– Vaya, hombre – dijo Mauricio -, pues si tanto te gustan en pintura, qué no será con las de carne y hueso. El carnicero replicó:

– ¿A éste? Éste es de los que las prefieren pintadas. Capaz. ¿Verdad, tú? Ésas no pueden hacer daño.

– Pues hace bien – dijo Lucio -; así se quita de complicaciones.

El aludido los miraba sin saber qué decir. Insistió el carnicero, con malicia:

– Será porque alguna vez habrá salido escaldado.

– ¿Yo…?

Bebió el vaso y forzó una enigmática sonrisa, arreglándose la gorra, como dando a entender que se equivocaban. Mauricio y el carnicero se reían, igual que de un niño. El hombre de los zapatos blancos apartaba de nuevo la vista de los buitres y se volvió a beber de su vaso; dijo:

– Ya podían enterrar esas carroñas. El carnicero:

– ¿Y quién se pone en este tiempo a excavar hoyos bajo el sol, con lo durísimo que está el terreno? ¿Quién quiere usted que se tome el trabajo, para una res que ya no sirve para nada? Bastante guerra dan los vivos, para que se ande nadie atareando con los muertos.

– Sería una medida de higiene, aunque no fuese otra cosa.

– ¿Higiene? En el campo no existe la higiene. Eso está bien para las barberías. Pero en el campo la única higiene que puede haber, ya la ve usted: la hacen esos bichos.

– Sí, pues vaya una higiene que será.

– ¿Cómo qué? Mañana mismo ya verá usted cómo está aquello completamente limpio. Se les puede tener todo el asco que se quiera, pero no son ningún bicho dañino. Al contrario: un beneficio es lo que hacen. Si no fuera por ellos ya teníamos carroña para un mes.

El hombre de los zapatos blancos se limitó a torcer la boca, dudoso, y se volvía de nuevo hacia la puerta. El alguacil asentía con la cabeza y señalaba al carnicero, en gesto de aprobación.

Mely nadaba muy patosa, salpicando. Se había puesto un gorrito de plástico en el pelo. Antes, Lucí, en la orilla, le había dicho:

– ¡Qué bien te está ese gorro! ¿Y dónde dices que lo compraste?

– Me lo trajo mi hermano de Marruecos.

– Es muy bueno; será americano.

– Creo que sí…

Luego se habían metido poco a poco las dos y se iban riendo, conforme el agua les subía por las piernas al vientre y la cintura. Se detenían, mirándose, y las risas les crecían y se les contagiaban, como en un cosquilleo nervioso. Se salpicaron y se agarraron, dando gritos, hasta que ambas estuvieron del todo mojadas, jadeantes de risa. Ahora se habían reunido con los otros, en un punto en que el agua les cubría poco más de la cintura. Sólo Alicia y Miguel, que nadaban mejor que los demás, se habían alejado corriente abajo, hacia la presa, donde estaba más hondo.

Todos hablaban y se llamaban a gritos, en el agua poblada y revuelta de gente, como si toda aquella creciente algarabía no fuese algo que ellos mismos formaban y aumentaban, sino el estrépito vivo del propio río, que les hacía gritar cada vez más, para entenderse unos a otros.

Lucí estaba con Santos y Carmen y Paulina; los cuatro se habían cogido en corro, por los brazos, y subían y bajaban al compás, metiendo la cabeza y saltando después hacia arriba, entre espumas. Mely se había retirado un poco y estaba por su cuenta, haciendo esfuerzos para mejorarse en su manera de nadar. Tito y Fernando se reían de su empeño.

– ¿Qué pasa? – les dijo ella -. ¡Si que vosotros lo hacéis bien! Venga, marcharos ya de aquí, merluzos, no me déis la tabarra. No puede una…

Tito se burlaba:

– ¡Quiere ser Esther Williams…! ¡Se lo ha creído…!

– ¡Idiota!

