– ¿No?

Se detuvo como esperando a que Tito continuase; luego añadió:

– Pues sí; sí que lo soy algunas veces, aunque tú no lo creas.

Pasaron unos momentos de silencio; después Lucí volvía a preguntar:

– Tito, ¿y a ti, qué te parece que una chica se ponga pantalones? Como Mely.

– ¿Qué me va a parecer? Pues nada; una prenda como otra cualquiera.

– ¿Pero te gusta que los lleve una chica?

– No lo sé. Eso según le caigan, me figuro.

–  Yo, fíjate; anduve una vez con ideas de ponérmelos y luego no me atreví. Un Corpus, que nos íbamos de jira al Escorial. Estuve en un tris si me los compro, y no tuve valor.

– Pues son reparos tontos. Después de todo, ¿qué te puede pasar?

– Ah, pues hacer el ridi; ¿te parece poco?

– Se hace el ridículo de tantas maneras. No sé por qué, además, ibas a hacerlo tú precisamente.

– Es que no tengo mucha estatura para ponerme pantalones.

– Chica, un retaco no eres. La talla ya la das. Tampoco es necesario ser tan alta, para tener un tipito agradable.

– ¿Te parece que tengo yo buen tipo?

– Pues claro que lo tienes. Eres una chica que puede gustar, ya lo creo.

Lucita reflexionaba unos instantes; luego dijo:

– Sí; total, ya sé que aunque te pareciera lo contrario, no me lo ibas a decir.

– Ah, bueno, pero no me lo parece – la miró sonriendo -. Y vamonos ya del sol, que nos estamos asando vivos. Se levantaban.

El carnicero habló de nuevo, con un tono prudente:

– Pues tampoco sé yo por qué dice usted eso de los años. Usted todavía podría colocarse si se pusiera en ello. Lucio encogió los hombros:

– ¿Y dónde? ¿Ahora que ya no sé casi hacer nada…? ¿Y con lo que hay detrás? Aniano dijo:

– ¿Qué profesión era la que usted tenía antes?

– Panadero. Yo tenía una tahona en Colmenar. Mi socio la vendió y se guardó los cuartos. Se conoce que contaba con que no iba a salir yo nunca del otro sitio. Luego dijeron que si estaba en La Coruña con negocios o no sé qué mandangas. Se marchó el tío con todo; y aquí paz y después gloria. Vaya pues allí a buscarlo…

– ¡Pero eso no puede ser! ¿No había papeles?, ¿un registro en alguna parte, una matrícula con el nombre de usted?, cualquier cosa.

Ahora el hombre de los zapatos blancos se interesaba.

– ¡Papeles! ¿Qué papeles? – dijo Lucio -. Anda que no hubo lío en aquellos años, como para encontrar papeles, ni andar probando ninguna cosa. Cada cual arreó con lo que pudo y después adivina quién te dio. Como para que a mí me queden ganas de establecerme otra vez.

– Así es – asintió el hombre de los z. b. -. Diga usted que no hay más que disgustos. Mejor así; quedarse uno en la postura en que uno ha caído cuando lo han tirado. Usted sabe la vida.

– Si le parece que no me ha costado el saberla. Tanto valía, para eso, el haber seguido ignorándola. La experiencia, cuando a lo último la tienes, ves que tan cara te ha salido, tan cara, que igual como no tenerla; lo mismo te da.

– No estoy de acuerdo – dijo Aniano -; no estoy conforme con usted. Lo peor que hay en este mundo es darse uno por vencido. Eso nunca. Es necesario recuperarse. Adelante siempre.

– ¿Usted cree? – le decía ahora Lucio, clavándole los ojos; adoptó un tono nuevo, paciente-. Vamos a ver, ¿y tú cuántos años tienes, muchacho? Me parece que van a ser muy pocos para saber nada de aquello. Andaríais a lo sumo jugando a los bolindres…

Aniano se puso rojo; oscurecía el entrecejo. Lucio seguía:

– ¿De modo que no hay que darse por vencidos? Pues ya sabrás alguna vez, si alcanzas a saberlo, que no es uno mismo el que se da por vencido ni deja de darse… Ya te enterarás. Con que ahora mejor que no hubieras abierto la boca, ya lo sabes.

– ¡Y usted me parece a mí que quiere saber mucho! ¡Además, nadie le ha dado confianza para que me tutee! ¡Pues vaya ahora con el viejales sabihondo!

El Chamarís lo agarraba por un brazo para que se aplacase. Lucio le dijo fríamente:

– Yo no soy viejo, ¿entiendes? Es que tú eres un niño. Un chaval ignorante y atrevido. Eso pasa. Ni más ni menos.

Aniano estaba muy excitado. Mauricio le decía:

– Venga ya, Aniano, no se exalte usted.

– Yo no me exalto. Este señor de aquí, que se cree que sabe más que nadie, y que se pone a faltar. Y yo no soy ninguna criatura ni ningún ignorante. Yo por lo menos he estudiado, cosa que no ha hecho él. Porque uno tiene su bachillerato completo, para que nadie me tutee ni se dirija a mí de esa manera.

El Chamarís se impacientaba. El carnicero guiñaba un ojo y decía por lo bajo, divirtiéndose:

– Ya, ya…Ya sacó la cultura a relucir. Aniano seguía, todo encendido de irritación:

– ¡Ya cuentas, y gramática, y geografía, y a todo, me pongo yo con este señor en cuanto quiera! ¡A ver si es verdad que sabe tanto como quiere saber! ¡Uno no ha estado siete años rompiéndose los codos, para que luego te venga un panadero retirado a llamarte ignorante ni a darte lecciones de nada!

– De la vida, hijo mío, de la vida – dijo alguien. Mauricio le hacía a Aniano ademanes de calma con las dos manos en el aire y le siseaba para que se aplacase:

– Chsss…, cálmese – le decía -; tranquilícese, hombre; que aquí nadie pretende quitarle méritos. Nadie le niega el mérito a sus estudios y a su instrucción. No se le menosprecia en ese sentido. Todo el mundo sabemos lo que esas cosas valen y lo que cuesta el ganarlas. Aquí nadie le ha puesto en duda ni ha querido faltarle a la cultura de usted.

– ¿Pues quién se ha creído él que es, para darme de tú así de buenas a primeras? ¡Vamos! Yo me he ganado un puesto y tengo mi trabajo gracias a mis estudios, y tengo derecho a que se me trate debidamente y con arreglo a lo que soy… ¿lo sabe?

Casi las lágrimas se le saltaban, en medio de la ira, pero todos se le reían entre dientes.

– Que sí, hombre, que sí – le decía Mauricio -; si todo eso es digno de respeto; si nadie lo niega.

– ¿Quiere decirme lo que le debo? Ya tenía el dinero en la mano.

– Once pesetas.

Puso el dinero sobre la mesa, y se dejaba una caña sólo empezada.

– ¿No apura eso?

– No. Para aquel señor. Adiós muy buenas.

Salía tan violento que por poco atropella al hombre de los z. b., el cual se hizo a un lado con los brazos abiertos, como cuando pasa un toro, y dijo: «Ahí va eso», mientras el otro ya se había esfumado en la puerta.

– ¡Valiente monigote! – dijo Mauricio -. Estos chavales en cuanto tienen dos letras, ya se creen con el derecho de subírsele a la parra a todo el mundo.

– Pues es buen chico – replicó el Chamarís -. Me da pena que pasen estas cosas. Yo sé que él luego sufre un rato, con esto que le acaba de ocurrir. A él le gusta tratar con todo el mundo y sentir que lo aprecian. Si se da cuenta de que cae mal en alguna parte, eso le duele más que la vida.

– Pues que le duela – replicaba Mauricio -. ¿A qué se mete en donde no lo llaman? En Madrid quisiera yo verlo, al tío, con esos humos.

– Que no es malo, le digo. Que es un muchacho que conociéndolo y sabiéndolo tomar en su sentido, se hace hasta querer. Yo lo aprecio, se lo digo de verdad. Vas con él y es un chico noble, incapaz de malicia.

