– ¿Me pone usted un vaso de agua, si hace el favor?

– Cómo no. ¿Pues y el alto; el que cantaba? ¿No dice que venía también?

– Ah, sí; pues ahí atrás viene andando, con la novia y con los de la moto. Se ve que les gusta el sol.

– Pues no está hoy para gustarle a nadie. Por cierto, esas botellas de vino son para ustedes.

Estaban alineadas, brillando en el mostrador, las cuatro iguales, de a litro; el vino rojo.

– Las pidieron los otros nada más llegar.

– Bueno, pues vamos a empezarlas. ¿Quién quiere beber, muchachos?

– ¡Quieto, loco!

– ¿Por qué?

– Deja las botellitas para el río; ahora, si es caso, unos vasos aparte.

– Bueno, pues lo que sea. ¿Tú quieres vino, Santos?

– Si me lo dais…

– Yo bebo agua…

– Pues no bebas mucha, que estás encalmado.

– Estos tíos no han sacado todavía las meriendas; no sé qué han estado haciendo en todo este rato.

– Tito, ¿quieres un vaso tú?

– De momento prefiero agua. Después ya hablaremos.

–  ¿Vosotras, qué?, ¿agua, vino, gaseosa, orange, coca-cola, la piña tropical?

– Pues pareces tú el que vende; hacías un barman de primera, chico.

– Lo único que tengo es gaseosa para las jóvenes, en no queriendo vino.

– Yo, chicos, me voy a sentar, ¿sabéis lo que os digo? Y no bebo nada hasta que no se me pase el sofocón.

– Haces bien. ¿Quieres gaseosa, Lucita?

– Gaseosa sí.

– Está mejor que el agua, desde luego, porque la tengo a refrescar – decía Mauricio, agachándose sobre la caja del hielo -; mientras que el agua está del tiempo.

– Pues será un caldo, entonces.

– Está buena – dijo Tito -; quita la sed.

– Estando sofocados – añadió Mely, relajada en su asiento-, no conviene tomar las cosas demás de frías.

Tenía un cuerpo muy largo, caderas anchas, se adivinaban carnes fuertes bajo la tela de los pantalones. Estiraba sobre lo fresco del mármol de la mesa los dos brazos desnudos. Dijo Santos al dueño:

– ¿Qué le parece si metemos las bicicletas al jardín, como el año pasado?

– Sí, sí; cuando gusten.

– Vamos allá, pues; que cada cual coja la suya.

– Ya saben por donde es; aquí, al fondo de este pasillo.

– Sí, muchas gracias; ya me acuerdo. Salieron por las bicis y ya llegaban los otros cuatro a la venta. Santos dijo:

– Sebas, podrías sacar los bártulos del sidecar en lo que nosotros vamos metiendo las bicicletas al jardín.

Miguel entraba y se dirigió al dueño con una sonrisa:

– ¿Cómo está usted? Yo sé que ha preguntado.

– Muy bien, muchas gracias; me alegro mucho verlos. Ya le estaba diciendo antes aquí que me extrañaba este año no se diesen ustedes una vuelta.

– Pues ya nos tiene aquí.

Pasaban los otros con las bicis por delante del mostrador y se metían al pasillo, hacia el jardín al fondo. Eran tres tapias de ladrillos viejos, cerradas contra el muro trasero de la casa; había zonas cubiertas de madreselva y vid americana, que avanzaba por los alambres horizontales. Y tres pequeños árboles; acacias.

– Mira; qué curiosito lo tienen – dijo Mely.

Las mesas estaban a lo largo de las tapias, bajo los emparrados; mesitas de tijera, descoloridas, y dos mucho más grandes, de madera de pino. En torno, sillas plegables o bancos rústicos de medio tronco, fijos al suelo, junto a la pared. En la trasera de la casa, se veía a la mujer en la cocina, por la ventana abierta, y otra ventana simétrica, al otro lado de la puerta del pasillo, donde brillaba el cromado de una cama, y una colcha amarilla.

– Apoyarlas aquí.

Dejaban las bicicletas contra el cajón numerado de un juego de rana; Santos metió los dedos en la boca del bronce.

– Ten cuidado, que muerde.

– Luego jugamos, ¿eh?

– A la tarde. A la tarde formamos una buena.

– ¿Ya estamos? ¡Pues sí! Ya nos aburriréis a todas con el hallazgo, ¡cómo no!

– También digo; como se líen a la rana, sí que nos ha caído el gordo.

Volvían por el pasillo; quedaba atrás el de la camiseta marinera y gritaba:

– ¡Mira, tú! ¡Mira un momento!

Santos volvió la vista, y lo veía por el marco de la puerta, desde la sombra del pasillo, haciendo la bandera en el tronco delgado de uno de los árboles, en la luz del jardín.

– Vamos, Daniel; no te enredes; ya sé que eres un tío atleta.

Vino diciendo:

– Eso tú no lo haces.

Entró tras ellos al local. Habían traído las tarteras; las guardaba Mauricio en algún recoveco del mostrador.

– Podíamos ir bajando – dijo Miguel -. ¿Qué hora tenéis?

– Las diez van a ser – le respondía Santos-. Por mí, cuando queráis. – Apuró el vaso de vino.

–  Pues venga, vamonos ya. Coger alguno las botellas.

– A mediodía vendremos a por eso; no sé si comeremos en el río o a lo mejor aquí arriba; según se vea.

– Eso ustedes; por lo demás, ya saben que aquí está bien guardado.

– Hasta más tarde, entonces.

– Nada; a disfrutar se ha dicho; pasarlo bien.

– Muchas gracias; adiós.

Lucio los vio perfilarse uno a uno a contraluz en el umbral y torcer a la izquierda hacia el camino. Luego quedó otra vez vacío el marco de la puerta; era un rectángulo amarillo y cegador. Se alejaron las voces.

– ¡La juventud, a divertirse! – dijo Lucio -; están en la edad. Pero qué fina era esta otra de pantalones; ésa sí que tiene sombra y buen tipo, para saber llevarlos.

Modelaba su forma en el aire, con ambas manos, hacia la puerta iluminada.

– ¿Lo ves, hombre, lo ves, como todo es cuestión de quien los lleve? Sácate ya ese cigarrito, anda.

Lucio se buscó difícilmente por todos los bolsillos la petaca y el papel de fumar, levantando los hombros para alcanzarlos en alguna parte muy honda, de donde al fin los sacaba. Mauricio lo recogió del mostrador y liando el cigarro decía:

– No conviene fumar desde temprano; cuando más tiempo te resistes, más lo agradece la salud.

– ¿Y qué hora es, a todo esto?

– Hombre; me choca un rato el que tú lo preguntes. ¿Y qué te importa a ti de la hora, ni te ha importado nunca? Lucio hacía una mueca con todo un lado de la cara:

– ¿Ah, sí? ¿Tanto te extraña? Pues ya lo ves; será que marcho para viejo.

– Tú no estás viejo. Lo que no te meneas en todo el día. Estás entumecido de no hacer ejercicio ninguno; lo que tú estás…

– ¿Ejercicios? Ni falta. Bastantes tengo hechos…

– ¿Pues cuándo?

– ¿Cómo que cuándo? ¡Antes!

– ¿Antes de qué?

– Antes de aquello. Y allí. Pues si te crees que no hacíamos ejercicio. Se figura la gente que allí nada más estar sentado y aguardar que te traigan la comida. – Mauricio lo miraba atentamente, dejándolo hablar, esperando más cosas -. Anda que no bregábamos allí; total en la celda, no parabas más que a la noche. Peor que fuera. Y sin provecho – alzó los ojos del cigarro, hacia la cara de Mauricio -. Bueno, ¿qué miras?

Volvió Mauricio a lo que había interrumpido, y terminaba de liar.

– No, nada, que voy a…-se retiró hacia el centro del mostrador -, voy a llenar un par de frascas, que va a venir público en seguida. ¡Justina! ¡Justina!

Respondía desde dentro la voz:

– ¡Voy, padre! Apareció en la puerta.

– Dígame, ¿qué quería?

– A tu madre, que si os vais yendo para San Fernando, que luego se hace tarde y me hacen falta las cosas para mediodía. Y mira: el señor Lucio te quería un recado. Tú, dile lo que pasa…

– No, hija; no es más que si no os sirve de molestia, os acerquéis por el Exprés y me traigáis un bote picadura. De esos verdes.

– ¿Por qué no?

– Espera; te doy los cuartos.

– A la vuelta; ¡qué más da! – dijo la chica, y se metió hacia el pasillo.

Y aún Lucio le gritaba, volviéndose:

– ¡Y un librito de Bambú…!

– ¿Pues no querías que te trajeran también la comida?

– Calla; es lo mismo. No se te ocurra decirlas ni media palabra.

Iban aprisa, con ganas de ver el río. Cruzaron la carretera y continuaban por un camino perpendicular. Dijo Mely:

– ¿Está lejos?

– Aquellos árboles, ¿no ves?

Asomaban enfrente las puntas de las copas. Debía de haber un brusco desnivel, cortado sobre el cauce y la arboleda.

– ¿Es grande?

– Ya lo verás.

No llegaron a verlo hasta que no alcanzaban el borde del ribazo. Apareció de pronto. Casi no parecía que había río; el agua era también de aquel color, que continuaba de una parte a otra, sin alterarse por el curso, como si aquella misma tierra corriese líquida en el río.

– Pues vaya un río… – dijo Mely -. ¿Y eso también es un río?

– Será que está revuelto – le replicaba Lucí.

Se habían detenido a mirarlo en el borde del terraplén, que se levantaba de diez a quince metros sobre el nivel de la ribera.

– Me llevé un chasco, hija mía. Ni río ni nada. Vaya un desengaño.

– ¿Pues qué querías qué fuese? ¿El Amazonas?

– ¿Nunca habíais visto vosotras el Jarama? – dijo Daniel -. El Jarama es siempre así, de ese mismo color.

– Pues a mí no me gusta. Parece que está sucio.

– Eso no es sucio, mujer; es la arcilla que trae. Parece sucio, pero no. Verás qué agua tan rica.

– Ah, no la pienso beber. Ni por soñación.

– Si no es bebería, Mely – se reía Daniel -. Rica para bañarse.

Tito les señalaba a la izquierda, hacia aguas arriba:

– Mirar: por allí encima pasa el tren.

Había un puente de seis grandes ojos de ladrillo, y aún más atrás, el de Viveros, junto a las casas de la General. La arboleda, a los pies del ribazo, era una larga isla en forma de huso, que partía la corriente en dos ramas desiguales. La de acá, muy estrecha y ceñida al terraplén, se había dejado secar por el verano y ahora no corría. De modo que la isla estaba unida a la tierra por este costado y se podía pasar a ella en casi toda su longitud, sin más que atravesar el breve lecho de limo rojo y resbaladizo. Tan sólo a la derecha tenía un poco de agua todavía: un brazo muerto, que separaba de tierra el puntal de la isla, formando una península puntiaguda. Frente al vértice de aquella península, donde se unía el brazo muerto con el otro ramal, el agua estaba remansada en un espacioso embalse, contra el dique de cemento de una aceña molinera o regadía. Para bajar a la arboleda, se trocaba el camino en una accidentada escalerilla labrada en la misma tierra del ribazo.