Tito se acercó a ella y la cogió por un tobillo y tiraba, riéndose.

– ¡Suelta, asqueroso, suéltame…! – gritaba Mely, agitando los brazos, para no hundir la cabeza.

Vino Fernando por detrás y saltó a las espaldas de Tito, hasta sumergirlo del todo. Mely, ya libre, miraba el forcejeo inestable de Fernando y adivinaba al otro debatiéndose por debajo del agua.

– ¡Eso es! ¡Tenlo un rato! ¡Por idiota! En seguida Fernando salió disparado hacia arriba, y apreció la cabeza de Tito, entre espuma.

– ¡Me alegro! ¡Te está bien empleado! – le dijo Mely, mientras él respiraba tratando de recobrar todo el aire perdido.

Se volvió de repente.

– ¡Fernando, Fernando, que te va por detrás…!

Se amasaron en una lucha alborotada y violenta; un remolino de sordos salpicones, donde se revolvían ambos cuerpos y aparecían y desaparecían los miembros resbaladizos, los músculos crispados y las cabezas que querían ansiosamente respirar. Mely al fin se asustó al ver la boca angustiosa de Fernando asomarse un momento en el borbollón, para volverse a sumergir.

– ¡Santos! – gritó -. ¡Sebastián! ¡Que se van a hacer daño! ¡Venir!

Acudieron los otros y en seguida la lucha se deshizo. Ahora Tito y Fernando se miraban agotados, jadeantes y tosiendo, sin poder hablar; se frotaban el cuello y el pecho con las manos.

– ¡Joroba! – les dijo Santos -. ¡Os las gastáis de aúpa! Fernando lo miró de reojo y levantaba el dedo, señalando a Tito, pero aún no podía decir nada.

– A pique de haberse ahogado alguno de los dos – comentaba Paulina-. Parece que no sabéis lo que es el agua.

– Venían metiéndose conmigo – dijo Mely -; pero les ha salido el tiro por la culata.

Por fin Fernando pudo hablar:

– Ése… las gasta siempre así… No sabe la medida de las bromas…

– ¡Fuiste tú el que empezaste! ¿Me iba yo a quedar quieto?

– Yo no te tuve casi nada. ¡Tú sí que eres un chulo piscina, que querías hacérselo a Mely!

– ¿No vais a regañar ahora por esto? – terciaba Sebastián.

– Si es que este tío es una bestia – protestó Fernando -. No tiene ni noción. ¿Pues no se me pone a pelearse en el agua? Así claro que las pasamos moradas los dos y ya no hay forma de separarse, por la congoja que te entra de que quieres sacar la boca a toda costa y respirar… ¡El tío atontao…!

– Mira, Fernando, vamos a dejarlo, si tú quieres – dijo Tito-. Más vale que te calles.

– ¡Pues no! ¡No me callo!

Se acercó a Tito y le gesticulaba contra el pecho.

– Tiene razón Fernando – dijo Mely. Sebas se interponía entre los dos.

–  Venga ya – les decía -. Si estáis en paz. Dejarlo y no riñáis.

Tito miró hacia Mely, resentido.

– ¡Sí, señor! – reforzaba Fernando -. Además, no me vuelvas a dirigir la palabra en todo el día.

– Descuida, hijo, ni tampoco en un mes – dijo Tito. Y ponía una cara triste y se dio media vuelta y se alejaba hacia la orilla, ayudándose por el agua con las manos.

– ¡Naturalmente! – dijo Fernando hacia los otros. Paulina miraba a Tito alejarse y decía con pena:

– Mira tú que bobada…! No sé por qué teníais que reñir esta mañana, tan a gusto que veníamos todos… Meter la pata y nada más.

– Eso él. A mí no me lo digas.

– Claro que sí – dijo Mely -; fue el imbécil de Tito el que…

Santos la interrumpía:

– Pues tú tampoco no malmetas a nadie. Siempre te gusta meter cizaña; parece que la gozas.

