Paulina sonrió.

– ¿Qué andas diciéndola secretos a la joven? ¿No ves que el novio se molesta?

Sebastián sonreía también:

– Es cierto – dijo-. Mire que soy bastante celoso… Conque tenga cuidado.

– ¡Huy, que es celoso, se pone! ¡Qué más quisiera yo! Sebastián la miraba y la atrajo hacia sí por los hombros.

– Ven acá, ven acá, tú, golondrina. Oye: ¿salimos ahí afuera, a ver si vienen ésos?

– Como tú quieras. ¿Y qué hora es?

– Las diez menos veinticinco; ya no pueden tardar. Pues hasta ahora, señores.

– Hasta luego.

Salieron. Caminaban hacia el paso a nivel. Paulina dijo:

– ¡Qué tío más raro! Cuidado que hace cosas difíciles con la cara.

– ¿Qué fue lo que te dijo?

– Nada; no sé qué de que si el otro le fía. ¡Chico, qué calor hace!

– Sí, tengo ya ganas de que lleguen éstos, para meterme en el agua cuanto antes.

– No se te ocurra cometer la tontería de bañarte antes de las once y media; se te puede cortar la digestión.

– Vaya; cómo me cuidas, Pauli. ¿Me vas a cuidar igual cuando nos casemos?

–  ¿Y a ti qué más te da? Total, para el caso maldito que me haces. No sé ni de qué me sirve.

– Lo que tú dices sirve siempre, Lucero. Me agrada a mí el que lo digas.

– Anda, ¿y qué gano yo con que te agrade?, si luego no lo llevas a la práctica.

– Pues que te quiero más: eso ganas. ¿Te parece a ti poco?

– Anda con Dios; no eres tú poco fatuo, muchacho; qué barbaridad.

– Te quiero; eres un sol.

– Pues de soles ya tenemos bastante con uno, hijo mío. Lo que es hoy, desde luego, no hacen falta más. Mira: ahí viene el tren.

– ¿Contamos los vagones?

– ¡Qué tontería!; ¿para qué?

– Así, por gusto.

– Una pareja simpática – dijo Lucio -; ahí los tienes. Mauricio estaba enjuagando las botellas, dijo:

– Ya venían el año pasado. Pero se me hace a mí que no eran novios todavía. Se tienen que haber hecho posterior.

– Lo único, lástima de pantalones los de ella. ¡Cosa más fea! ¿Por qué se vestirán así?

– Para la moto, hombre; con pantalones va mejor. Y más decente.

– Cá. No me gustan a mí las muchachas vestidas de esa manera. Si parece un recluta.

– Que le vienen un poco grandes; serán de algún hermano.

– Pues donde esté una chica de ese tiempo con una bonita falda, lo demás es estropearse la figura. Pierden el gusto en ese Madrid; no saben ya qué ponerse.

– Bueno, en Madrid, te digo yo que te ves a las mujeres vestidas con un gusto como en tu vida lo has visto por los pueblos. ¡Vaya telas y vaya hechuras y vaya todo!

– Eso no quita. También se contempla cada espectáculo que es la monda. Al fin y al cabo es el centro, la capital de España; vaya, que todo va a dar a ella; por fuerza tiene que estar allí lo mejor y lo peor.

– Pues hay más cosas buenas que no malas, en Madrid.

– Para nosotros, a lo mejor, los que venimos del campo. Pero anda y vete a preguntárselo a ellos. Y si no, la muestra. Aquí mismo la tienes; míralos cómo se vienen a pasar los domingos. ¿Eh? Será porque ya se aburren de tanta capital; si estuvieran a gusto no saldrían. Y que no es uno ni dos… ¡es que son miles!, los que salen cada domingo, huyendo de la quema. Por eso nadie puede decir en dónde está lo bueno; de todo se acaba cansando la gente, hasta en las capitales.

