Levantó la cabeza y se la vio delante.

– ¿Qué quieres? Aquí estoy. Con una vez que me llames ya basta; tampoco soy sorda.

– Ah, ¡dónde echáis el martillo, quisiera yo saber!

– Si es un perro te muerde – señaló a los estantes -. Míralo.

– ¡Me lo vais a poner en unos sitios! ¿Para qué sirven los cajones?

– ¿Algo más?

– ¡Nooo!

Ya saliendo, Faustina tocó a Lucio en el hombro y señaló a su marido con el pulgar hacia atrás; murmuró:

– Ya lo sabes.

Lucio hizo un guiño y encogió las espaldas. El carrero depositó la última barra de hielo junto a las anteriores.

– No te traigas las cajas todavía. Ayúdame a partir el hielo, haz favor.

Demetrio sujetaba la barra, y Mauricio la iba cuarteando a golpes de martillo. Saltó hasta Lucio alguna esquirla de hielo; la miró deshacerse rápidamente sobre la manga de su chaqueta, hasta volverse una gotita.

– Enteras entran muy mal y así me queda el frío más repartido. Ya puedes traerme las cajas.

Demetrio salió de nuevo. Lucio habló, señalando a la puerta:

– Buen chico éste.

– Un poco blanco, pero bueno. A carta cabal.

– No se parece a su padre. Aquel…

– Suerte que lo dejó huérfano a tiempo.

– Suerte.

– Lo que tiene de grande lo tiene de infeliz.

– Incapaz de nada malo. Un buen muchacho, sí señor.

– Y el poco orgullo que tiene, que le dices cualquier cosa y escapado te la hace, como si fuera suya. Otros, a sus años, se te ponen gallitos y se creen que los quieres avasallar…

La sombra anunció de nuevo la presencia de Demetrio.

– ¿Me quiere usted ayudar, señor Mauricio?

– Trae.

El ventero salió del mostrador y le ayudó a depositar las cajas. Después los botellines estuvieron sonando un buen rato, como ocas, al ir pasando uno a uno desde sus cajas a la caja de hielo. Mauricio puso el último y le echaba a Demetrio una copita de cazalla.

– A ver si esta tarde te dejas caer un rato por aquí, para echarme una mano.

– Tenía pensamiento de ir al baile esta tarde, señor Mauricio; si puede usted llamar a otro, mejor sería.

– Tras de alguna andas tú, cuando te dejas unos duros por el baile. Déjalo, qué le vamos a hacer. Mi hija se va al cine; no sé a quién llamaría.

– Pues que lo ayude a usted el señor Lucio, que no hace nunca nada.

– Ya hice bastante cuando era como tú.

– ¿Qué hizo?, a ver.

– Muchas cosas; más que tú hice.

– Dígame alguna…

– Más que tú.

– No me lo creo.

–  Mira, muchacho, no sabes nada todavía. Te queda mucho que aprender.

– Anda, toma lo tuyo y no te metas con el señor Lucio.

Puso tres duros sobre el mostrador. Los había sacado del cajón con la mano mojada. Se la secó en el paño. Demetrio recogió los billetes.

– Bueno, otro día será. Que te diviertas en el baile. Ya me defenderé como sea yo solo.

– Pues voy a dejar el carro, que se me hace tarde. Hasta mañana.

– Adiós.

Demetrio volvió al sol de fuera. Mauricio dijo:

– No lo vas a obligar. Ya está haciendo siempre por uno bastante más de lo que tiene obligación. Ésta se cree que puede uno disponer de quien quiere y cuando quiere. Si a la niña se le antoja ir al cine, el mismo derecho tiene éste, hoy que es domingo para todos. No se puede abusar de la gente; y el que se gane una propina no quita que sea un favor lo que me hace con quedárseme aquí todo el santo domingo a despachar.

– Naturalmente. Las mujeres disponen de todo como suyo. Hasta de las personas.

– Sí, pero en cambio su hija que no se la miren. ¡Ya lo acabas de oír!

– Eso es que son ellas así; que no hay quien las mude.

– Pues esta tarde yo me voy a ver negro para poder atender.

– Desde luego. Ya verás hoy el público que afluye. No son las diez todavía, y ya se siente calor.

– ¡Es un verano! No hay quien lo resista.

– Pues mejor para ti; a más calor, más se te llena el establecimiento.

– Desde luego. Como que no siendo por días como éste, no valía ni casi la pena perder tiempo detrás del mostrador. Por más que ahora ya no es como antes, cá, ni muchísimo menos; va habiendo ya demasiado merendero pegando al río y la General. Antes estaba yo casi solo. Tú esto no lo has llegado a conocer en sus tiempos mejores.

– Pero lo bueno que tiene es que está más aislado.

– No lo creas. No sé yo si la gente no prefiere mejor en aquellos, así sea en mitad del barullo, con tal de tener a mano el río o la carretera general. Especie el que tenga su coche; por no tenerse que andar este cachito de carretera mala.

– ¿Cuándo la arreglarán definitivo?

– Nunca.

En el rastrojo se formó un remolino de polvo de las eras, al soplo de un airecillo débil que arrancaba rastrero entre el camino y la tapia; un remolino que bailó un momento, como un embudo gigante, en el marco de la puerta, y se abatió allí mismo, dejando dibujada en el polvo su espiral.

– Se ha levantado aire – dijo Lucio. Entró Justina desde el pasillo:

– Buenos días, señor Lucio. ¿Ya está usted ahí?

– ¡Ya salió el sol! – contestaba mirándola -. Hola, preciosa.

– Padre, que me dé usted treinta pesetas.

