– Pues yo que Fernando, tampoco iba – dijo Mely -. Tonto sería si fuese.

– ¡El egoísmo de Daniel!

– Carece de compañerismo – le reforzaba Alicia -. Y haces el primo, tú, si vas.

– Y tú te callas.

– ¿Por qué voy a callarme? Tras que saco la cara por ti. Y además no me hables tú de esa manera.

– Bueno – cortó Miguel -. Yo me voy para arriba. Si hay algún voluntario, que se venga. Si no, me subo solo. Tito se levantó.

– Yo voy contigo, aguarda.

Sebas había reclinado la cabeza sobre el regazo de Paulina; dijo:

– Pues mira, ya que vais, llevaros esas tres botellas, para volverlas a llenar.

Cogieron en silencio sus ropas y las botellas y se alejaban hacia las zarzas. Se vistieron.

– Pues vaya un día – dijo Tito-. ¿Te han dicho ya lo mío con Fernando?

– Mely nos lo contó.

– La Mely es una lianta. Toda la culpa la tuvo ella. Y luego va y lo cuenta por ahí. Y ahora, Daniel; que no sube. Total, que hoy no levantamos cabeza, está visto. Vamos de una, en otra peor.

– Eso tú no te apures. Roces, los tiene que haber siempre. Tampoco hay que concederle demasiada importancia.

– Sí, pero ¿hemos venido a pasarlo bien o a regañar los unos con los otros? A mí me aburre. Es un latazo andar así a cada momento. Menudo plan.

– Nada, hombre; pues hay que tomárselo como lo que es. Insignificancias.

– Pues mira: antes, fuera bromas, te juro que anduve hasta tentado de coger la bici y largarme, por buenas composturas, y volverme a Madrid. Como lo oyes. Y, desde luego, si no lo he hecho ha sido por vosotros: por ti y por Alicia y por dos o tres más.

– Hubieras hecho una tontería muy grande. No es para tanto la cosa.

– Y Fernando es un buen amigo, pero ya ves las cosas que tiene. Di tú que porque era él; que si llega a tratarse dé otro cualquiera, en seguida lo aguanto yo, conforme se puso allí en el agua conmigo. Y todo eso por la Mely, que la culpable fue sólo ella.

– ¿Qué?, ¿es que te gusta Mely a ti también?

– ¿A mí? ¡Bueno! Me tiene absolutamente sin cuidado. Y desde hoy más, fíjate. Lo que es desde hoy ya, cruz y raya. Se ha terminado la Mely para mí: «Hola qué tal». «Adiós buenas tardes», eso va a ser toda la Mely para mí, de aquí en adelante. Textual.

– Chico, pues vaya unas determinaciones que tomas tú también. Te pones tajante.

–  Pues así. Tiempo tendrás de verlo. Hombre, es que ya es mucha tontería la que tiene. Donde ella esté, no hay más que líos a diestro y siniestro. Una lianta y una escandalosa, lo único que es.

Sonreía Miguel mientras se ataba el cinturón.

– Chico, vaya un encono que has cogido. Yo ya estoy; cuando quieras.

– Vamos. Echaban a andar.

– ¿Ya quién decías que le gustaba Mely? – decía Tito.

– ¿Yo? A nadie. No sé nada, – Hace un momento no sé qué decías.

– Pues no, no dije nada. Ni lo sé. Es una chica, desde luego, que está la mar de buena. Supongo yo que a más de uno le tiene que gustar.

Subían ahora el terraplén por la tortuosa escalerilla excavada en la tierra.

– Pero de nadie en concreto lo sé.

Callaron en la fatiga de subir, y llegando a lo alto se detuvieron, jadeantes, y se volvían a mirar. Aún rebasaban, por cima de sus cabezas, las copas de los árboles. Se veía la azuda y el ensanche que formaban las aguas detenidas contra el dique. En la otra orilla, sólo grandes matas de mimbres y de acebos, y aun allí algunos grupos acampados, apurando la sombra. Más atrás, un rebaño de ovejas pululaba en el llano, como un pequeño mar errante, y el pastor con su gorra blanquecina se había acercado curioso a la ribera, y miraba, enigmático, a la gente, apuntalado el cuerpo sobre la garrota.

– ¿Y tú qué crees?, ¿que Fernando va detrás de Mely? – preguntaba Tito.

– Pudiera.

La vía del tren corría elevada, cortando en línea recta todo el llano, sobre un terraplén artificial. Los matorrales ascendían los taludes, hasta arañar las mismas ruedas de los trenes; y al fondo, donde las lomas comenzaban, tampoco se interrumpía la recta del ferrocarril; se adentraba partiendo la tierra en un angosto socavón. Desde aquí descubrían la caída del dique a la parte de abajo. Ahora centenares de personas en traje de baño se tostaban al sol sobre el plano inclinado de cemento. Hacinadas, hirvientes, sobre la plancha recalentada, las pequeñas figuras componían una multicolor y descompuesta aglomeración de piezas humanas, brazos, piernas, cabezas, torsos, bañadores, en una inextricable y relajada anarquía.

