– ¿En el garaje?

– ¿Dónde va a ser?

Había pasado Fernando por delante de ellos y ahora enjuagaba alguna cosa en la ribera.

–  ¡Cada día más trabajo, qué asco! El dueño tan contento, pero nosotros a partirnos en dos.

– Tú no piensas en nada.

– ¿Cómo que no?

– Que no te acuerdes ahora de eso.

– Es imposible no pensar en nada, no siendo que te duermas. Nadie puede dejar de pensar en algo constantemente.

– Pues duérmete, entonces.

Le ponía la mano encima de los ojos.

– Quita. Para dormirse, no sale uno de excursión.

– ¿Entonces, tú qué quieres?

Ya volvía Fernando retorciendo el bañador, para escurrirle el agua.

– No tener tanto trabajo. No renegarme los domingos, acordándome de toda la semana.

– ¿Qué hay? – dijo Fernando -. Vaya galbana que tenemos. Cómo dominas la horizontal. Pues felices vosotros que no tenéis más que montaros y pisarle al acelerador, para plantaros en Madrid en un periquete.

– Señoritos, ya ves.

Carmen se estaba vistiendo contra las zarzas del ribazo, mientras Mely y Alicia le sostenían el albornoz.

– Me he puesto como un cangrejo – se miraba los hombros.

Iba escamoteando el cuerpo entre la ropa. Por debajo de la blusa, se bajaba los tirantes del traje de baño.

– Acabo ahora mismo, moninas. No miréis – se reía.

– Valiente tonta – dijo Mely -. Te creerás que eres Cerezade.

Carmen había enfilado las mangas de la blusa y se ciñó la falda. Luego dejó caer el traje de baño y sacaba los pies. Vino la voz de Fernando, que se diesen prisa.

– Espabila. Ésos ya están listos.

Sonó algo en las zarzas, mientras Alicia se vestía. Se asustó. Tiraban tierra desde lo alto del ribazo.

– ¡Qué poquita vergüenza! – dijo Mely, mirando hacia arriba.

Había visto dos cabezas ocultarse para atrás. Carmen dijo:

–  Chaveas.

– No tienen gracia.

Volvió a sonar redoblada la lluvia de tierra en las hojas de los zarzales. Alicia miró también.

– No te creas que no tiene cara el tipejo. ¡Qué pesaditos se ponen!

– Es que hay mucho gracioso por el mundo – dijo Mely-. ¿Terminas?

– Cuando queráis.

Los otros habían vuelto a llamarlas a voces.

– No vamos a apagar ningún fuego, digo yo. Se reunían con ellos.

– ¿Lo habéis cogido todo? - preguntaba Miguel.

– No te preocupes, vamos.

Miguel se volvía hacia Paulina y Sebastián.

– Bueno, antes de las diez, que procuréis estar arriba. Y si no, ya sabéis que allí os quedamos todos los bártulos y las tarteras, para llevároslo en la moto. ¿De acuerdo?

– Sí, hombre; si antes de que os vayáis, subiremos; no tengas cuidado.

– Pues hasta luego.

– Que lo paséis muy bien.

Daniel, Tito y Lucita estaban hechos un montón. Se les oía reír.

– ¡Qué tres!

– Ahí os quedáis – les decía Miguel-. Yo no es que quiera decir nada, pero nosotros a las diez nos largamos. Así que vosotros veréis.

Tito había levantado la cabeza y les hacía un signo expulsivo con la mano.

– Iros, iros, nos tiene sin cuidado. Nosotros somos independientes.

– ¡ La Independencia de Cuba! – se le oía detrás a Daniel. Lucita dijo:

– Hasta luego.

Los otros se alejaban.

– Se la van a coger de campeonato – iba diciendo Miguel-. Por Lucita lo siento.

Santos y Carmen se habían adelantado. Ya comenzaban a subir la escalerita de tierra, cogidos por la cintura, mirándose los pies, como si fueran contando los peldaños.

– El par de tórtolos – dijo Mely. Fernando hablaba con Miguel.

– Chico, las siete y media que son ya. Ésos deben de estar más que hartos de esperar por nosotros.

Poco a poco se iban elevando sobre la escalerilla, y la gente del río quedaba abajo y atrás. Todavía muchos grupos esparcidos por la arboleda y en la otra orilla, entre los matorrales, al borde del erial amarillento; algunos cuerpos desnudos sobre el cemento de la presa, casi cromados ahora contra el sol. Eran delgadas y larguísimas las sombras de los chopos de junto al canalillo.

– Se echa el bofe.

Fernando jadeaba. Habían llegado a lo alto. Mely se detenía a la mitad.

– Esperar – les decía desde abajo -. Esto es preciso tomárselo con calma.

La música de las radios ascendía, destemplada y agresiva, con el estrépito del público y del agua rugiente, desde los aguaduchos ocultos bajo los árboles, rebosando sus copas, como la polvareda caliente de las juergas.

– ¡Qué floja eres, Mely!

Venía subiendo muy despacio y se apoyaba con las manos en los muslos. Levantaba la vista hacia los otros, para ver lo que le faltaba.

– No puedo con mi alma… – suspiró.

Luego volvieron la espalda y dejaron de ver la arboleda, los eriales, el puente. La arista del ribazo ocultaba tras ellos el río, las aguas de color fuego, sucio, la turbia vena que corría casi indistinta, a lo lejos, en la tierra, bajo el rasante sol anaranjado. Pasaban otra vez entre las viñas. Alicia se colgó con ambas manos del brazo de Miguel. Le apoyaba la sien contra el hombros. Miguel canturreaba.

– ¿Se los habrá ocurrido traerse la gramola?

– Para matarlos, si no la traen.

