Pero igual que colgado, ya no era en el vacío, sino en el suelo, quedó don Herbert al escuchar que de las calles subía el grito de los voceadores: «¡Green Pope!»… «¡Green Pope!» «¡Green Pope!»… «¡Green Pope!»… «¡Banana's King!…» «¡Banana's King!»…

Sí, asomaba desde su vejez al sueño de su juventud, al hondo miedo vago de la vida irrecobrable, tiempo de relojes destrozándole el sueño, para despertarlo, sin más haber que el cepillo de dientes, el jabón y la toalla y por arte de magia, ya en su trabajo, hurgando con los dedos entre las gemas de los más famosos diamanteros de Borneo.

– …«¡Green Pope!»… «¡Green Pope!»…

¿Qué significado tenía aquello? Abrió los ojos más y más sobre el rostro del viejo Thompson para que le contestara. ¿Qué significado tenía aquello? Hundirse…, hundirse con el barco y la tripulación…

Sí, Geo Maker es capaz…

Pero si él había perdido la cabeza, no así los demás. Aurelia entró con un periódico en la mano.

– ¡Estalló la bomba! -fue todo lo que dijo. Lo demás estaba en el periódico que Krill arrebató con hambre de miope por las letras que al extender la sábana quedaron en columnitas, ejércitos de hormigas que van al ataque con algo más peligroso que la pólvora.

Todo, todo lo que él se había supuesto. Orgullo. Simple orgullo. Orgullo de viejo cretino. Pero esa clase de orgullo está bien que se tenga en la peluquería, donde uno puede verse joven, a fuerza de afeites, con el pelo distribuido en la calva discrecionalmente. Orgullo de viejo en la peluquería… -soltó la carcajada, aunque más que reír mascaba apresuradamente-…peluquería que en lugar de espejo luce pizarras con cifras y se llame «Wall Street».

Estaban arruinados. Eran las once de la noche. Habían pasado todo el día fumando. Cerveza y refrescos quedaron intactos en sus bandejas. Los vasos calientes, visitados por alguna mosca. Atropelladamente entraron a buscarlo míster Mac Ayuc Gaitán (Macario Ayuc Gaitán) y uno de los hermanos Kaujubul (Cojubul), para consultarle si vendían sus acciones. Sin titubear, Geo Maker les aconsejó que las vendieran.

– Pero usted está comprando…

– Yo sí; pero ustedes vendan…

– Se las vendemos…

– No creo que me las den en lo que están. Es la ruina…

– Peor es que nos quedemos con ellas. Si no van a valer nada.

– No; valer, van a valer; pero no tanto como valían…

Las calles de Chicago hervían, hormigueaban de gente que eran como letras de los grandes periódicos vistas desde el balcón en que Geo Maker Thompson libraba la batalla, sin su hija, sin su amigo, a solas, con un puñado de papeles en las manos, lápices y estilográficas.

Al salir Gaitán y Cojubul, después de negociarle las acciones por lo que él quiso darles, huyeron atemorizados Aurelia y don Herbert. Estaba loco. Si adquirió las acciones de aquéllos, ¿por qué se negaba a comprar las de los hermanos Lucero, para lo cual trajo poder especial el mismo Krill?

Las acciones de la «Frutamiel» seguían en alza. Suyo era el porvenir. Nadie ponía ya en duda en qué forma fallarían los jueces en la cuestión de límites. Lo estaba diciendo la Bolsa de Nueva York. Mientras las acciones de la «Frutamiel Company» (…¡Tomo! ¡Tomo! ¡Tomo! Sólo esta voz se oía) iban en alza -para este ejercicio se anunciaban dividendos astronómicos- de un momento a otro se esperaba el derrumbamiento de la «Tropical Platanera, S. A.», empresa en la que ya no creía sino Maker Thompson, aberración explicable, como la del viejo marino que vuelve a la nave para hundirse con ella. De sus manos salió la riqueza con que ahora se juega a la Bolsa y a los arbitros. Es triste llegar a viejo. De tener sus años, habría tomado a cada arbitro del pescuezo, para obligarlo a fallar a favor de su compañía. Pero más sabe el diablo por viejo y en lugar de sus manos maniobraban las atenazantes fuerzas de los seres más poderosos de la creación.

Cotizaciones… Arbitros… Armas…

Aurelia y Krill abandonaron el «Stevens Hotel» -en una de sus tres mil habitaciones había un loco, un delirante que fue pirata- sin salir del hotel -era tan grande que se podía estar fuera de él, sin dejar de estar en él-, para buscar asiento en uno de sus cafés, perdidos entre cientos, entre miles de bebedores de café.

Krill masticaba sus pistachos y hablaba:

– Si no fuera más que las cartucheras, pero me dice que también le han pedido armas.

– Son agentes de la «Frutamiel» -aclaró Aurelia mientras revolvía el azúcar en la taza.

– ¿Y la conexión es buena?

– Magnífica…

– Esa hubiera sido la salvación de su padre: jugar a las acciones de la «Tropical Platanera», si quería -cada cual es libre de ahorcarse- y comprar armas a cargo de la «Frutamiel Company», que lleva todas las de ganar, aun en la guerra, dado lo que han gastado y siguen gastando en armamento.

– Mi padre no quiso ni siquiera hablar del asunto.

– Sí, porque usted subió tan decidida.

– Jugó al encuentro y desencuentro con mis ojos y luego quiso que me sentara a sus pies. Como cuando era jovencita, me dijo. Obedecí. Dócilmente me enmadejé a sus plantas igual que una criatura sin años ni amargura y tuve la sensación de que él y yo habíamos vuelto a las plantaciones. Olor a tierra mojada, a bananal caliente. Los ruidos profundos, enloquecedores, de las noches del trópico.

Sorbió el café. Sus labios quedaron marcados en la porcelana como un trébol de dos hojas partido en el filo de la taza.

– Y cuando estuve así sentada, empezó a contarme un cuento…

– Es increíble, en medio del tormentón en que estamos…

– Encendió la pipa, fuma siempre el mismo horrible tabaco hediondo de marinero pobre, y me preguntó si conocía la historia de esos hombres que se vuelven lobos…

– Lo del hombre lobo para el hombre, ¡cuento viejo!

– Eso creí, pero no. Se refería a los «lobisones», sujetos que a la luz de la luna se convierten en lobos y en forma de lobos cometen toda clase de tropelías. Una creencia popular. Una vulgar superstición. Algo que no puede existir y que, sin embargo, existe, no sólo en las aldeas y caseríos, sino en Washington mismo, en el Capitolio, donde hay hombres que a la luz del oro se transforman en «lobbystas».

– Un argumento para Charlot…

– Me lo quitó de los labios. Usted ve a Charlot convertido en lobo, en «lobbysta», aullando al paso de los senadores en los pasillos del Congreso.

– Pero, Aurelia… -se detuvo Krill, le faltaba materia prima en la boca para seguir masticando, al tiempo de sacar algunos pistachos de su bolsa-, no penetró lo que él quiso decirle, salvo que haya algunos «lobbystas» interesados en el negocio de armamentos.

– No sé. El actual presidente de la Compañía fue el que me habló de las cartucheras y él parece que tiene en sus manos los pedidos de armas.

– ¿Ese con los ojos color de cuba en la que han vomitado diez mil borrachos? Aurelia, lo de los «lobisones del Capitolio» me da mucho en que pensar. Voy a subir a mi cuarto.

– Yo aprovecharé para leer la carta de mi hijo. Por fin mandó su retrato. Es un tremendo muchacho. Crece cuando no lo veo y cuando llego a visitarlo siempre me parece un chiquitín.

Krill hizo un amistoso gesto de enfado, al apartar la cabeza para no ver el retrato de Boby.

– Me llama chismoso…

– Perdónelo. ¡Qué culpa tiene el loro! No hace sino repetir lo que le oye al abuelo. Y el abuelo no deja de tener razón. Apostaría doble contra sencillo que ahora va a su cuarto a ver a quién le chismosea por teléfono lo de los «lobbystas», los «lobisones del Capitolio», como los acaba de llamar.

– No tengo tiempo. Voy a dar órdenes a mis agentes para que compren acciones de la «Tropical Platanera»…,.