Mauricio había terminado de llenar las botellas y les pasaba un paño. Callaban. Lucio miraba el rectángulo de campo, enmarcado en la puerta vacía.

– ¡Qué tierra ésta! – dijo.

– ¿Por qué dices eso?

– ¿El qué?

– Eso que acabas de decir.

– ¿Qué tierra ésta? Pues será porque estoy mirando el campo.

– Ya.

– No, no te rías. ¿De qué te ríes?

– De ti. Que estás un poco mocho esta mañana.

– ¿Te diviertes?

– La mar.

– No sabes cuánto me alegro.

Tenía el campo el color ardiente de los rastrojos. Un ocre inhóspito, sin sombra, bajo el borroso, impalpable sopor de aquella manta de tamo polvoriento. Sucesivas laderas se iban apoyando, ondulantes, las unas con las otras, como lomos y lomos de animales cansados. Oculto, hundido entre los rebaños, discurría el Jarama. Y aún al otro lado, los eriales incultos repetían otra vez aquel mismo color de los rastrojos, como si el cáustico sol de verano uniformase, en un solo ocre sucio, todas las variaciones de la tierra.

– ¿Quieres fumar? – dijo Lucio.

– Aún no; más tarde. Gracias.

– Pues yo tampoco lío el primero, entonces, hasta tanto no fumes tú también. Cuando más tarde empiece, mejor para la tos. Ah, y ¿van a ir la Faustina o tu hija a San Fernando?

– Dentro de un rato, supongo. ¿Por?

– ¿No te importa que las encargue una cajetilla?

– Eso ellas. Díselo a ver, cuando salgan. ¿No vas a ir tú luego, a la hora de comer?

– No creo. Mi hermano y su mujer pasan el día en Madrid, con los parientes de ella. A estas horas ya están en el tren.

– ¿Y tú no piensas almorzar, entonces?

– Pues ahí está. Si también se me acercan a recogerme la comida… Allí en la mesa de la cocina me lo debe tener la cuñada, todo ya preparado. Así, pues me evitarían tener que ir.

– ¿Y luego qué más, señor marqués? ¿No ves que van a venir cargadas, para encima tener que ponerte a ti la merienda a domicilio?

– Ah, pues déjalo, entonces, mira. Si me entra gana, me acerco. Y si no a la noche, es lo mismo.

Terminó de pasar el mercancías y apareció todo el grupo de bicicletas, al otro lado del paso nivel. Paulina, al verlos, se puso a gritarles, agitando la mano:

– ¡Miguel!, ¡Alicia!, ¡que estamos aquí!

– ¡Hola, niños! – contestaban de la otra parte -. ¿Nos habéis esperado mucho rato?

Ya las barras del paso a nivel se levantaban lentamente. Los ciclistas entraron en la vía, con las bicis cogidas del manillar.

– ¡Y qué bien presumimos de moto! – dijo Miguel, acercándose a Sebas y su novia.

Venían sudorosos. Las chicas traían pañuelos de colorines como Paulina, con los picos colgando. Ellos, camisas blancas casi todos. Uno tenía camiseta de rayas horizontales, blanco y azul, como los marineros. Se había cubierto la cabeza con un pañuelo de bolsillo, hecho cuatro nuditos en sus cuatro esquinas. Venía con los pantalones metidos en los calcetines. Otros en cambio traían pinzas de andar en bicicleta. Una alta, la última, se hacía toda remilgos por los accidentes del suelo, al pasar las vías, maldiciendo la bici.

– ¡Ay hijo, qué trasto más difícil!

Tenía unas gafas azules, historiadas, que levantaban dos puntas hacia los lados, como si prolongasen las cejas, y le hacían un rostro mítico y japonés. Ella también traía pantalones, y llegando a Paulina le decía:

– Cumplí lo prometido, como ves. Paulina se los miraba:

– Hija, qué bien te caen a ti; te vienen que ni pintados. Los míos son una facha al lado tuyo. ¿De quién son ésos?