– ¿Pues tanta gana tienes tú de bailoteo?

– ¡A ver qué vida! – dijo Mely -. Estoy tratando por todos los medios divertirme un poquito en el día de hoy. Sin resultado. Y no quisiera presentarme en casa con este aburrimiento, porque me iba a decir mi tía que si vengo enferma, nada más verme entrar con esta cara.

– Vaya por Dios, ahora resulta que te has aburrido.

– ¡Qué va! – dijo Fernando -. Lo que la pasa a ésta lo sé yo.

– Tú eres muy listo.

Estaban haciendo una fábrica, allí a la izquierda del camino, que ahora iba encajonado entre la valla de las obras y la alambrada de la viña buena. Largas naves, con techos de cemento; los andamios vacíos. Volaron dos palomas.

– Yo no comprendo – decía Miguel -; siempre salís con eso de que si os aburrís, mi hermana igual; nunca lo he comprendido. Yo, la verdad, yo no sé distinguir cuando me aburro de cuando me divierto, te lo juro. Será que no me aburro nunca o que no…-se encogía de hombros.

– Dichoso tú.

Luego, al ir a cruzar la carretera, Santos y Carmen se habían detenido y hablaban a grandes voces con alguien que venía. Se volvió Santos a los del camino: «¡Eh, aquí están éstos!», les gritó. Eran el Zacarías y los otros. Zacarías y Miguel se daban la mano los primeros, como dos jefes de tribu, en mitad la carretera.

– ¿Qué hay, facinerosos?

– ¡Pues ya era hora que se os viese el pelo!

– Ahí hemos estado.

– Supongo que habéis traído la gramola, ¿o es mucho suponer?

Una rubia que venía con ellos miraba los pantalones de Mely.

– ¿En los árboles?

– Sí, ahí abajo, donde está la presa.

– ¿Y…?

– Pues nada, bien.

– Esto se pone atestado.

– ¿Y vosotros?

Se habían detenido en la carretera.

– ¿Pues no venía Daniel?

– ¡Venía!

Fernando se abrazaba con otro, al que llamaban a voces «Samuelillo madera», y le pegaba puños en los brazos. A Zacarías se le veían las rayas de las costillas por la camisa abierta.

– También venían Tito, y Sebastián con la novia, y Lucita y creo que nadie más…

– ¡Ya nos vamos haciendo modernas!

– ¿Quién, yo?

– Se han quedado en el río. No sé…

– Bueno, nos coge la noche y sin movernos de aquí.

– ¿Qué no sabes?

– En qué pararán.

– ¡Viene un coche, apartarse!

– ¿Y las placas?

– Ése las trae.

– ¡Qué polvo!

– Vámonos ya…

Se habían sentado tres en la cuneta.

– ¿No conocéis a Mariyayo? Es nuestra nueva adquisición.

Tenía una cara de china, el pelo negro y liso. Alicia la conocía ya de antes. Se saludaron y Fernando la miraba el busto y las caderas; luego le dio la mano también.

– Sí, señor, y una buena adquisición, además – comentaba riendo.

Mariyayo le sostenía la mirada con una sonrisa zumbona.

– Encantada…

– Pues placas venían seis, pero una se la cargó esta mañana el atontado de Ricardo.

– Aquí no estamos haciendo nada – dijo Mely-. Moverse de una vez.

– ¿Dónde os habéis metido todo el día? No hubo manera de guiparos.

– Nosotros vamos a los sitios buenos – dijo la rubia -; ¿qué te creías?

– Somos gente cara.

El que venía con la gramola la había depositado en la cuneta y se estaba contemplando un arañazo en el empeine del pie.

– ¡Tú, Profidén! – le dijo uno que traía un macuto de costado-. ¿Son sitios de dejar la gramola? El otro levantaba la cabeza.

– Me llamo Ricardo.

Tenía unos dientes muy blancos y perfectos. El del macuto se reía. Dijo Miguel:

– Pues nos juntamos unos pocos. ¿Vosotros sois…?

– Ocho y el perro.

– ¿Qué perro?

– Ninguno. ¡Siempre picáis!

– Tan bromista. Bueno, estamos aquí parados, vamonos ya.

Santos y Carmen ya se habían adelantado, camino de la venta. Los otros echaron a andar despacio, en tropel, esperándose unos a otros. Fernando tomaba posiciones a la derecha de Mariyayo.

– ¿Y tú de qué barrio eres?, si no es indiscreción. Mariyayo contestaba riendo:

– De la Colonia del Curioso, ¿la conoces? Miguel y Zacarías iban juntos, y Mely se había cogido del brazo de Alicia; iba diciendo:

– Es mona. Tiene cara de chinita.

– La llamaban la Coreana, en la Academia de Corte donde nos conocimos.

Zacarías se volvió a gritarles a los de la gramola, que estaban todavía retrasados junto a la carretera:

– ¡Ricardo, venga ya, que es para hoy!

Samuel venía con la rubia; la traía cogida con el brazo derecho por los hombros. El sol estaba enfrente, ahora, al fondo del camino, sobre las lomas del Coslada. Las otras dos chicas que venían esperaban a Ricardo y al del macuto.

– ¿A qué hora es vuestro tren? – le preguntaba Miguel a Zacarías.

– A las veintidós treinta.

– Estás tú muy ferroviario.

– Así lo pone allí.

– Pues de sobra. Hasta y veinte, podemos divertirnos un buen cacho.

– No sé, a lo mejor alguna de las chicas quiere marcharse anteriormente, y nos fastidia.

Santos y Carmen estaban parados ante la casa de Mauricio:

– Miguel – dijo Santos -. Ven un momento que te diga. Carmen se había apoyado en la pared.