– ¿Qué? ¿Tenemos visita?

Asintió:

– El dueño de ese taxi que habrán visto al entrar. Es un amigo de años.

– Pues como sea más antiguo que el coche que se gasta, ya será buen amigo, ya.

– ¡ Qué va! No puede haber amistad en este mundo que dure lo que ha durado ese popó – se reía el Chamarís.

– Más viejos que ése los hay rodando.

– Pues a éste si le ponen unas gafas y le echan una sábana por cima, Gandhi clavao.

– Dejar ya de meterse con el coche. Bastante tiene – atajaba Mauricio.

Los otros se reían. Entró Justina con la cafetera.

– Tenga usted, padre – se volvió al alto -. ¿Qué, señor Claudio? ¿Hoy no hemos ido de pesca?

– No, hijita; hoy no hay pesca que valga, con la gente que hay. Ésos son peces demasiado gordos para la caña.

Vino la voz de Faustina desde el pasillo. Mauricio dijo:

– Anda, hija mía, ponles tú el café. Voy un momento – y salió.

– Tu padre, hoy, no para en su pellejo, con estos madrileños que han venido. A los demás ya no nos mira ni la cara.

– Está contento el hombre. Disfruta. ¿No ve usted que no se veían desde el verano pasado?

Puso los vasos y les echaba el café.

– ¿Y de qué se conocen?

– De cuando estuvo en el Provincial con la pierna quebrada. El otro estaba en la cama de allí junto, por un accidente que había tenido con el coche. Nosotras, madre y yo, también lo conocimos allí mismo, y la familia de él, cuando íbamos jueves y domingos a la visita. Mire, tenían establecido que el primero que le diesen el alta se comprometía a hacer una fiesta a su cargo y convidar al otro, con las familias de los dos. Ese pacto tenían.

– ¿Y quién fue el que primero salió?

– Ocaña fue. Conque nos desplazamos un domingo a Madrid, mi padre con la escayola todavía, para asistir a la celebración.

–  Sí, ya me acuerdo cuando tu padre anduvo escayolado, lo menos hará seis años de todo eso.

– Fue por abril; así que seis y pico. Mamaba todavía la nena de ellos, por entonces…

– Pues a tu padre no le quedó ni asomo de cojera de resultas de aquella fractura – decía el carnicero alto.

– Cuando va a hacer mal tiempo se pone y que le duele.

– Pero no da ni una – cortó Lucio -. La vez que acierta es por carambola. Como no hubiera más aparato para regirnos que la pata de tu padre, estaba aviada la meteorología.

Los otros se rieron. Claudio dijo:

– Pues esa clase de conocimientos, cuando agarran, son amistades para toda la vida. Pero se dan pocas veces, porque lo que es yo, por lo menos, cuando estuve en el Hospital a operarme, los que allí me tocaron no vean ustedes las ganas que tenía de perderlos de vista.

– Pues estos dos, en cambio, el Ocaña y mi padre, parecían como hermanos; que hasta nos daba risa. Todo se lo tenían que regalar; se pasaban el día ofreciéndose esto y lo otro. Tanto es así que mi madre decía en chunga que le pusiéramos a Ocaña lo que llevábamos para padre y que la familia de él, viceversa, le diese a padre lo suyo y así se ahorraban ellos el trabajo de andárselo pasando todo.

– Tu padre es generoso. Todos hacen buenas migas con él. Conque si el otro es también de su madera, te lo explicas perfectamente- comentó el Chamarís.

Justina estaba con los brazos cruzados sobre el mostrador y columpiaba una pierna. El carnicero alto se acercó a ella y le habló, con la cabeza ladeada:

– Bueno, niña, supongo que hoy querrás hacernos el honor. Justina levantó la cabeza.

– ¿De qué me habla?

– ¿De qué va a ser, hija mía? – contestó el carnicero, y señalaba con el pulgar y la sien hacia el jardín. Justina dijo riendo:

– Vaya; usted siempre igual. ¿Es que no saben prescindir de mí?

– No, hija; tú eres la campeona. ¿Quién le echa al juego el salero y la emoción? La rana sin ti es como un guiso sin carne. Y además, ¿qué enemigo iba yo a tener, si no estás tú?

– Eh, sin marcarse faroles – protestó el Chamarís.

– Les advierto que mi novio viene a las cinco a recogerme.

– Pues hala, entonces; para luego es tarde. Cuanto antes mejor. Tenemos el tiempo justo para un par de partidas. El Chamarís dijo:

– Venga, Justina; pues tú y yo contra el ramo de la carne. Los vamos a meter una paliza, vas a ver. Justina dudó un momento.

– Es que…- se cortó con firmeza -. Vamos.

«Aquí ya no hacemos nada. Vamonos.» El heladero se había colgado a la espalda el cilindro de corcho y se había alejado hacia el puntal. Había sonado en el río un chapuzón solitario, porque echaron un perro; y después se formó la gritera en alguna familia, por causa de que el perro había ido a sacudirse las aguas encima de la gente; se volvió todo el mundo a ver qué gritos eran aquéllos, «…jan a uno dormir la siesta…», rezongaba Daniel. Ahora el sol ya se había pasado a la margen derecha del Jarama. A lo lejos, la fábrica de cementos de Vicálvaro trazaba una veta alargada de humo, hacia el cielo de Madrid. En un silencio se había escuchado en el grupo un burbujeo de intestinos, y uno comentó: «Alguien le cantan las tripas…»

– Es a mí – contestaba riendo Sebastián -. Son las sardinas. Ya están rezando el rosario.

Alicia se había tendido bocabajo, apoyándose con los codos en el suelo, y mantenía en alto la cabeza, encima de la cara de Miguel. Ahora Mely los estaba mirando, por detrás de sus gafas de sol. Miguel le hacía caricias a la otra y le soplaba contra el cuello. Mely los observaba.

