.

– Esa es la fama, chico – se reía -. ¿Qué quieres que yo le haga? Uno se debe a su público.

– ¿Quién te habrá hecho esa propaganda?

– Seguro que ha sido el dueño, ¿no ves que me conoce de otros veranos?

– Y ese otro se debió de creer que tú eras un Fleta, o poco menos.

– Algo así pensaría.

Venían ya por el trecho de camino entre viñas, paralelo a la tela metálica. Al guarda de la viña no cercada le habían traído la comida y masticaba mirando hacia las cepas. No andaba nadie ahora por los alrededores. Vino el ronquido jadeante de un motor, y un viejo taxi urbano apareció por el camino de los merenderos, avanzando de frente hacia Tito y Miguel. Se echaban a una parte, dejando paso al coche que se desballestaba, repleto de personas, levantando una cola de polvo, hacia la carretera. El guarda viejo de la viña maldijo el taxi, el nubarrón de polvo que llegó a su cuchara, el domingo. Rápidamente recogió la tartera del suelo para taparla y proteger la comida. Alzó los ojos hacia Tito y Miguel; no los había visto llegar.

– ¡Ni comer! – les gritó -. ¡No lo dejan a uno ni comer! ¡La mierda!

Se recrecía de nuevo al ver que alguien le estaba escuchando:

–  ¡Domingos de la gran puta!

Y aún blandía en el aire la tartera y la estrellaba contra el suelo. Salsa y judías se derramaron por los terrones, salpicando las cepas. Luego volvió a sentarse y sacó torpemente la petaca, el librito de papel, y le temblaban con violencia los dedos liando el cigarro. Tito y Miguel caminaban de nuevo.