– Vamonos ya, que pica el sol.

Los peldaños estan romos, casi arrasados. Abajo fue una gran risa cuando una de las chicas patinó sobre el limo y se quedó sentada en las dos estrías que habían dejado sus talones y se le vieron las piernas. Le supo mal a lo primero, sorprendida de verse así, pero en seguida levantó la cabeza riendo, al oír que los otros se reían.

– ¡Vaya pato, hija mía!, ¡qué pato soy! – les decía desde el suelo.

La cogió Santos por las manos y tiraba hacia arriba, pero ella no conseguía levantarse, de tanta risa que le daba.

– ¡Qué pato soy! – repetía feliz.

– ¿Te lastimaste?

– ¡Qué va! Si está mullido.

– Pues nos has dado la función, Carmela – le decía la Mely -; se te ha visto hasta la vacuna.

– ¡Bueno! Vaya una cosa más terrible; si no habéis visto más que eso.

– Nos ha retratado a todos, eso sí.

– Venga, niña; levanta de una vez.

– Despacio, hombre, despacio…-y volvía a reírse.

– Luego enjuagas la falda en el río, cuando nos bañemos – aconsejaba Alicia ─. Se te seca en un dos por tres.

– También fue de los que hacen época el guarrazo que se pegó Fernando el día que fuimos a Navacerrada. ¿Os acordáis?

– Ya lo creo. Cada vez le toca a uno.

– El que se acuerda soy yo; el daño que me hice con los cantos aquellos del demonio.

– Te sentó mal que nos riésemos y todo.

– Pues a ver. Me iba a hacer gracia.

– ¿Por qué será que todos se ríen siempre que alguno se cae? Basta que uno se caiga para escacharse de risa los demás.

–  Porque caerse recuerda los payasos del circo – dijo Mely.

Había ya varios grupos en los árboles, corros sentados a la sombra sobre periódicos y colchas extendidas. No había casi hierba; sólo un suelo rapado y polvoriento. Apenas si persistía algún mechón de grama retorcida y rebozada con el polvo. Sobre el polvo, botijos y sandías y capachos de cuero. Un perro quería morder una pelota. Corrían descalzos en la mancha de sol, entre dos porterías improvisadas. Los troncos estaban atormentados de incisiones, y las letras más viejas ya subían cicatrizando, connaturándose en las cortezas; emes, erres, jotas, iban pasando lentamente a formar parte de los árboles mismos; tomaban el aspecto de signos naturales y se sumían en la vida vegetal. Corría el agua rojiza, anaranjada, trenzando y destrenzando las hebras de corrientes, como los largos músculos del río. En la orilla había juncos, grupos de tallos verticales que salían del agua y detenían la fusca en oscuros pelotones. Sobresalía algún banco de barro, al ras del agua, como una roja y oblonga panza al sol.

– Aquí entre estos cuatro troncos nos sentábamos el año pasado.

– De hierba no es que haya mucha, la verdad.

– El ganado se la come.

– Y los zapatos de la gente.

Allí mismo extendieron el albornoz de Santos, de color negro, entre dos árboles, y Mely se instalaba la primera, sin esperar a nadie.

– Pareces un gato, Mely – le decían -; ¡qué bien te sabes coger el mejor sitio! Lo mismo que los gatos.

– A las demás que nos parta un rayo. Deja un huequito siquiera.

– Bueno, hija; si queréis me levanto, ya está. Se incorporó de nuevo y se marchaba.

– Tampoco es para picarse, mujer. Ven acá, vuelve a sentarte como estabas, no seas chinche.

No hacía caso y se fue entre los troncos.

– ¿La has visto? ¿Qué le habrán dicho para ponerse así?

– Dejarla ella. La que se pica, ajos come.

Daniel se había alejado y estaba inspeccionando la corteza de un tronco. Mely llegó junto a él.

– ¿Qué es lo que buscas? Levantó la cabeza sorprendido:

– ¿Eh? Nada. Amelia sonreía:

– Hijo, no te pongas violento. ¿No lo puedo ver yo?

– Déjame, anda; cosas mías. Tapaba el tronco con la espalda.

– ¡Ay qué antipático, chico! – reía Mely -. Conque secreto, ¿eh? Pues te fastidias, porque me tengo que enterar.

– No seas pesada.

Mely buscaba entre las letras, por ambos lados de Daniel

– ¿Te apuestas algo a que lo encuentro?

– Pero ¡cuidado que eres meticona!

– ¡Cómo estáis todos, hoy, qué barbaridad!

Se aburría y se dio media vuelta, hacia los otros. Rayas, manchas de sol, partían la sombra. Carmen se había tendido sobre el albornoz de Santos y miraba a las copas de los árboles. Apareció encima de ella la cabeza de Mely, contra las altas hojas.

– Échate, Mely; hay sitio para las dos. Vas a ver tú qué bien.

Amelia la miró sin contestar y luego recorría con los ojos la orilla y la arboleda y los grupos de gente; dijo:

– ¿Dónde andarán los otros?

– ¿Qué otros?

– El Zacarías y la pandilla.

– ¡Ah, ésos; a saber! ¿Seguro que venían?

– Claro que sí. En el tren. En eso fue lo que quedaron anoche con Fernando. ¿No, tú?

– Me lo dieron por cierto. Y que luego a la tarde coincidirían con nosotros en el merendero para formar un poquito de expansión.

Mely seguía mirando.

– Pues no se los ve el pelo por ninguna parte.

– Hablaron de que iban a no sé qué sitio que conocen ellos – decía Tito, escarbando en el polvo -. Y además no los precisamos para nada…

Amelia se volvió bruscamente hacia él y luego desistía de mirar y se tendió en el albornoz, junto a Carmen.