– Vamonos, Tito; nos están esperando. Si saben que todavía estamos aquí…

El agua recobraba su prisa a la parte de abajo del embalse, adonde las compuertas desaguaban. Allí en los rápidos discurría somera entre cantos rodados y vetas de tierra roja con verdes mechones de grama. Aquí cerca había varios merenderos, uno tras otro, sobre la línea del agua; casetas de un solo piso. Elevadas, las más cercanas, en el ribazo que había formado la erosión, y a nivel con el agua las de junto al dique, de modo que se veían los techos desde lo alto y se entreveía a la gente almorzando y bullendo en los emparrados. Llegaban netas las voces y las carcajadas y el golpear de los puños y de las lozas sobre las mesas de madera y el humo y el olor de las fritangas, con el ir y venir de las bandejas en manos de las mozas o de algún camarero improvisado, con lazo y chaqueta blanca, por entremedias de las ramas y de las hojas de una inmensa morera. Los dos merenderos de arriba, junto a los cuales pasaban ahora Tito y Miguel, estaban llenos de gente más pacífica que comía entre discretas conversaciones. Volvían por el camino hacia la carretera, flanqueados a la derecha por una tela metálica que guardaba una viña. Pero la viña de la izquierda estaba al descubierto, asaltada incesante y públicamente por oleadas de chiquillos que le entraban por sus cuatro costados. El guarda viejo se desesperaba, impotente, lanzando piedras y blasfemias.

– Ése sí que se tira un dominguito de aúpa – dijo Tito. Llegando a la carretera había otras fincas cerradas sobre la misma por tapias coronadas con cristalitos de botella.

–  ¡Cuidado que lo veo yo eso mal! – dijo Miguel, señalando a las tapias -; se necesita tener mala sangre para discurrir semejante cosa.

– Algunos le temen más al robo que a la muerte chiquita.

– A nadie le hace gracia, ya se sabe. Pero ésas no son maneras de evitarlo. No es tanto por lo que pueda ser en sí, como por lo que eso representa. ¿Qué se creerán que tienen ahí metido? No te revelan más que el egoísmo y el ansia que tienen por lo suyo.

– Desde luego. Una cosa bien fea.

– ¡Hombre! Se tuvo que quedar bien descansado quienquiera que fuese el que discurrió el invento este de los cristalitos. Tuvo que ser el hombre de más malas entrañas y más avaricioso de este mundo. El perfecto hijoputa.

– Pues tú dirás.

Llegaban a la venta de Mauricio.

– Buenas.

– ¿Qué hay, muchachos? ¿Qué tal ese bañito?

– Vaya.

– ¿Van a comer aquí por fin?

– No; comeremos abajo. Venimos a por los bártulos.

– Me parece muy bien. Quieren más vino, ¿eh? Ya veo que han andado listos con el que se les puso esta mañana.

Mauricio recogía las botellas de encima del mostrador. Lucio dijo:

– Anda, ponles un vaso por mi cuenta y llénanos aquí a los demás.

Miguel se volvió.

– Muchas gracias.

– No las merece.

Ahora se adelantaba el alguacil y le dijo a Mauricio, señalando a Miguel:

– ¿Este señor es el que tú decías que cantaba? Mauricio le puso cara de reproche.

– Sí, ¿qué le quieres? – se dirigió a los otros-. Verás ahora; verás tú como tiene que no dejar a nadie quieto.

El alguacil no atendió a lo que el otro le decía; se había dirigido a Miguel, con entusiasmo:

– Perdone, me va usted a permitir que lo salude. Carmelo Gil García me llamo yo, soy acérrimo del cante. Le hablaba como a una celebridad de la canción.

– Mucho gusto.

– El mío. Y sobre todo y en particular de lo que es el flamenco – continuó el alguacil -. Mire, este invierno pasado no, el otro invierno anterior, tuve que hacer el sacrificio: me compré el aparato. O sea que me eché los Reyes, eso es. Y todo por el cante; no se crea usted que no me tuve que privar de poco. Y por bien empleado lo doy. Sí, hombre, y Pepe Pinto y Juanito Valderrama, los ases de la canción, todos esos nombres me los conozco, ya lo creo, ya lo creo…

Le seguía estrechando la mano, y Miguel lo miraba sonriente.

– Eh, pero a mí no vaya usted a tomarme por ningún profesional – le decía -. Canto un poquito, nada más. Para los amigos.

– Pues no lo dudo que lo hará usted a base bien. A ver si tengo el gusto de escucharle algún ratillo. Saborearemos lo fino verdad.

Mauricio se impacientó:

– ¡Pero suéltale ya la mano, calamidad! ¡Pues sí que no se suda ya bastante de por suyo, en el día que tenemos, como para andarse encima cogiéndose las manos!

Carmelo obedecía.

– Déjelo usted – dijo Miguel -; es muy amable por su parte…

– No, hombre; si es que en cuanto que tiene un par de vasos, se pone así de pesado con todo aquel que te pilla por banda. Y seguro que lo que anda es detrás de que se arranque usted ahora por bulerías, pero así, en frío y sin comerlo ni beberlo. El alguacil protestaba:

– ¡Mentira! Demasiado que ya me lo sé yo de cómo tiene que salir el cante. ¿Te crees que no lo sé? A nadie va a pedírsele que se desenrede ahí a cantar de buenas a primeras. Es necesario estar metidos en ambiente y que la cosa se vaya caldeando poco a poco, ¿verdad usted?, para que el cante salga fino. ¿A que sí?

– Venga ya. ¿Pero quieres dejarlo ya tranquilo al muchacho, de una vez? ¿Qué le puede importar de ese rollo que tú le estás metiendo? ¿No ves que aburres a la gente?

– ¿Qué va a pasar, hombre? Tenía yo mucho gusto en poder saludarlo aquí al joven y cambiar impresiones de lo que somos devotos conjuntamente. ¿Verdad usted que no ha habido molestia?

– De ninguna manera; todo lo contrario… El carnicero y Chamarís se mondaban de risa.

– ¡Ay qué Carmelo este! ¡Es tronchante, qué tío!

Tito dejó de reprimirse las ganas de reír y luego también Carmelo se sumaba a las risas generales, con una cara atónita y feliz, como sintiéndose halagado de ser el causante de ellas. Tan sólo el hombre de los z. b. no se reía. Apareció en la puerta una niña vestida de rojo; dijo desde el umbral: