– Habla, escupe, masca… ¿Qué hace, don Herbert? -le sorprendió la voz de Aurelia.

– Ni escupo, ni hablo, ni masco. ¡Sueño!

– ¡Ah!…

– La andaba buscando… -se esponjó la frente sudorosa con el pañuelo-. ¡Me salvó de irme a quemar al infierno, Aurelia! Su cuento de los «lobisones del Capitolio» me decidió a ordenar la compra de acciones de nuestra frutera: ¡ La Tropical!… ¡ La Tropical Platanera! Y sabrá que en este momento su valor está repuntando. Si no es usted, me arruino, me suicido y al infierno.

No estaba Aurelia. Otra vez había desaparecido. Sepultada viva en la cabina del teléfono, gritaba:

– Vendan… Vendan… Vendan las que tengan en poder de ustedes de la «Frutamiel Company»… Sí, todas mis acciones de la «Frutamiel», véndanlas… Aurelia… Aurelia Maker Thompson… Maker Thompson… Mi nombre es Aurelia Maker Thompson -dijo despacio-. Au… re… lia… Ma… ker… Thomp…son…

Tierras madres. Montañas que son como caracoles gigantescos en los que ha quedado sonando el mar. Minas, aserraderos, hatos de ganados, ríos atajados para la pesca y la envolvente soledad del cielo azul, cielo sobre los pinos, cielo sobre los cedros, cielo sobre los picachos sangrantes de crepúsculo. Filas interminables van formando los ejércitos de pajarillos que duermen en los hilos telegráficos a la entrada de este villorrio más acostumbrado a las estrellas que a la sombra. ¿Qué pasa? ¿Por qué han volado los pájaros? ¿Quién anda allí disparando su revólver? ¿Qué son esas fusilerías? «¡Encendé, encendé luz, hay que esconderse!», suena una voz de vieja que duerme a regaña párpados para acostumbrarse a la muerte. No porque le guste. De su cuenta, no dormiría nunca, pero hay que acostumbrarse al sueño eterno y más vale irse habituando en largos sueños. Y tras los disparos de pistolas y fusiles sonaron las campanas. Era confundir las cosas. Era hacer pensar en la noche de Navidad. ¡La misa del gallo, nanita! ¡Qué misa del gallo, si no está el Padre, algotra cosa menos santa es, repican para convocar al pueblo! Al salir a la calle, el fresco, el fresco húmedo de la tierra sin baldosas. Sólo en la ciudad las calles están calzadas. Aquí puras descalzas. De tierra. De tierra para los pies del pueblo descalzo. El calorcito entre las cuatro paredes. El olor del candil apagado. La puerta cerrada con tranca. El repique. Los disparos. Unos hachones de ocote frente a la Comandancia. El comandante local en rueda de hombres bebiendo copas. De un momento a otro tiene que salir el bando. Ya los soldados están formados. Y el que lo va a leer se despereza. Que dejen de repicar. Ese repique tan largo. Más vale, para que se despierten todos. El del farol. El del farol también se despereza. Lo llevará para que el del bando pueda leer lo que dice el papel. Dentro de los vidrios, la luz. Fuera de los vidrios, la noche, y ellos todos en la noche. Menos mal que no habrá guerra. La línea divisoria pasará saltando como una cabra por lo alto de las montañas. Ni al valle de allá ni al valle de acá. Entre melón y melambas. Bien arreglaron las cosas. Peor hubiera sido por mal. En las ciudades sonaban las sirenas. Los pequeños puertos de la costa atlántica, sobre el Caribe, se llenaron de gente. Todas eran banderas blancas. Negros, mestizos, asiáticos, europeos en trajes blancos. Por estornudar se paga. Pues que estornude, que estornude la banda municipal, toda la noche y todo el día. Lo que falta de la noche. ¡Qué tarde llegó la noticia! Y de repente. Por inalámbrico. ¡Vaya sueño el de las putas! No parece que se durmieran, sino que se murieran. ¡Abran, bestias, se ganó la línea divisoria! ¡Qué se va a ganar, se perdió! ¡Se ganó la paz! ¡Bueno, eso sí! ¡Despierten a la «Chapina»! «¡Chapina», no soy, viví allá!, desfundó una mujer cobriza, la voz más ronca de la costa. «¡No sos 'Chapina', y te están temblando las tetas del gusto!» «No entiendo nada, me agarraron dormida!» Porque ganaron ustedes, ¡mazorca de brujos! ¡Son lujosos! ¡Para ganar son lujosos! Vaya olor a pólvora, a mar y a pólvora de cohetillos. ¡Saquen a ese chino y exíjanle que haga un castillo! ¡Viva la patria, la patria de nuestros mayores! Ya el maestro está mamado. En cuanto se pase, gritaré: «¡Viva la madre patria!» Y antes de fondear, entre babas y pedos, se apalabrará con el suelo para decir lloriqueando: «¡Viva América y la reina que la parió!» Otra cosa. Nada se sabe en la Compañía. Parecen ajenos al fallo dictado por el más alto tribunal de la historia. Quién anda haciendo frases. Cualquiera hace frases. Lo fregado es hacer aguas con sintitis. Sólo las ánimas del purgatorio sufren igual cuando orinan. El practicante de medicina dragonea de médico y da conferencias sobre el «venerado tema venéreo». En medio de todos, analiza el fallo del tribunal, como el resultado de una lucha bursátil entre dos poderosos consorcios bananeros. Pero nadie le oye. Alguien le arrojó a la cabeza una lata de sardinas vacía. Por poco le hiere. Le quedó buen humor y tiempo para gritar al desconocido: «¡No pierdo la esperanza de hacerle la autopsia gratis!» Las ranas despiertas y croantes ponen un «después», «después», «después», entre lo que sucede y está sucediendo. ¿Entienden ustedes? Quién iba a contradecir al señor Nimbo, el espiritista, maridado con la médium más flaca de la tierra conocida, y que, según él, fue flaca en Egipto, flaca en Babilonia, flaca en Galilea, lo que hace pensar que los gordos son gordos, no por lo que ahora comen, sino por lo que se hartaron en el banquete de Nabucodonosor. El único banquete de que tenía noticia don Nimbo. Pero volviendo al tema de lo que estamos celebrando, dijo la culebra entre las ranas, y alumbró con los fósforos de sus ojos, al paso de los peces por las aguas celestes, tibias, trémulas, de burbujas. Porque la serpiente también lo celebra, y lo celebra la nube, el gavilán, las siete que brillan en lo que puede llamarse exactamente la coronilla de Dios. El naturalista inglés, sir Brakpan, ha donado su opinión. Los únicos donativos que los ingleses hacen, a sus patrias de adopción, son sus opiniones. Todo lo demás lo donan al Museo Británico. Ríe. Ríe con una risa de oro católico. No le dieron sólo la hostia. También le dieron la custodia para que se la tragara y le quedó la dentadura. Manifestaciones, algazaras, revuelo de gente arrebatando los periódicos. La noticia. La noticia. El fallo del tribunal arbitral en el asunto de límites. Se conoce lo poco que han transmitido las agencias cablegráricas. No hay información oficial. En las cancillerías a puertas abiertas los funcionarios brillan por su ausencia. Ultimo momento. Los gobiernos darán a conocer el laudo arbitral conjuntamente dentro de las veinticuatro horas siguientes. Es inapelable. Los delegados han estado conferenciando con sus abogados. Inapelable y los Estados Unidos son garantes de su cumplimiento inmediato por parte de los gobiernos. Los empleados públicos esperan de un momento a otro la noticia: ¡Feriado! ¡Feriado!… ¡Qué importa que sea inapelable, si hay feriado! Ya las calles están llenas de gente, adornados los frentes de las casas con los colores nacionales y en automóviles y carruajes enfiestados, banderas, flores, guitarras, botellas, chicos y muchachas pasan cantando La Marsellesa , seguidos de bandadas de pillastres con palos para apagar los triquitraques y quedarse con los que no estallan. Júbilo. Júbilo rodando. Júbilo andando. Júbilo en ruedas. Júbilo a pie. Bailes en las plazas. Te Déum en la Catedral.

Petrificado recibió el presidente de la Compañía la noticia del derrumbe de su política frutamielera. Geo Maker Thompson, ahora principal accionista del más gigantesco consorcio frutero, acababa de ser nombrado en su lugar. Oyó sus pasos. Sus pasos de plantador de bananos. En los vidriados pisos de madera preciosa se copiaba, de abajo arriba, la imagen del Papa Verde. Venía del brazo de Aurelia. Amigos y enemigos le seguían. Krill entre ellos. Krill, el último pececillo de los que alimentan las ballenas azules.

Buenos Aires, 10 de diciembre de 1952.