– Deja, Miguel, no te preocupes, ya pasó. Se me fue por mal sitio.

– No, si lo que no había tampoco necesidad, era beber vino ahora – dijo Paulina-. Con que hubieseis bebido en la comida, de sobra ya con eso. Parece que no podéis pasaros sin beber.

Daniel se volvió a ella:

– A Sebastián se lo dices eso, si quieres. A mí me dejas vivir.

– Pues, hijo, yo lo decía por tu bien. Y para que no se nos agüe la fiesta. Pero descuida chico, que no vuelvo a decirte ni media palabra. Allá tú.

Sebastián intervino:

– Tampoco te había dicho la chica ninguna cosa del otro jueves, para que tú vayas y la contestes así.

– Es que yo no le aguo a nadie la fiesta, Sebastián. Si tengo que aguar alguna fiesta, me la aguaré yo sólito. Miguel cortó riendo:

– Tú no te apures, Daniel – le decía -; que aquí si acaso la única cosa que tendríamos que aguar es el vino.

Todos rieron.

– ¡Pues también es verdad! No que no sería eso ningún disparate.

– Eso sí que es hablar como el Código, Miguel. Ahí, ya ves, has estado.

– Sabe dar la salida como nadie. ¡Pico de oro…!

– Ya vienen ésos ahí. Tengo ganas de meterme en el agua. Venían ya desnudos, por los árboles.

– Esperaros un poco, que la prueben primero ellos. Cuanto más tiempo pase, más se caldea.

– ¡No vale! ¡Tiene que ser todos juntos! Si no, no tiene gracia.

– Pues claro – dijo Sebas -; eso es lo bueno. Todos a la vez.

– ¿Ya estáis? – les decía Miguel a los otros, que llegaban en ese momento.

– Sí. Pero oye: yo lo que digo es que si nos metemos en el agua, alguien se tiene que quedar aquí con todo esto. No lo podemos dejar solo.

– Nos vendremos un rato cada uno. Ahí no es problema.

– No tengas cuidado – dijo Daniel -. Yo mismo me quedo. No tengo ganas de bañarme todavía.

– Venga, pues entonces nosotros a desnudarnos; hala, tú, Sebastián.

Se marcharon Fernando, Sebas y Miguel. Aún crecía el calor y tenían que moverse a menudo, porque el sol traspasaba la entrerrama y se iban corriendo las sombras en el suelo. Alguien dijo:

– ¿Y adonde va este río?, ¿sabéis alguno adonde va?

– A la mar, como todos – le contestaba Santos.

– ¡Qué gracioso! Hasta ahí ya llegamos. Quiero decir que por dónde pasa.

– Pues tengo entendido que coge el Henares, ahí por bajo de San Fernando; luego sé que va a dar al Tajo, muy lejos ya; por Aranjuez y por Illescas debe ser.

– Di, tú, ¿no es este mismo el que viene de Torrelaguna?

– No lo sé; creo que sí. Sé que nace en la sierra. Al otro lado no había árboles. Veían, desde lo tibio de la sombra, unos pocos arbustos en la misma ribera, y atrás el llano ciego, como una piel de liebre, calveándose al sol. El agua corría ya tan sólo por los ojos centrales del puente. Había dejado en seco los dos primeros tajamares, en la parte de allá. La sombra de aquellos arcos cobijaba otros grupos de gente, acampada en la arena, debajo de las bóvedas altísimas.

– Pues en guerra creo que hubo muchos muertos en este mismo río.

– Sí, hombre; ahí más arriba, en Paracuellos del Jarama, allí fue lo más gordo; pero el frente era toda la línea del río, hasta el mismo Titulcia.

– ¿Titulcia?

– ¿No has oído nombrar el pueblo ese? Un tío mío, un hermano de mi madre, cayó en esa ofensiva, justamente en Titulcia, por eso lo sé yo. Lo supimos cenando, no se me olvida.

– Pensar que esto era el frente – dijo Mely -, y que hubo tantos muertos.

– Digo. Y nosotros que nos bañamos tan tranquilos.

– Como si nada; y a lo mejor donde te metes ha habido ya un cadáver.

Lucita interrumpió:

– Ya vale. También son ganas de andar sacando cosas, ahora.

Volvían los otros tres; Miguel dijo:

– ¿Qué es lo que habláis?

– Nada; Lucita, que no la gustan las historias de muertos.

– ¿Y qué muertos son ésos?

– Los de cuando la guerra. Que estaba yo diciéndoles a éstos que aquí también hubo unos pocos y entre ellos un tío mío.

– Ya… Bueno, y a todo esto, ¿qué hora es?

– Las doce menos cinco.

– ¿Entonces, qué? Vosotras, las mujeres, ya podíais ir pensando también en desnudaros. Y tú, Daniel, ¿qué decides por fin?, ¿te quedas aquí al cuidado?

El Dani se volvió:

– ¿Eh? Sí, sí; de momento me quedo; me bañaré luego más tarde.

Sebastián se había puesto a dar brincos y hacer cabriolas; ponía contra el suelo las palmas de sus manos e intentaba girar todo el cuerpo, con los pies hacia arriba; dio un grito como Tarzán.

– ¿Qué hace ese loco? – dijo Carmen.

– Nada; se siente indígena.

– Unos cuantos tornillos le faltan.

Ahora se había ido rodando y dando brincos hasta el agua y la había probado con un pie; volvía muy contento.

– ¡Chico, cómo está el agua!

– ¿Que cómo está de qué?

– De buena. Está fenómeno.

– ¿Caliente?

– Caliente, no; lo justo, lo ideal. No sé qué hacéis vosotras que no estáis ya con el traje de baño. ¡Venga ya! Yo no puedo esperarme ni cinco minutos siquiera. No aguanto más.

Empezaron las chicas a moverse; se levantaban con pereza. Sebas corría otra vez; tuvo un lío con un perro, al que había tropezado. Le acosaba a ladridos. Sebastián retiraba las piernas, como con miedo de que le fuese a hincar los dientes en la carne desnuda. Se reían los otros desde el grupo y Fernando azuzaba: «¡Anda con él!» Un señor gordo, con la tripa de Buda, un ombligo profundo y velloso, acudía hacia Sebas, cubriéndose la espalda con una toalla de colores al salir de la sombra. Llamó a su perro.

– ¡Oro!, ¡ven acá, Oro!, ¡obedece, Oro!, ¡Oro bonito! No se preocupe, no le hace nada. No ha mordido jamás. ¡Oro! ¿Qué te he dicho? ¡Estáte quieto, Oro…!

Le movía la correa muy cerca, sin quererlo pegar, y el animal acabó cediendo. El hombre sonrió a Sebastián y se alejaba de nuevo hacia su grupo.

– Debía de haberte mordido, eso es. Me hubiera alegrado, fíjate.

– ¿Por qué, mujer?

– Para que aprendas a no hacer el ganso.

– Hija, no creo que eso moleste a nadie. Fue el perrito, además, el que empezó.

– A mí es a la que me molesta. Me molesta el que tengas que ser las miradas de toda la gente.

– ¡Qué tontería! Anda, anda, vete con ellas, que acabéis cuanto antes, a ver si nos bañamos de una vez.

Sebas volvió a sentarse, jadeando, mientras su novia se alejaba hacia las otras chicas. Miguel dobló muy bien sus pantalones y ordenaba sus cosas, al pie de un árbol.

– Tú, Daniel; aquí te queda lo mío todo junto, ¿me oyes? El otro volvió la cara con desgana.

– Bueno.

Ahora Santos y Tito ensayaban boxeo entre los árboles. Miguel miraba todo el corro deshecho, la ropa y los zapatos de los otros, sin orden.

– Mira, Sebas, si quieres puedes poner aquí tus cosas, al lado de lo mío.

Le señalaba el sitio, junto al tronco.

– ¿Y qué más da?

– Ah, no; por si querías; mejor quedaba ahí… Vamos, a mí me lo parece.

– Es igual, hombre; ahora no tengo ganas de levantarme.

Hizo Miguel un gesto resignado y seguía mirando las cosas dispersas por el suelo; vacilaba. Luego, de pronto, sin decir nada, se puso a recoger los montones de ropa de los otros y a trasladarlos junto al tronco y colocar cosa por cosa, hasta que todo quedó como lo suyo.

– ¿No está mejor así? Sebastián se volvía distraído.

– ¿Eh? Ah, sí; de esta manera está mejor – cambió de tono -. Oye: y Santos, ¿qué tal anda?

Señaló con la mano hacia los árboles, donde Santos, que estaba con Fernando y con Tito, casi había ido a caerse, boxeando, encima de las cosas de una familia. «¡Me rompen el botijo, ¿y luego qué?!», les decía la señora.

– ¡Qué morena estás tú! ¿ Qué has hecho para ponerte tan morena?

Dos de ellas sostenían el albornoz de Santos, como una cortina, mientras las otras se desnudaban detrás.

– No te creas, que no he tomado casi el sol.

– Pues hija, se te pega en seguida. Yo, en cambio, para cuando quiera estar morena, ya se marchó el verano.

Las que tenían el albornoz miraban dentro los cuerpos y los trajes de baño de las otras, que iban apareciendo tras los vestidos caídos.

– Está muy bien, oye; ¿y dónde lo compraste?

– En Sepu; ¿cuánto dirás?

– No sé, ¿doscientas?

– Menos, ciento sesenta y cinco.

– Barato; si hasta parece de lana. Agarra de aquí tú ahora. A mí me va a dar vergüenza, porque estoy muy blanquita.

Mely y Paulina estaban ya fuera, con los trajes de baño, y se miraban mutuamente.

– Daros prisa vosotras.

Querían ir todas juntas hacia los chicos. Lucí tenía un traje de baño de lana negra. Las otras dos estaban más morenas y tenían bañadores de cretona estampada, todos fruncidos con elásticos. El de Mely era verde. Después no sabían qué hacer y se miraban unas a otras, dubitantes, recogiendo las ropas. Se comparaban entre sí con las miradas, reían y alborotaban y se ajustaban los bañadores una y otra vez.

– ¡Chicas, esperar; no os vayáis por delante!

Ya se iban riendo a pequeños gritos y Alicia y Mely se decían algo al oído y las demás querían saber de qué se reían así. Luego Carmen y Lucí se venían escondiendo entre las otras y Alicia se dio cuenta y retirándose a un lado cogió a Lucita por un pulso y la echaba adelante. Entonces Lucí pegó una espantada y se ocultaba detrás de un tronco.

– Qué boba eres; ven acá.

– ¿Qué le pasa a Lucita? – preguntaba Fernando.

– La da vergüenza porque está muy blanca.

– ¡Qué tontería!

Pero ahora le daba todavía más vergüenza tener que aparecer ella sola a la mirada de todos. Se reía, toda colorada, asomaba la cara tras el chopo.

– Iros, iros vosotras; yo saldré detrás. Tito gritó de repente:

– ¡A por ella!

Fernando, Santos y Sebas arrancaron corriendo tras de Tito y gritando hacia el árbol donde estaba Lucí; ella huyó un poco, regateó hacia el agua, pero al fin entre los cuatro la alcanzaron y la derribaron y luego la cogían por las cuatro extremidades, mientras ella gritaba y se debatía. La llevaban al agua. Miguel y las otras chicas lo veían desde la sombra de los árboles. Gritaba Lucí:

– ¡Soltarme, soltarme! ¡No me mojéis de pronto! ¡No, noo, socorro…!

No se entendía si reía o si lloraba. Se contentaron con mojarla un poquito y la depositaron en la orilla.