– Yo no meto cizaña, ¿sabes? Tito me vino a molestar. Y a mí ni ése ni nadie me pone las manitas encima, ¿te enteras?

– Bueno, hija, bueno – cortaba Santos -; a mí no me grites. Yo no entro ni salgo. Allá vosotros.

– Pues por eso.

Fernando y ella se apartaron.

– Ésta está cada día más tonta – le decía Santos a Carmen-; se lo tiene creído.

– Ya te lo he dicho yo. No es la primera vez. Siempre se cree que andan todos a vueltas con ella. Y además es lo que la gusta; lo está deseando.

– Es una escandalosa. Y una repipi como la copa un pino. No la aguanto, palabra.

– Ni yo.

Se reunieron con Lucí, Paulina y Sebastián.

– ¡Venga, a formar el corro como antes!

– Llamar a Tito, oye – dijo Luci.

– Dejarlo; ése ya no viene. Se ha cabreado.

– ¿Pero con nosotros?

–  Con todos, más o menos.

– ¡Pobre chico! – decía Lucita -. No lo debíamos de haber dejado marcharse así.

Y lo buscaba con los ojos por toda la orilla. Ahora el Buda aquel gordo estaba allí con su hija y enjabonaban al perro Oro, que se debatía entre sus manos.

Fernando y Mely se habían alejado aguas abajo, hacia Miguel y su novia. Pero ya el agua les tocaba por los hombros y Mely no se atrevía a pasar más allá.

– ¡Ali! – gritaba -. ¡Alicia!

Contestó Alicia con un grito jovial, agitando la mano.

– ¿Cubre ahí, donde estáis?

– ¡Sí, cubre un poco! – contestaba Alicia -. ¡No vengas si te da miedo!

– ¡Di que no, Mely! – dijo Miguel -. ¡No os dé reparo de venir; así os soltáis!

Mely denegó con la cabeza y le decía a Fernando:

– Yo no voy, tú; tengo miedo cansarme. Luego gritó de nuevo hacia Alicia y Miguel:

– ¡Oye, venir vosotros! ¡Os tenemos que contar una cosa!

– Cotilla – dijo Fernando -. ¿Ya se lo vas a soltar todo entero? Pues vaya cosa importante que van a oír.

– Tonto, si es nada más para que vengan. Fernando se sonreía:

– Sí, sí, para que vengan… Eres, hija mía, de lo que no hay. En cuanto se te antoja eres capaz de poner en movimiento a media humanidad. Pero, hija, luego tienes ese don, que le caes en gracia a la gente, y uno no puede por menos de aguantarte las cosas.

– ¿Ah, sí? – decía ella afectando un tono reticente-. ¿Tantas cosas me tenéis que aguantar?

– ¡Cómo te gusta que te lo digan!, ¿eh? Lo que te halaga a ti que te cuente estas cosas…

– ¿A mí?

– No disimules, ahora, vamos; que ya te has puesto en evidencia.

– ¡Huy qué odioso! – decía medio picada y delatando una sonrisa -. ¡Qué odioso te sabes poner, hijo mío, cuando te ríes con esa risa de conejo que te sale! ¡Hiii! ¡Me da una rabia que es que te mataba, fíjate! – le sacudía la cara delante, apretando los dientes y guiñando los ojos -. ¡Hiii, qué risa de conejo! – y se reía ella misma, divirtiéndose con su propia rabia -. ¡Tonto, odioso! Ya vienen estos…

Ahora Santos se divertía con el miedo de Carmen, porque la había arrastrado hasta un punto en el que apenas los hombros le sobresalían.

– ¡Mirar ésta, el canguelo que tiene! – les gritaba riendo a los otros.

La chica se le agarraba con ambas manos y estiraba el cuello, como queriendo apartarse del agua cuanto podía.

– ¡Chulo, eres un chulo, ya está! ¡Ay, aquí cubre, Santos; ay, no me sueltes, me cubre!