– De mi hermano Luis.

– Qué bien te están. Vuélvete, a ver. La otra giró sus caderas, sin soltar la bici, con un movimiento estudiado.

– ¡Valías para modelo! – se reía el de la camiseta marinera -. ¡Eso son curvas!

– Galanterías luego, que aquí nos coge el tren – le contestaba la chica, saliendo de las vías.

– ¿Habéis tenido algún pinchazo? – preguntó Sebastián.

– ¡Qué va! Fue Mely, que se paraba cada veinte metros, diciendo que no está para esos trotes, y que nadie la obliga a fatigarse.

– ¿Y para qué trotes está Mely?

– Ah, eso…

– Pues lo que es, nadie os mandaba esperarme; yo sólita sabía llegar igual.

– Tú sola, con esos pantalones, no irías muy lejos, te lo digo.

– ¿Ah no? ¿Y por qué?

– Pues porque a más de uno se le iba antojar acompañarte.

– Ay, pues con mucho gusto; con tal de que no fuese como tú…

– Bueno, ¿qué hacemos aquí al sol? ¡Venga ya!

– Aquí dilucidando el porvenir de Mely.

– Pues lo podías dejar para luego, donde haya un poquito sombra.

Ya varios se encaminaban.

– ¿Tú no podías haberme encontrado una bici un poco peor?

– Hijo mío, la primera que me dieron. ¿Querías quedarte a patita?

–  Venga, nosotros nos montamos, que no hay razón para ir a pie.

– Es el cacharro peor que he montado en mi vida; te lo juro, igual que esas de la mili que las pintan de color avellana; que ya es decir.

– ¿Qué tal vino la comida?

– No sabemos – contestó Sebastián -; en la moto está todavía. Ahora veremos si hay desperfectos. No creo.

Miguel y otra chica, con las bicis de la mano, acompañaban a los que habían salido a recibirlos; los otros habían vuelto a montar en bicicleta y ya se iban por delante. Paulina dijo:

– Desde luego saltaba todo mucho; las tarteras venían haciendo una música de mil diablos.

– Con tal de que no se hayan abierto…

– Pues el dueño se acuerda de nosotros, ¿no sabes?; me conoció en seguida.

– ¿Ah sí?

– De ti también se acuerda; ha preguntado, ¿verdad, Pauli?; «aquel que cantaba», dice.

Los otros iban llegando a la venta. El de la camisa a rayas iba el primero y tomaba el camino a la derecha. Una chica se había pasado.

– ¡Por aquí Luci! – le gritaba-. ¡Dónde yo estoy! ¡Aquello, mira, allí es!

La chica giró la bici y se metió al camino, con los otros.

– ¿Dónde tiene el jardín?

– Esa tapia de atrás, ¿no lo ves?, que asoman un poquito los árboles por encima.

Llegaba todo el grupo; se detenían ante la puerta.

– ¡Ah; está bien esto!

– Mely siempre la última, ¿te fijas? Uno miró la fachada y leía:

– ¡Se admiten meriendas!

– ¡Y qué vasazo de agua me voy a meter ahora mismo! Como una catedral.

– Yo de vino.

– ¿A estas horas? ¡Temprano! Entraban.

– Cuidado niña, el escalón.

–  Ya, gracias.

– ¿Dónde dejamos las bicis?

– Ahí fuera de momento; ahora nos lo dirán.

– No había venido nunca a este sitio.

– Pues yo sí, varias veces.

– Buenos días.

– Ole buenos días.

– Fernando, ayúdame, haz el favor, que se me engancha la falda.

– Aquí hace ya más fresquito.

– Sí, se respira por lo menos.

– De su cara sí que me acuerdo.

– ¿Qué tal, cómo está usted?

– Pues ya lo ven; esperándolos. Ya me extrañaba a mí no verles el pelo este verano.