– Pues lo que es aquí esta mañana, ha metido la pata, pero bien – afirmó el carnicero.

– Lo que ustedes quieran decir; pero también tuvo su culpa el señor Lucio, que lo quiso mortificar ya demasiado.

– Yo quise ver adonde íbamos a parar con las enmiendas y los consejitos. Yo era por verlo a ver cómo le caía el que le hablasen a él de la forma en que él acostumbra dirigirse a las personas. Ahí, que si no dices caballos de vapor, en seguida está el niño a enseñarte cómo lo tienes que decir. ¡Hay que oír cada cosa!

– Pero usted no debió tampoco de tutearlo, señor Lucio. Eso fue lo que le hirió en su amor propio.

– ¿Que no? ¡Pues si podía ser su padre! Antes a los muchachos de la edad de éste nos tuteaba todo el mundo. Ahora ya no sé cómo han puesto la vida que aquí en seguida se hace uno un personaje. Di que porque trabaja en el Ayuntamiento y con eso ya parece que tiene como algo más de representación, que si no, a buenas horas le iba a dar yo de usted normalmente a un muchacho de esa edad. Se me puso pesado y le di el tratamiento que le pertenece, nada más.

– Eso es; en seguida se les sube la máquina de escribir a la cabeza, a estos mirlos de las ventanillas. Eso es lo que les pasa. Dime tú si no te tratan como si fueran los amos del mundo, cuando tienes la desgracia de tener que ir a solicitar cualquier papel o cualquier requisito. ¿Ya ver qué hacen de provecho, más que enredar la vida cada vez más? ¿ Producen acaso algo bueno? ¡Ya está bien tanto orgullo ni tanta tontería nada más que porque te andan con cuatro papelorios! Y gracias a que hay quien se encarga de complicar la vida y de inventar cada día más papeles, para que la gente así pueda comer. Que si no, ya veríamos. La partida de inútiles sueltos y de muertos de hambre que andarían por el mundo.

– Vaya, señor Mauricio, que ya se quiere usted ensañar con el muchacho. Que le digo yo que no tiene el pobrecillo malicia ninguna.

– Ya se sabe que no tiene malicia – repuso el carnicero -. No es más que el orgullito que se gasta, que no está bien en un mozo de su edad. ¿Qué tendrá Aniano? No tendrá más de veintitrés o veinticuatro…

El hombre de los z. b. escuchaba en silencio y Carmelo limpiaba con la manga el polvo de su gorra y le sacaba brillo al anagrama del Ayuntamiento. Y Lucio dijo:.

– El orgullo es una cosa que hay que saberla tener. Si tienes poco, malo; te avasallan y te toman por cabeza de turco. Si en cambio tienes mucho, peor; entonces eres tú mismo el que te pegas el tortazo. Lo que hay que tener es aplomo, en esta vida, para no ser la irrisión de nadie ni tampoco romperte la cabeza en tu propia arrogancia.

– Igual que el otro fantasma de la tienda – dijo Mauricio-.Ya ve a aquél lo que le pasó. Todo por el orgullo que tenía. ¿Y de qué estaba orgulloso ese fulano? ¿De que tenía un letrero muy grande, con su nombre, en lo alto la puerta? Pues mira cómo le fue. Tanto orgullo, para arruinarse, y encima quedar como un payaso a los ojos de todos.

Ahora intervino el hombre de los z. b.:

–  Y no era malo aquel hombre. Trataba bien a la gente que tenía. Ahora, eso sí, con distancia, como era él; pero también generosamente. Yo lo tengo afeitado la mar de veces, y sabía ser un tío cordial cuando quería. Tenía su gracia hablando. Me acuerdo que cada vez que decía una broma o un chascarrillo cualquiera, en seguida me levantaba la cabeza de la almohadilla y se volvía a todas partes, con la cara enjabonada, para ver cómo había caído el chiste y si se lo reían los presentes. Siempre lo hacía, me acuerdo.