– Pues no se encuentra todos los días una muchacha así. Desde luego es un choyo. Tiene más suerte de la que se merece.

– Pues se merece eso y mucho más, ya está – protestó Carmen-. Tampoco me lo hagáis ahora de menos, por ensalzarme a mí. Pobrecito mío.

– ¡Huyuyuy!, ¡cómo está la cosa! – se reía Sebastián -. ¿No te lo digo?

Todos miraban riendo hacia Santos y Carmen. Dijo Santos:

– ¡Bueno, hombre!, ¿qué os pasa ahora? ¿Me la vais a quitar? – Echaba el brazo por los hombros de Carmen y la apretaba contra su costado, afectando codicia, mientras con la otra mano cogía un tenedor y amenazaba, sonriendo:

– ¡El que se arrime…!

– Sí, sí, mucho teatro ahora – dijo Sebas -; luego la das cada plantón, que le desgasta los vivos a las esquinas, la pobre muchacha, esperando.

– ¡Si será infundios! Eso es incierto.

– Pues que lo diga ella misma, a ver si no.

– ¡Te tiro…! – amagaba Santos levantando en la mano una lata de sardinas.

– ¡Menos!

– Chss, chss, a ver eso un segundo… – cortó Miguel -. Esa latita.

– ¿Ésta?

– Sí, ésa; ¡verás tú…!

– Ahí te va.

Santos lanzó la lata y Miguel la blocó en el aire:

– ¡Pero no me mates! – exclamó -. Lo que me suponía. ¡Sardinas! ¡Tiene sardinas el tío y se calla como un zorro! ¡No te creas que no tiene delito! – miraba cabeceando hacia los lados.

– ¡Sardinas tiene!-dijo Fernando-. ¡Qué tío ladrón! ¿Para qué las guardabas? ¿Para postre?

– Hombre, yo qué sabía. Yo las dejaba con vistas a la merienda.

– ¡Amos, calla! Que traías una lata de sardinas y te has hecho el loco. Con lo bárbaras que están de aperitivo. Y además en aceite, que vienen. ¡Eso tiene penalty, chico, callarse en un caso así! ¡Penalty!

– Pues yo no las perdono – dijo Fernando -. Nunca es tarde para meterle el abrelatas. Échame esa navaja, Sebas. Tiene abrelatas, ¿no?

–  ¿La navaja de Sebas? ¡Qué preguntas! Ése trae más instrumental que el maletín de un cirujano.

– Verás qué pronto abrimos esto – dijo Fernando cogiendo la navaja.

– A mí no me manches, ¿eh? – le advertía Mely-. Ojito con salpicarme de aceite.

Se retiraba. Miguel miraba a Fernando que hacía torpes esfuerzos por clavar el abrelatas.

–  Dame a mí. Yo lo hago, verás.

– No, déjame – se escudaba con el hombro -. Es que será lo que sea, pero no vale dos gordas el navajómetro éste.

– Vete ya por ahí – protestó Sebastián -. Los inútiles siempre le echáis la culpa a la herramienta.

– Pues a hacerlo vosotros, entonces. Miguel se lo quitaba de las manos:

– Trae, hijo, trae.

Pasaba un hombre muy negro bajo el sol, con un cilindro de corcho a la espalda. «¡Mantecao helao!», pregonaba. Tenía una voz de caña seca, muy penetrante. «¡Mantecao helao!» Su cara oscura se destacaba bajo el gorrito blanco. Las sardinas salían a pedazos. Sebas untó con una el pan y la extendía con la navaja, como si fuera mantequilla. Limpió la hoja en sus labios.

– ¡Cochino! – le reñía Paulina.

– Aquí no se pierde nada.

– Oye; luego tomamos mantecado – dijo Carmen.

El heladero se había detenido en una sombra y despachaba a una chica en bañador. Otros chavales de los grupos convergían hacia él.

– Hay que decirle que se pase por aquí dentro de cinco minutos.

– ¡Para ti va a volver!

– Ah, pues se encarga ahora – dijo Carmen-. Sin helado no me quedo. ¿Quién quiere?

Fernando se había acercado a Tito, con la lata de sardinas:

– ¿Quieres una sardina, Alberto?

Levantó Tito la cara y lo miró; Fernando le sonreía.

– Pues sí.

Sostuvo Fernando la lata, mientras el otro sacaba trozos de sardina hacia una rebanada de pan que tenía adosada junto al borde. Luego Fernando inclinó un poco el bote y le dejaba caer unas gotas de aceite sobre la rebanada.

– Gracias, Fernando.

– ¡No hay que darlas, hombre, no hay que darlas! – le respondió Fernando y le daba un cachete en la mejilla.

Tito alzó la mirada y ambos se sonrieron mutuamente. Un pedacito de sardina le cayó a Tito sobre los pantalones; dijo en seguida: – No importa. No tiene importancia.

– Habéis hecho las paces, menos mal.

– Yo también quiero helado.

– Y yo.

– Y el tuerto.

– Por esta banda, todos.

Santos y Sebastián se levantaban para ir a buscar el helado. Lucita quería darle a Sebas una peseta en calderilla:

– Toma tú, Sebas, me traes a mí también.

– No me seas cursi, Lucita, guárdate ese dinero.

– Que no…

Pero ya Sebas se marchaba sin contestar, camino del heladero. Santos hacía aspavientos con los pies descalzos, porque la tierra le quemaba en las plantas, pisando por el sol.

– Está muy flaco Santos – dijo Paulina-. A ver si lo cuidas más.

– Está en su ser – le contestaba Carmen -. No da más peso del que tiene ahora.

Fernando estaba todavía en el centro del corro, de pie, tenía la lata de sardinas en la mano. Miró hacia Santos y Sebastián, que ya llegaban junto al heladero; dijo:

– ¿Y qué tal estaría el mantecado, con el aceite éste de las sardinas en conserva?

– ¡Hijo, qué chistes se te ocurren a ti! – protestaba Mely -. La espantas a una el gusto de comer, ¡qué barbaridad!

Fernando se divertía. Tiró la lata, lejos.

El hombre del mantecado tenía el cilindro de corcho sobre el suelo y fabricaba helados incesantemente, con su pequeña máquina ya desniquelada. Andaba un perro husmeando junto a la heladera; había encontrado una galleta rota. «¡Bicho de aquí!» El perro se retiraba dos pasos y volvía a la galleta inmediatamente.

– ¡A la cola, a la cola! – decían los chicos. Se apretaban en fila uno tras otro.

– ¡Estás en orsay, tú! Yo vine antes.

– ¡Ñe! ¡Pero si hace diez días que estoy aquí, gusano!

– No acelerarse. Hay para todos – apaciguaba el heladero.

Santos y Sebastián se destacaban, más altos, en la fila de chavales. Paulina desde el corro se reía:

– ¡Chica, qué par de zánganos! Sebastián le decía al heladero:

– Si se viene usted allí será más fácil.

– ¿Y cómo hago?, ¿no ven ustedes la parroquia que tengo? No siendo que se quieran quedar para lo último…

– No, entonces despáchenos. Ya nos apañaremos.

– ¿Cuántos son?

Sebastián se volvía hacia Santos:

– ¿Dijo Daniel si quería?

– Pues no lo sé.

– Pregúntaselo, a ver.

Los de la cola protestaban. «¡Venga ya, que se derrite! ¡Menos cuento!» Santos gritó:

– ¡Daniel!

El aludido se incorporó, allí en el corro, y hacía un gesto interrogante.

– ¡Que si quieres helado!

Todos los de la cola estaban pendientes de Daniel; hizo señal de que sí con la cabeza.

– Venga, que sí – dijo uno de los chavales de la cola. El heladero había puesto ya tres helados, que estaban en las manos de Sebastián.

– Hasta once – le dijo Santos.

