Felisa, junto a su madre, la miraba, como naciéndose solidaria del reproche. Justina los disculpó sonriendo:

– Estaban mirando la coneja. No los regañe usted. Eso en Madrid no tienen ocasión de verlo.

– Es blanca – dijo Petrita, animándose -; tiene los ojos rojos, ¿sabes, mamá?

– Calla y ponte a comer – le contestó su madre.

Comían con ansia y con alegría. Alargaban por la mesa sus brazos en todas direcciones, para atrapar esto y aquello, no siendo las veces que se llevaban un manotazo de parte de su madre.

– ¡Pedir las cosas! ¿Para qué tenéis lengua? Va a ser esto una merienda de negros. Felipe Ocaña decía:

– Como don Juan Belmonte no ha vuelto a haber ningún torero. Ni Manolete ni nadie. ¡Qué va! Asentía Mauricio:

– Sí; aquél, sí. Te producía la impresión de que todo lo hacía con la barbilla; lo mismo cuando daba una verónica, que cuando entraba a matar, que al recibir las ovaciones. Yo creo que los dejaba secos con el mentón, en vez que con la espada.

– Y aquella forma que tenía de trastear con los toros, despacio, con cuidadito, sin descomponerse, que lo veías trabajando, lo mismo que cualquier carpintero que trabaja en su taller, lo mismo que un barbero en la barbería, o un relojero; igual.

Habló su hermano:

–  Pues yo tuve el gusto de verlo en Cáceres, todavía, un festival, hará unos ocho años, rejonear un toro y matarlo pie a tierra. ¡Menuda jaca traía! Un animal soberbio.

– Mauricio – dijo Petra -, no le hemos dicho si gusta. ¿Quiere tomar un dulce?

– Gracias, señora. No hemos comido todavía.

– ¿De verdad?

– No es desprecio. Se lo acepto después – se volvía hacia Ocaña -. ¿Quiénes torean en Las Ventas esta tarde? ¿Te has enterado, tú?

– Rafael Ortega; él sólito los seis toros. La corrida del Montepío.

– Pues también tiene arrestos. Pocos hay hoy en día que hagan eso. Y menos aún de balde, como es esa corrida.

– Ese Ortega es de los de casta antigua. Sabe hacerlo pasar al toro, conforme se lo lleva en el capote. Te da la sensación de todo el peso y el poder de ese molde de carne. Aprecio yo más el fondo y la verdad que tiene ese torero, que todas las pinturerías de los otros, que andan cobrando el doble por ahí.

Mauricio estaba en pie; tenía el cuerpo inclinado hacia la mesa, con cada mano apoyada en el respaldo de una de las sillas, donde comían Petrita y Amadeo. Dijo:

– No lo conozco. Tan sólo de leerlo en la Prensa. Hace lo menos cuatro años que no veo una corrida.

Desde la ventana de la cocina lo llamó su mujer. Se oyó un golpe, y un gato salió disparado al jardín; y de nuevo la voz en la ventana.

– ¡Zape! ¡Bichos que no los quiero ni ver por la cocina! El gato se echó en una cama de hojas secas, bajo la enramada.

– ¿Qué querías? – preguntaba en voz alta Mauricio.

– Que os vengáis a comer.

Justina estaba en el gallinero. Luego salió con un huevo en la mano. Entrando hacia la casa, le preguntó su padre:

– ¿De quién es?

– De la pinta. Llevaba ya, con hoy, cuatro días sin poner. La cuñada de Ocaña le decía a su marido:

– No te llenes de pisto, Sergio; sabes que estás medio malo. Te va a hacer mal.

Petra intervino:

– Pues déjalo que coma, tú también. Un día es un día. No va a estar siempre pensando en la salud.

– Mira; si no se cuida, va a ser peor para él.

Felisita miraba alternativamente a su tía y a su madre, como buscando quién tenía la razón. Juanito llamaba al gato con los dedos; le siseaba.

– Dale esto – le dijo Petrita.

Era un trocito de carne. Pero el gato no vino. Ocaña dijo a su mujer:

– A éste tenemos que decirle por lo menos que nos ponga unas copas y el café. Hacerle el gasto, siquiera, ya que nos hemos venido a comer aquí.

– Lo que a ti te parezca. Es tan amable que a lo mejor no te lo cobra.

– Claro que cobra. ¿Por qué no iba a cobrar?

– ¡Le has hecho tantos favores…!

– También me los hace él a mí, ¡mira qué gracia! Si se resiste, le meto el dinero por la boca. Si es que me da vergüenza que nos hayamos traído hasta el vino, en lugar de consumírselo a él.

– Ah, como no dijiste nada… – contestó la mujer -. Ahora me sales con ésas.

El conejo blanco se había llegado hasta la tela metálica, y se erguía con sus dos manos contra el alambre, enseñando la barriga.

– ¡Mira, mira! ¡Cómo se tiene de pie! – gritó Juanito. Todos miraron.

– ¡Qué precioso! – dijo la niña -. ¡Qué precioso!

– En pepitoria están mejor – decía el hermano de Ocaña, riéndose.

Su cuñada lo regañó:

– ¡Tú también! ¡Qué cosas le dices a la criatura, que está embelesada con el animal! Di tú que no, hija mía. Tu tío tiene malas entrañas. Di que nadie lo va a matar. El año que viene, cuando vengamos, le traeremos lechuga y tú sólita se la darás para que coma. ¿Verdad hija mía?

– Sí, mamá – contestaba Petrita, sin apartar la vista del conejo.

–  Mañana sacamos la comida ahí fuera – dijo Mauricio -. Aquí se asa uno comiendo, con el calor de la lumbre. Faustina no contestó. Revolvía en las cacerolas.

– ¡Qué Ocaña! ¡Cómo entiende la vida! – siguió Mauricio, señalando con la cuchara a la ventana, desde la cual se veía la mesa de los forasteros -. Ése no guarda nada. Y el día que aparta un par de billetes, no es más que para venirse, tal como hoy, a pasar un domingo en el campo con la familia – sorbía la sopa en la cuchara -. Ya ves tú, los domingos, que los taxis no paran de cargar en todo el santo día y te llevan un duro de plus por cada viaje que echan al fútbol o a los toros. Todo eso se lo pierde, y tan contento.

–  ¿Y por qué no se viene un día de entre semana? – repuso Justi -. No se perjudicará tanto.

– Por el hermano será. Se ve que ése libra los domingos. Desprendido y alegre, lo es un rato largo. Así es cómo hay que vivir. Lo otro es como aquel que dicen que adelgazó veinte kilos buscando una farmacia para poderse pesar.

Faustina le replicaba:

– Pues si tanto te gusta este sistema, ¿por qué no haces lo mismo tú también, a partir de mañana? Mira, mañana coges y cierras el establecimiento y te dedicas a la buena vida. ¿Eh? ¿Por qué no lo haces?

Vino una voz por el pasillo, desde el local.

– ¿Pues qué te crees? ¿Que no me dan ganas algunas veces? Por no estarte escuchando… Anda, asómate a ver qué es lo que quieren. Les dices que estoy comiendo.

Salió Faustina. Mauricio detenía la cuchara en el aire y miraba a su hija. Luego bajó los ojos a la sopa y decía:

– ¿A qué hora viene tu novio?

– Sobre las cuatro y media o las cinco supongo yo que vendrá. Depende si se viene con el coche de línea o si por el contrario coge el tren.

– ¿Os vais al cine?

– Me figuro.

Mauricio hizo una pausa; miró al jardín por la ventana abierta; la cuñada de Ocaña se reía…

– Pon el principio, anda.

Justina se levantó. Seguía el padre.

– ¿No sabes a qué función es la que vais?

– ¡Ay, padre! ¿Qué me pregunta tanto? A cualquier cine iremos, ¿qué más dará? ¿Cómo quiere que lo sepa desde ahora? – cambió el tono -. No, si de algo me viene usted como queriendo enterarse, con tanto pregunteo. A mí no me venga.

– ¿Yo, hija? Nada. Lo que haces tú. De nuevo vino risa desde fuera.

– Lo que hacéis los domingos.

– ¿Y no lo sabe ya? ¿Qué quiere usted que hagamos? No, por ahí no va la cosa.

– Bien, pues entonces, ¡a ver qué novedad resulta esa de que ya te parece mal el ayudar aquí a tu padre a despachar en el jardín! ¿De dónde sale eso?

– ¡Cómo! ¿Y quién le ha dicho semejante cosa?

– Tu madre, esta mañana. Y conque por lo visto al Manolo no le hace gracia que sirvas en las mesas. Que le parece poco fino, o chorraditas. Y ella también se pone de su parte.

– ¡Ay madre! ¡Ahora! Pues en este momento me desayuno yo de semejante historia. ¡Estamos apañados!

– ¿Que tú no sabes? ¿Y entonces…? Di la verdad.

– La verdad, padre.

– Pues vaya, no me digas más, hija mía. ¿Tú lo consientes?

– ¿Yo? Déjelo usted que venga. Esta tarde se va a divertir.

Asomaba la cabeza el perro Azufre, husmeaba. Justina le gritó:

– ¡Chucho! ¡Dichoso perro éste! Pues sí, lo que más rabia me puede dar en este mundo es eso justamente: las componendas por detrás. Y ya sé yo el día que ha sido, claro, ¿cuándo fue?; un día, la semana pasada, sí, la pilló a madre sola. Ese día fue, seguro. Se pondrían de acuerdo. ¿Y usted por qué daba tantos rodeos para decírmelo a mí?

– ¡Ah, yo qué sé! Como a menudo no hay quien os entienda…

Se encogía de hombros.

Faustina guardaba el dinero que le había dado el hombre de los z. b. Arrugó la nariz mirando a Lucio y dijo, señalando con la sien hacia la puerta, por donde el otro acababa de marcharse.

– ¿Y éste…?

– Un buen tío. De lo mejor.

– No sé qué vida es la que conduce. Será un buen hombre, no lo pongo en cuarentena, pero yo no lo entiendo, no lo veo claro…

Luego entró el Chamarís con Azufre, su perro amarillo. Y el alguacil detrás y el carnicero de antes, con otro carnicero de San Fernando, y Azufre gemía y meneaba la cola.

– Buenas.

– Faustina – la saludaba el nuevo carnicero, cargándole un acento de confianza en la última A.

El perro se fue oliendo a forastero el pasillo adelante, y cuando se iba a hacerle fiestas a la familia de los Ocaña, se le cruzaba el gato en mitad del jardín y hubo un amago de gresca, pero el gato hizo cara y Azufre se volvía con la voz de Justina detrás, que le gritaba «¡Chucho…!» al asomar en la cocina.

– ¿Nos pone usted café?

– Se está calentando.

El otro carnicero era más alto y flaco, pero tenía el mismo aire saludable de su colega. Enarcaba la espalda como un gato o como un ciclista, e inclinaba hacia abajo la cabeza para hablar con los otros. Leyó en la estantería:

– «Ojén Morales.» Una bebida antigua. Ésa es para ti, que te gusta la cazalla – le daba con el codo.

– El ojén no es bebida para diario. Salió Faustina a ver lo del café.

– Ya me enteré que le puso las peras a cuarto, esta mañana, a ese fantoche del Ayuntamiento. Anda que no es redicho. Lucio miró a los otros; les dijo:

– Pero cuidado que hablan ustedes. Mauricio entraba.

– Buenas tardes.