– ¡Está usted loco como mi padre!

– Sííííí…, loco como su padre… -exclamó con sorna, los ojos de alcanfor helado, y se marchó a pasos largos; cojeaba un poco del lado en que se había puesto el crisantemo en el ojal de la solapa, de la pierna izquierda, aunque poco le importaba el calambre, ni el dolor sentía… ¡Je, je, je! Documentos reales, la cédula de su majestad expedida en Valladolid… ¡Je, je, je! Connivencias de ese gobierno con los japoneses, pesando en contra de la línea divisoria de 1821, a favor de la «Frutamiel»… ¡Je, je, je! Hay que ponerse en guardia… Alzas y bajas especulativas…

No sube a su habitación. Da la vuelta alrededor de Aurelia, que contempla el retrato de su hijo, se encaja en una cabina telefónica y llama, llama, llama. Por fin obtiene uno de sus agentes. Se le va la respiración. Pequeños pasos en un solo sitio que son como pataleos. Corta. ¡Uf! ¡Pronto! ¡Pronto!… Aurelia se ha ido. ¿Dónde encontrarla?… ¿En el hotel?… ¡Ja!… ¡Ja!… ¡Ja!… Otra vez el calambre. La cojera del lado del crisantemo. Por un espejo vio aparecer a una vieja. Por otro espejo vio desaparecer a una jovencita. Las edades. ¡Qué edades! Las cotizaciones. La edad de las personas es una simple cotización bursátil. Es evidente que el Papa Verde ha estado jugando a la baja con las acciones de la «Tropical Platanera, S. A.», para quedarse con ellas, con la mayor parte de ellas, entendámonos, ya que las demás las repartirá, entre billetes, bonos, cheques, cupones, con los «lobisones del Capitolio», los arbitros, los abogados, los dueños de las cadenas de periódicos -¡lindo nombre!-, las cadenas de periódicos que en nombre de la libertad encadenan a la libertad… ¡Aurelia!… ¡Aurelia!… Quiero encontrar a Aurelia para agradecerle. Por ella me salvé. Por ella, Herbert Krill, Krill, pececillo que alimenta las ballenas azules, se salvó y navega en la barca en que van por el divino mar Caribe los reyes, los presidentes vitalicios y semivitalicios, los jefes de operaciones militares, también operaciones bursátiles, los jueces que integran el tribunal de arbitraje en esta ardua disputa limítrofe, el gran secretario de Estado Corazón de Búfalo… Navegan… Navegan… Navega… mos sin ningún peligro, porque todos los bucaneros vamos dentro… ¡Ah!, mar de los plátanos azules y las tempestades de oro, de las hamacas más adormecedoras que sirenas, de las islas donde en las degollinas, al saltar la sangre de las venas, produce una música… Deja de masticar… Mastica… Deja de masticar… Krill, te salvaste por el cuento de los hombres que se vuelven lobos a la luz de la luna…

No hay cuidado ahora. Todos los lobos van en el barco. Los lobos y los bucaneros. Sólo los pueblos quedan afuera para aplaudir, para trabajar, nada dignifica más que el trabajo. En el mástil más alto se ha desplegado la bandera del Papa Verde… («¡Green Pope!»… «¡Green Pope!»…) …Y pensar que yo fui joven aquí en Chicago y trabajé hasta oír ese grito mágico «¡Green Pope!1 » «.¡Green Pope!», en la oficina de aquellos diamanteros de Borneo, sin pensar que más, mucho más que esas gemas, valen los diamantes que saltan de las frentes de los trabajadores del banano, sudor que vale y pesa como los diamantes… En nuestras manos…, entiéndase; en nuestras manos, porque en las manos de ellos no vale nada. Pabellón verde claro desplegado en el mástil más alto, pabellón de pirata, en lugar de las clásicas tibias, dos troncos de bananal, y la calavera matando la esperanza de los pueblos que aplauden y trabajan, no va contra ningún país en particular, va contra la esperanza de los que todavía tienen esperanza. Matar la esperanza… ¡Oh, sí!… Matar la esperanza… Empresa gigantesca porque cada ser humano es una maquinita de fabricar esperanza…