– Ni siquiera a la sombra se está a gusto – dijo.

– Yo digo que nos bañemos.

– Aún es pronto.

Santos miraba un partido de fútbol, que proseguía encarnizadamente en un claro del soto, entre unos cuantos chavales en traje de baño y una pelota encarnada. «Tuya, tuya, chico…», murmuraba Santos. Corrían moviendo polvo bajo el sol. Todos los del grupo estaban sentados ahora tumbados o recostados con los codos en tierra, dando cara hacia el río. Fernando quedaba en pie, junto a Tito, y éste le rodeaba la alpargata con un palitroque, dibujando la horma en el polvo. Fernando se volvió:

– ¿Qué me haces? – contempló todo el grupo -. ¡Pues vaya un espectáculo! Chico, me parecéis el pelotón de la modorra. ¡Qué tíos!

Se rascaba la nuca; sacó el pecho, estirándose.

– Trae que me tumbe yo también, si no. Y echamos el completo.

Daba vueltas en torno de los otros, buscando un acomodo.

– Das más rodeos que los galgos cuando quieren echarse. Aparca ya por ahí en donde sea.

– Toma, hijo; te cedemos el pico ese, si es que eres tan escogido. Con tal que dejes de marearnos a todas, tanto ir y venir.

– Sin traspaso, por ser para usted.

Le hacían un hueco junto a sus piernas, en el albornoz.

– Gracias, Mely, preciosa; no esperaba yo menos de ti.

Se sentó. Andaba un viejo fotógrafo por los árboles, tirando de un caballo de cartón. Llevaba un guardapolvo amarillo sobre la camiseta de verano, y la cámara al hombro, cogida por el trípode.

– Lástima de no habernos traído una máquina de retratar.

– Mira, es verdad. Mi hermano tiene la Boy que se trajo de Marruecos.

– Se te podía haber ocurrido el pedírsela.

– También digo.

– No me acordé. Si es que sacó un par de carretes, mucho entusiasmo con ella los primeros diez días, y luego la ha metido en un cajón y ya ni sabe que la tiene.

– Pues para eso…

– Estos del minuto es tirar el dinero. Te sacan fatal.

– Éstos ni hablar, por supuesto. Pero llevarse unas fotitos de los días así que se sale de jira, es una cosa que está bien. Luego al cabo del tiempo gusta verlas; mira fulano la cara tonto que tenía, y te ríes un rato…

– Claro que sí. Pues todavía no nos hemos sacado una foto en la que salgamos toda la panda, Samuel y Zacarías, inclusive, y los demás – dijo Fernando.

– ¿Éstos qué tienen que ver? Ésos no son pandilla con nosotros.

– Bueno. No lo serán para ti. Para mí, sí lo son. A Samuel lo conozco siendo chavales.

El fotógrafo no decía nada; se limitaba a detenerse delante de los grupos, con una mirada interrogativa, señalando con el pulgar al cajón de la cámara, detrás de su nuca. A veces, si los veía vacilar y no le contestaban en seguida que no, meneando la cabeza, añadía: «Al minuto», como algo ya archisabido; y después se alejaba encogiendo los hombros, con su caballo, y volviendo a chupar de la pipa que le colgaba de los dientes. A la pipa se le iba el humo por todas partes, como a una vieja locomotora.

– Yo creo que ya podíamos bañarnos – decía Sebastián.

– Espérate, hombre, ahora. No seas impaciente. ¿Queréis un trago, mejor dicho?

– Venga, es verdad. Trae la botella.

– ¿Y el Dani?, ¿dónde anda?

– ¿A que ninguno nos hemos acordado tampoco de traernos un vaso?

– Yo traigo uno de pasta – dijo Alicia-, el de lavarme la boca, ¿sabes? Pero lo tengo arriba con la merienda.

– Si no hace falta vaso, ¿no ves que nos han puesto una cañita en uno de los corchos?

– Allí está el Dani. Mirarlo.

Merodeaba entre los árboles y los corros de gente. Ahora se había parado a mirar el partido.

– ¡Daniel! ¡Dani! – le gritó Sebastián.

Se volvía Daniel y levantaba la barbilla, como si preguntase.

– Ya veréis como viene corriendo… ¡Mira, Daniel! – agitaba en el aire la botella, para que el otro la viese-. ¡Ven acá, hijo, que te repongas!

Daniel titubeaba y al fin se encaminó nuevamente hacia el grupo.

– ¿No lo veis cómo acude? – se reía Sebastián -. Si no falla. A éste no tienes más que enseñarle la botella del vino y te obedece como un corderito.

Llegó sin decir nada y pasó por detrás de todo el corro, a ocupar un extremo al lado de Miguel.

– ¿Qué andabas tú solo por ahí?

– Nada. Dando un garbeo.

– ¿Estabas inspeccionando las chavalas? Toma, bebe.

– El pobre, como se viene sin pareja…

– Ni falta.

Empinó la botella de vino y se dejó caer en la garganta un chorro largo y profundo. Después tomaba aliento y se limpiaba la barbilla con la mano.

– A poco te la liquidas, hijo mío. Dame. ¿Qué tal está?

– Caliente.

– Pues si llega a estar frío, no sé entonces…

– Oye, ¿y por qué no metemos estas otras en el agua a refrescar?

– Una ocurrencia; se podría.

– Anda, Santitos, que te veamos un detalle, tú que te pilla más cerca y que no estás haciendo nada de momento.

– Quítate, quítate. A mí allá vea que esté caliente. Me sabe igual de bien.

– Estás galbanizado, muchacho. ¿Tanto trabajo te cuesta levantarte?