– Di, Ali, ¿no quieres que te peine un poquito? – dijo de pronto.

– ¿Eh? No, gracias, Mely; ahora no. Luego, más tarde, ¿te parece?

– Ahora es cuando convenía. Antes que se te acabe de secar del todo. Va a quedársete todo pachucho, y si no ya lo veras…

– ¡Huy, secarse; si es por eso, hace dos horas que lo tengo más que seco ya!

– Bueno, pues haz como quieras.

Mely miró hacia el otro lado. Se ponía a escarbar en el polvo con un palitroque; hacía letras y las desbarataba; luego rayas y cruces, muy aprisa. Al fin rompió el palito contra el suelo y se volvió hacia Fernando. No le podía ver los ojos, porque tenía el antebrazo cruzado sobre la cara, para taparse de la luz.

– Vaya; éste se durmió.

El agua inmóvil de la presa repercutía hacia los árboles el eco de la voz del espíquier, que venía de las radios de los merenderos. Mely miró de nuevo hacia Alicia y Miguel.

– Buena te vas a poner esa camisa – dijo ahora.

– ¿Quién?, ¿yo?

– Sí, tú, claro. Perdido de tierra te vas a poner. ¡Estáis ahí tumbados a la bartola…!

Miguel se encogía de hombros; le dijo:

– Da igual. Ya la iba a echar de todas formas a lo sucio, en cuanto que llegue a mi casa esta noche.

Mely no contestó. Se tendió bocarriba, con las manos cruzadas por detrás de la nuca.

– ¡Qué asquito de calor…! – suspiraba.

Desde la sombra de los árboles, cegaba los ojos el fulgor exasperante de la otra ribera, batida por el sol; una losa de luz aplastaba el erial desamparado, borrando las ovejas del pequeño rebaño contra los llanos blanquecinos. Lucita decía:

– ¡Cómo tengo la espalda de escocida!; no puedo ni ponerla contra el suelo.

Había levantado el torso hasta quedar sentada; añadió:

– ¿Me untáis alguno una poquita de nivea? – miraba a Tito.

Tito estaba tendido a su lado; volvió los ojos hacia ella. Y Lucí:

– ¿Eh?, ¿serías tú mismo tan amable, Tito, hacerme ese favor?

– Sí, mujer; yo te unto.

– Gracias. Es que me escuece bastante, ¿sabes?, no te creas.

Mely había ladeado la cabeza hacia el hombro, y otra vez observaba, tras de sus gafas negras, los cariños de Alicia y Miguel. Ahora les decía:

– Oye; ¿queréis fumar un rubio, Miguel? Os convido.

– ¿Mmm? Ah, un pitillo, eso sí.

– Pues los voy a sacar. Lucita dijo:

– Alcánzame la bolsa, haz el favor, que tengo ahí la crema. Tendía la mano para que Tito se la diese.

– Yo te la busco – dijo él.

– No; no me curiosees – lo cogía por un brazo -. Dame esa bolsa, Tito.

El otro la apartaba de su alcance.

– Me divierte fisgar. ¿Tienes secretos, Luci?

– Tengo mis cosas. No me gusta que me fisguen. Luego decís que nosotras que si somos cotillas. Anda, dámela ya. Tito se la entregaba.

– Bueno, hija; toma la bolsa. Respetaremos tus secretos.

– No; de secretos nada. No te preocupes, que no tengo ninguno. Valiente desilusión te llevarías. Ahora mismo, si quieres, te lo puedo enseñar todo lo que hay, vaya una cosa. Yo soy muy poco interesante, hijo mío; qué le vamos a hacer.

Revolvía con la mano en la bolsa, buscando la latita de nivea.

– ¿Entonces, por qué no querías que lo viese?

– Pues me gusta que sea en mis manos; ser yo la que lo enseñe, únicamente. Y no que me lo mangoneen los demás, a la fuerza. Ten la lata.

Se tendió bocabajo.

– Sobre todo en los hombros – advertía.

Ahora alguien gritaba, río arriba, con un cóncavo eco, bajo las bóvedas del puente. Paulina se volvió. A la entrada del puente, en lo alto, pegaba el sol en los colores, azul y amarillo, de un disco de señales ferroviarias. Sebas tenía la cabeza sobre las piernas de Paulina; alargaba la mano hasta tocar con los dedos una pequeña marca en el tobillo de Santos:

– ¿Qué es esta matadura que tienes? – le decía. El otro encogía la pierna.

– No me aprietes, que duele. Del partido.

– ¿Cuándo?

– El domingo pasado en el campo de Elipa. Contra los de la F.E.R.S.A.

– ¿Ah, sí? ¿Cómo quedasteis?

– Se terminó a tortazos a la mitad del primer tiempo. Sebastián se reía:

– ¿Y eso?

– Pues ya ves, lo de siempre. Eran algo animales. A bofetadas les pudimos; hubo un reparto bastante regular – movía la mano derecha en el aire, en signo de paliza.

– Se acaba siempre así. No siendo que haya una pareja, para imponer respeto.

– Ya; aquí la fuerza es lo único que se hace de respetar.

– Y eso, cuando se la respeta; que no es siempre, tampoco. También hay sus desmandos, a las veces. ¿De modo que os disolvisteis a curritos?

– A ver. Luego jugamos un amistoso nosotros y nosotros. Sacamos dos equipos, metiendo a unos cuantos de los que habían venido a ver. Los de la F.E.R.S.A. se marcharon con viento fresco – dijo Santos.

Tenía sobre los ojos el dorso de la mano, para cubrirse de la claridad. Ahora, Paulina rascaba la espalda de Sebas; ella dijo: