– Está chalado – dijo Tito -; tirar de esa manera la comida…

– ¡Se debe de pasar cada berrinche, el viejo!

– Con cabrearse no adelanta nada. Lo único que saca con eso es perjudicarse a sí mismo.

– Ya. Pero ninguno somos capaces de echarnos esas cuentas cuando nos vemos renegados. Uno se evitaría muchos disgustos, sujetándose a tiempo.

Ya llegaban al borde del ribazo. Las voces que subían de la arboleda y de los merenderos crecieron súbitamente al asomar. Resonaban aplausos en alguna parte. Tito miró en la jarra; dijo:

– El hielo no va a llegar. Está ya casi derretido. Comenzaban a descender con cuidado la escalerilla de tierra.

– ¡Mirarlos! ¡Allí vienen por fin!

Se revolvía todo el grupo. Decían: «¡Miguel, Miguel!», y Miguel se reía de tanto sentirse jaleado. Los ayudaron a soltar todas las cosas.

– ¿Y en esa jarra, qué traéis?

– ¿No os habréis olvidado de algo?

– Que no, mujer, que no.

Andaban revolviendo entre los macutos, buscando cada uno su tartera.

– Esa roja es la mía.

– ¡Si viene hielo aquí metido! ¿Para qué es este hielo?

– ¿Habéis traído más vino?

– Ahí está, ¿no lo ves?

– ¡Huy, mucho vino me parece que es éste!

– ¿Y en dónde habéis mangado los limones?

– Como sigas tirando de esa cinta seguro te cargas el macuto.

–  ¡Un poquitito de organización!

– Di, ¿este limón para quién es?

– Para don Federico Caramico.

– Simpático él…

– Oye, y hielo y toda la pesca.

– A ver, a ver… ¡Pero si viene ya medio deshecho!

– Pues tú verás: con lo que han tardado, se les derrite hasta una llave inglesa.

– ¡A comer!

– Aquí, cada oveja con su pareja.

– ¿Y mi oveja, quién es?

– Yo, tu ovejita soy yo – dijo Mely a Fernando.

– ¡…nita tú! Siéntate aquí, mi reina.

– Si llegáis a tardar un poco más, asamos a Daniel – dijo Santos.

– Ése tiene que estar muy correoso.

– Y lo mismo te coges una garza de no te menees. El noventa por ciento de la carne del Dani debe ser puro alcol.

– Y el otro diez por ciento, mala leche – añadía Fernando. Alicia le replicó:

– Tú no hables. Que gracias a él te has librado de subir tú a por la comida.

– Tiran con bala – dijo Carmen.

Daniel levantó la cara y miró a Fernando.

– A ti, Fernando, te gusta mucho incordiar esta mañana por lo visto. Yo no te recomiendo que sigas por ahí. Conque ya sabes.

Fernando le contestó:

– ¡Ah, vamos! Ahora te da por espabilarte, ya era hora. ¿No habréis traído la tartera de Dani?

– Ahí está. Esa que queda debe ser la suya.

– Anda, pues si dijimos que no se bajara. Miguel levantó la voz:

– ¡Qué dijimos ni qué narices! Haberte subido tú, y entonces no la bajabas si no querías.

– Bueno, Miguel, bueno; no te pongas así.

– Tiene razón Miguel – interrumpía Carmen-. ¿No te han traído a ti la tuya? Pues da las gracias y a callar.

– A eso le llamo yo compañerismo.

Terciaba Mely:

– Pues ya está bien, digo yo. ¿Se come o no se come? Siéntate, Fernando.

– Aquí lo que hay es mucho mar de fondo.

– Otra que viene a malmeter. Me vais a hacer que cante – dijo Miguel -; a ver si así os calláis. Tú, Tito, ¿qué haces ahí de pie, que pareces el sacristán de la parroquia?

– ¡Vamos allá!, que se enfría – apremiaba Santos. Dijo Mely:

– Canta, Miguel, anda. Anda, alégranos la comida. Tito se despojó de la camisa y se sentó junto a Miguel.

– ¿No te desnudas tú? Te sentirás más fresco.

El otro denegó con la cabeza. Estaba destapando una cacerola roja que había venido atada con cordeles, curioseaba el contenido.

– Oye tú – dijo Tito, de pronto -; ¿y la sangría?

– ¡Calla, se me olvidó! ¡Pues rápido, que se va el hielo!

– ¡El limón! ¿Dónde está?

– ¿Habéis visto alguno el limón?

– En la fresquera a refrescar.

– Chístale a ver si acude.

– Menos bromas, que os quedáis sin sangría. El hielo está para pocas.

– ¿No se lo habrá guardado Mely por dentro del bañador?- dijo Fernando-. A ver, Mely…

– Anda, búscalo, chato – le contestaba Mely -; a ver si te quemas. Pero va a ser del guantazo que te arreo.

– ¡Pues si está aquí! ¿O es que no tenéis ojos en la cara? Se ha espachurrado un poquito, pero le queda sustancia todavía.

– Dámelo acá.

Miguel puso las manos en rejilla sobre la boca de la jarra y escurrió todo el agua del hielo en el polvo. Tito partía el limón en rodajas.

– ¿Cómo destaparíamos las gaseosas?

– Pues Sebas tiene una navaja de esas que sirven para todo.

Sebastián limpió la hoja en la servilleta y le pasaba a Miguel la navaja. Carmen dijo:

–  Dejar un par de botellines para el que no quiera sangría.

– Aquí quiere sangría todo el mundo. Paulina replicó:

– A mí dejarme una gaseosa. Yo sangría no tomo.

– Echa el limón – dijo Miguel con la jarra en la mano.

Tito volcó las rodajas en el hielo del fondo. Luego cogió

la jarra y Miguel destapó las gaseosas y las mezcló también.

– A ver el vino.

Tito estaba mirando hacia Daniel, mientras sostenía la jarra donde Miguel echaba el vino.

– Listos – dijo Miguel-. Una sangría como el Mapamundi.

Se llevaba la jarra. Tito se sentó junto a Daniel.

– ¿Qué haces, Dani? ¿No comes? Aquí tienes un sitio.

– No quiero molestaros.

_ Venga ya de bobadas. Toma tu tartera. Y ahora mismo te pones a comer.

Ahora Santos se había vuelto a mirar la comida de Sebas:

– A ver qué te han puesto a ti.

– Nada. Pochitos con porotos.

Cubría lo suyo con la tapadera de aluminio.

– Te la cambio sin verla.

– Vamos, pira.

– Salías ganando, fíjate. Tito insistía con Daniel:

– Para mí que te quieres hacer de rogar. Venga ya, galápago; no seas…

Sebastián y Santos intervinieron:

– Como sigas en ese plan, nos repartiremos tu comida. Tú verás lo que haces.

Se levantó Daniel y recogía su tartera; se miraba con Mely un momento. Ella le dijo a Alicia, mirando hacia el suelo y ajuntándose un tirante del bañador:

– Tampoco tiene por qué estar así… Daniel se había sentado.

Sebastián lo veía un poco serio y lo cogió por el cogote, sacudiendo:

– ¡Aupa Daniel!, ¡que a ti lo que te priva es el etílico!

– También es bueno comer de vez en cuando – le decía Santos a Daniel, con tono consejero -; tomar de estas cositas, ¿no ves tú? Ya sabemos que el vino es la base de la existencia, pero esto tampoco no hace daño a nadie. Si no se abusa, claro está. A ti no te dé asco, prueba un poquito. Ya verás como te acostumbras poco a poco…

Se sonreía mientras hablaba, separando muy ordenadamente, en su tartera, con dos dedos, las patatas fritas de todo lo demás. Levantó la mirada hacia Daniel, y Daniel lo miró sonriendo; le dijo:

– ¡No eres tú guasón…!

Santos le hizo un guiño brusco y le dio un manotazo en la rodilla:

– ¡Ay, Daniel! – le gritaba -. ¡Precioso tú! ¡Si no fuera por tu tato, que te atiende y te da buenos consejos sobre la vida!

Sebas había sacado chuletas de su tartera; la manteca se había congelado. Se miraba los dedos pringosos y luego se los chupaba.

– Parece que te relames – dijo Santos.

– ¡Cómo lo sabes! – contestó Sebastián -. Yo ya te dije que salías perdiendo. Qué, ¿quieres una?

Sacaba una chuleta de la tartera y se la ofrecía. Cogía Santos la chuleta y levantándola en el aire, sujeta por el palo, se la dejaba caer hacia la boca, como el trapo de una banderita. Lucí apenas comía. Miraba a unos y a otros y quería ofrecer algo a alguien:

– Yo he traído empanadas. Probarlas; son de pimientos y bonito.

– No me gusta el pimiento – le dijo Paulina.

– ¿Tú, Carmen?

Enfrente de ellos estaban Alicia y Mely y Fernando. Alicia había dejado de comer y se frotaba con un pañuelo, mojado en gaseosa, una mancha de grasa que le había caído en la tela del bañador. Lucí comía su empanada y la tenía cogida con una servilleta de papel..«ILSA», ponía en la servilleta. Le había dicho el Dani:

– Estas servilletas se las mangamos a la casa, ¿no?

– Alguna ventajilla hay que tener. Traigo muchas. Coge si quieres.

–  Gracias. Pues yo, yo paso por allí bastante a menudo y nunca tengo la suerte de pillarte despachando. ¿A qué horas te toca?

– Por la mañana, siempre.

– ¿Pero qué puesto es? ¿No es el que está de espaldas a la boca del metro?

– El mismo. Allí estoy yo como un clavo a partir de las diez.

– Pues es raro…

Se encogía de hombros.

– ¡Ahí va la sangría! ¿Quién quiere beber? Surgían los brazos morenos de Mely hacia la jarra, por encima de las cabezas:

– Dame.

Apresó el recipiente, sacudía la melena para atrás y se llevaba la sangría a los labios. Un hilo le corrió por la barbilla y le escurría hacia el escote.

– ¡Qué fresquita! Ali, ¿quieres beber?

Pasó la jarra de unos brazos a otros. Lucita decía:

– ¿Te gusta?

Carmen había mordido la empanada:

– Mucho.

Luci freció a Daniel su tartera:

– ¿Y tú, Daniel? ¿No me quieres probar las empanadas? – dijo.

El hombre de los z. b. decía desde la puerta:

– ¡Qué raro se hace ver un taxi de Madrid por estas latitudes; un trasto de ésos en mitad del campo!

– ¿Viene hacia aquí? – dijo Mauricio desde dentro.

– Así parece.

– Ése es Ocaña. Seguro. Me dijo que vendría cualquier domingo.

El coche había atravesado la carretera y ya venía por el camino de la venta, dejando detrás de sí una larga y voluminosa columna de polvo. Mauricio se había salido a la puerta para verlo venir. Se desplazaba lentamente la masa de polvo a deshacerse entre las copas de un olivar.

–  ¿Cuándo piensas cambiar este cangrejo por un cacharro decente? – le gritaba Mauricio en la ventanilla, mientras el otro reculaba para poner el coche a la sombra.

Mauricio lo seguía con ambas manos sobre el reborde del cristal. Ocaña se reía sin responder. Echó el freno de mano y contestó:

– Cuando tenga los cuartos que tú tienes.

Mauricio abrió la portezuela y se abrazaron con grandes golpes, al pie del coche.