Mauricio la miró un momento; abrió el cajón y sacó las pesetas. Con ellas en la mano, miró a su hija de nuevo; empezaba a decir:

– Mira hija mía; vas a decirle de mi parte a tu…

Del interior de la casa vino una voz. Contestaba Justina:

– ¡Voy, madre!

Acudía hacia adentro, dejando al padre con la palabra en la boca y las pesetas en la mano. Volvió casi en seguida.

– Que dice que en vez de treinta, que me dé usted cincuenta.

De nuevo abrió Mauricio el cajón y añadió cuatro duros a los seis que tenía.

– Gracias, padre. ¿Qué es lo que me decía hace un momento?

– Nada.

Justina los miró a los dos, hizo con la barbilla y con los ojos un gesto de extrañeza, y se volvió a meter.

Un motor retumbó de improviso, aceleró un par de veces, y el ruido se detuvo ante la puerta. Se oyeron unas voces bajo el sol:

– Trae que te ayude.

– No, no: yo sola, Sebas.

Mauricio se asomó. De una moto con sidecar se apeaba una chica en pantalones. Reconoció la cara del muchacho. Ambos vinieron hacia él.

– ¿Qué hay, mozo? ¿Otra vez por aquí?

– Mira, Paulina; se acuerda todavía de nosotros. ¿Cómo está usted?

– ¿No me voy a acordar? Bien y vosotros.

– Ya lo ve usted; pues a pasar el día.

La chica traía unos pantalones de hombre que le venían muy grandes. Se los había remangado por abajo. En la cabeza, un pañuelito azul y rojo, atado como una cinta en torno de las sienes; le caían a un lado los picos.

– A disfrutar del campo, ¿no es así?

– Sí señor; a pegarnos un bañito.

– En Madrid no habrá quien pare estos días. ¿Qué tomáis?

– No sé. ¿Tú qué tomas, Pauli?

– Yo me desayuné antes de salir. No quiero nada.

– Eso no hace; yo también desayuné – se dirigió a Mauricio -. ¿Café no tiene?

– Creo que lo hay hecho en la cocina. Voy a mirar. Se metió hacia el pasillo. La chica le sacudía la camisa, a su compañero:

– ¡Cómo te has puesto!

– Chica, es una delicia andar en moto; no se nota el calor. Y en cuanto paras, en cambio, te asas. Ésos tardan un rato todavía.

– Tenían que haber salido más temprano. Maurico entró con el puchero:

– Hay café. Te lo pongo ahora mismo. ¿Habéis venido los dos solos?

Ponía un vaso.

– Huy, no, venimos muchos; es que los otros han salido en bicicleta.

– Ya. Échate tú el azúcar que quieras. Esa moto no la traías el verano pasado. ¿La compraste?

– No es mía. ¿Cómo quiere? Es del garaje donde yo trabajo. Mi jefe nos la deja llevar algún domingo.

– Así que no ponéis más que la gasolina.

– Eso es.

– Vaya; pues ya lo estaba yo diciendo: aquéllos del año pasado no han vuelto este verano por aquí. ¿Venís los mismos?

– Algunos, sí señor. A otros no los conoce. Once somos, ¿no, tú?

– Once en total – confirmaba la chica a Mauricio -. Y veníamos doce, ¿sabe usted?, pero a uno le falló a última hora la pareja. No la dejó venir su madre.

– Ya. ¿Y aquel alto, que cantaba tan bien? ¿Viene ése?

– Ah, Miguel – dijo Sebas-. Pues sí que viene, sí. ¡Cómo se acuerda!

– ¡Qué bien cantaba ese muchacho!

– Y canta. Los hemos adelantado ahí detrás, en la autopista Barajas. Cerca de media hora tardarán todavía, digo yo. ¿Pues no son dieciséis kilómetros al puente?

– Dieciséis siguen siendo – asentía Mauricio -; en moto, ya se puede. Dará gusto venir.

– Sí, en la moto se viene demasiado de bien. Luego, en cuanto que paras, notas de golpe el calor. Pero en marcha, te viene dando el fresquito en toda la cara. Oiga, le iba a decir…, usted no tendrá inconveniente, ¿verdad?, que dejemos las bicis aquí, como el año pasado.

– Pueden hacer lo que quieran; faltaría más.

– Muchas gracias. ¿Y de vino qué tal? ¿Es el mismo, también?

– No es el mismo, pero es casi mejor. Un gusto por el estilo.

– Bien; pues entonces convenía que nos fuese usted llenando… cuatro botellas, eso es; para por la mañana.

– Yo, las que ustedes digan.

– ¿Pero cuatro botellas, Sebas? Tú estás loco. ¿Adonde vamos con tantísimo? En seguida queréis exagerar.

– No digas cosas raras; cuatro botellas se marchan sin darnos ni cuenta.

– Bueno; pues lo que es tú, ya te puedes andar con cuidado de no emborracharte, ¿estamos? Luego empezáis a meter la pata y se fastidia la fiesta con el vino dichoso; que maldita la falta que hace para pasarlo bien.

– Por eso no se apure, joven – terciaba Lucio -. Usted déjele, ahora. Que se aproveche. El vino que beba hoy, ya lo tiene bebido para cuando se casen. Y siempre serán unos cuantos cántaros de menos para entonces. ¿No cree?

– Cuando nos casemos será otro día. Lo de hoy vale por hoy.

– No le hagan caso – dijo Mauricio-. Es un ser peligroso. Lo conozco. No se asesoren con él.

– Aquí lo conocen a uno demasiado – decía Lucio, riendo-. Y eso es lo malo. Que lo calen a uno en algún sitio.

– Pues intenta irte a otro. A ver si te reciben como aquí.

Lucio le hizo un aparte a la chica y le decía bajito, escondiendo la voz en el dorso de la mano: «Eso lo dice porque me fía; por eso, ¿sabe usted?»