Un muchacho moreno levantaba los ojos hacia él y sacudía los dedos, diciendo:

– ¡Hala! ¡Once!

Luego asomó la cara al pocito de la heladera, como queriendo ver cuánto quedaba. Ya Sebas tenía las manos ocupadas con cinco helados; dijo.

– Yo me voy yendo ya con esto, no se deshaga. Cógeme las perras.

Se señaló con la barbilla a la cintura del bañador, donde traía prendidos tres billetes de a duro, y Santos se los cogía. Se estaban peleando dos chavales. Se habían desmandado de la cola y cayeron rodando en el sol. Todos los otros miraban la pelea desde sus puestos. Santos iba cogiendo los helados y se volvía de vez en vez hacia los luchadores. El más pequeño atenazaba al otro por el labio y el carrillo, clavándole las uñas. Voces de estímulo venían de la cola. Se rebozaban en el polvo, haciéndose daño, sin una palabra; sólo un jadeo entrecortado y sudor. Ambos estaban en taparrabos. «¡Hala, macho, que es tuyo!» Ahora uno de ellos tenía la mejilla contra el suelo y el otro lo clavaba allí con los brazos; pero en las piernas tenía el más chico ventaja, y apresaba al mayor por la cintura. Santos había pagado y se quedaba mirando la pelea, mientras del corro lo llamaban a voces sus amigos: «¡Eh, que se marcha eso!»

– ¡Qué vergüenza! – gritaba una mujer hacia los de la cola -. ¡Y los dejan, tan frescos, que se maltraten así! ¡Lo mismo que animales! ¡Consentir semejante espectáculo!

Se aproximaba a la pelea y tiraba del brazo de uno, intentando separarlos:

– ¡Venga, salvaje, suelta! ¡Pelearos así…! No le hacían caso. El heladero le decía:

– ¡Pues déjelos señora! Que se peleen. Eso es sano. Así crían coraje.

– ¡Y usted es igual que ellos! ¡Otro animal! El heladero no se enfadaba; seguía fabricando mantecados:

– Animales lo somos todos, señora, como serlo. ¿Ahora se entera usted?

Santos anduvo unos metros y se volvía de nuevo a mirar, mientras del corro lo seguían llamando. Los luchadores, rebozados de polvo, tenían los lomos rayados de arañazos y de huellas de dedos. El hombre de los helados sonreía, a las espaldas de la mujer que ya se alejaba.

Santos llegó a los suyos.

– ¡Vaya una calma, hijo mío! ¡Buenos vendrán los mantecados!

Bajó sus manos cargadas en el centro del corro.

– ¿Te creías que estabas en Fiesta Alegre, o qué?

Por los dedos de Santos escurrían amarillas goteras de mantecado líquido. Paulina chupaba su helado y se reía. Los otros libraban a Santos de su carga.

– Se han reducido a la mitad – protestaba Fernando -, ¡Si está toda la galleta amollecida, canalla! Santos dijo:

– Es que estaba la mar de emocionante – lamía el helado -. Se sacudían de lo lindo. Menudo genio que se gasta el pequeñajo.

– ¿No te lo estoy diciendo? En una cancha se ha creído éste que estaba.

Luego de pronto Sebastián se cogía la mandíbula, con un gesto doloroso:

– ¡La muela…!

Arrojó el mantecado y se retorcía, sin soltarse la boca.

– No hay cosa peor que el helado, para la dentadura – le decía Lucita-. ¿Te duele mucho?

Sebas movió la cabeza. Una ráfaga de viento insólito levantó en la arboleda polvo y papeles, y les hizo cerrar los ojos a todos y proteger los mantecados entre las manos.

– ¿Esto qué es? – dijo alguien.

El heladero tapaba de prisa su cilindro de corcho. Medio minuto escaso soplaría aquel aire y ya se le veía alejarse por el llano de enfrente, con su avanzada de polvo rastrero, rebasando los ojos inmóviles del pastor.