Su collar de arrugas fue como parte de su risa que ahora era tonta, dividida su atención entre los pasos del secretario que no llegaba nunca a la puerta y el ronroneo de la corriente en que estuvo perdiéndose en el vacío la voz de su gratuito amigo que le informaba a diario del peligro de jugar su situación a la carta de la «Frutamiel Company». Esta vez con el anuncio del arbitraje. Estaba previsto. Sí, pero no en esa forma de tribunal sin apelación reunido en Washington. Muy bien. Sólo la «Frutamiel» podía gastar lo que fuere en ese arbitraje fulminante. Sus empréstitos para la compra de armamentos probaba hasta dónde podía llegar en gastos para que el arbitraje se inclinara a su favor.

El secretario le anunció que acababa de llegar un sirviente con dos jaulas. Le hizo entrar y no esperó a que aquél se acercara.

– ¡Estas ratas están limpias! -dijo alzando la voz colérica, casi fuera de sí-. ¡Yo pedí dos ratas sucias! ¿Es posible que en Chicago no haya dos ratas sucias?

La risa de una mujer, regadera con agujeros de cascabel, adelantó la presencia de Aurelia Maker Thompson. Franqueó la puerta, sin más anuncio que su risa.

– ¿Es posible, Aurelia, que en todo Chicago no haya dos ratas sucias? Las que vienen en esas jaulas las han llevado a la peluquería, al masajista, ¡qué sé yo!… Ratas blancas con ojos de rubí y orejitas de rosa, mejor hubieran puesto canarios… Yo pedí un par de ratas prietas, leprosas, pelo y ojos de rabia, rabos húmedos y orejas carcomidas… ¿O es que en esta ciudad no hay una sola rata, una sola rata asquerosa?… O dos… Dos he pedido… Estas no representan lo que yo quería, no sirven para la broma que pensaba hacer a su padre… que está aquí… ¡Hombre, qué gusto! Aurelia: no me había dicho que venían juntos…

– No me ha dejado hablar…

– ¿Y estos bichos? -indagó Maker Thompson, después de estrechar la mano y abrazar al presidente de la Compañía, extrañado de encontrar sobre el escritorio del poderoso magnate bananero aquellas dos jaulas de metal dorado convertidas en sendas ratoneras.

– Quería hacer una apuesta sobre si adivinaba o no qué eran estas dos jaulas que yo pensaba ir acercando a una línea divisoria olorosa a queso; pero no con ratas así… Por eso había encargado dos animales repugnantes, tristes, sucios, más imagen de los pueblos que encerrados en nuestras jaulas de oro pretenden pelearse por el queso…

El viejo Maker Thompson, riendo de muy buena gana, tras pasarse la mano por la frente amplia y despoblada de cabellos, avivó sus ojos castaños al responder:

– Pues si es así, soy yo el que propongo la adivinanza: ¿qué representan estas dos bestezuelas blancas?… Aproximamos las jaulas a lo que usted llama la línea divisoria del queso… Véales cómo se remueven al olor, cómo se convierten en olfato, cómo gimen por alcanzarlo, de fuera el hociquillo y el cuerpo palpitante… Piense, piense qué representan, y si se da por vencido paga todo lo que comamos y bebamos esta noche… No es que no adivine, es que no quiere decirlo -prosiguió Maker Thompson-; representan a dos compañías en guerra por la hegemonía del territorio en litigio.

– ¿Sabe la última noticia? No habrá guerra. El conflicto va a ser sometido a arbitraje.

– ¿En qué pie está la «Tropical Platanera»? Yo he venido porque tengo algunas acciones -más bien son de Aurelia-, pero quería aconsejarle sobre el terreno.

– Aurelia me consultó y confidencialmente le aconsejé que las vendiera, para comprar acciones de la «Frutamiel». Muchos accionistas han hecho lo mismo. No es que sea más sólida la «Frutamiel», pero en el asunto de límites lleva todas las posibilidades de triunfo. Opera con más arrojo y reparte más dinero. Y por otra parte, la «Tropical Platanera» perdió prestigio con las acusaciones y el testamento descabellado de Lester Stoner. Por fortuna, logramos atraer a los herederos. Sólo han quedado por allá esos de apellido Lucero, Lino, Juan y otro… Pero ya habrá tiempo para hablar de estas cosas otro día. Ahora vamos a celebrar la llegada de incógnito del Papa Verde.

– En Chicago gozo cuando me llaman así. Me siento joven, capaz de las empresas más audaces. Por ejemplo, comprar todas las acciones que pongan a mi disposición de la «Platanera» y lanzarme al abordaje contra la «Frutamiel».

– Sería una locura…

– Sí, sí, ya sé que sería una locura de pirata viejo, pero ¿qué quieren que haga un anciano que vuelve a su suelo natal, sino soñar locuras para sentirse joven?

Aurelia inició la marcha, metióse entre los dos viejos y les tomó del brazo. Tarareaba una de las canciones de los marineros de Nueva Orleáns. En el despacho, sobre el escritorio, quedaron las jaulas doradas con las ratas gemidoras, lloraban por acercarse al queso moviéndose de un lado a otro. El teléfono las inmovilizó. La chicharra. Ese sonido extraño… ¡Ña… ña… ñaaa…! Sonaba en forma intermitente y cuando cesaba volvía la agitación de los hambrientos roedores. ¡Ña… ña… ñaaa…! Silencio. Nadie se movía. Sólo quedaba vivo el brillo de sus ojos, cuatro chispas de rubí, mientras llamaba el teléfono verde. Una de las jaulas resbaló y con la jaula, la jaula en que remolineaba la rata más grande, cayó el teléfono, y del teléfono salió la voz, la misma voz, la voz del informante anónimo, espacial, sólo oída por las ratas, por la rata más gorda que al caer quedó próxima al audífono y que al que hablaba le daba la impresión de una oreja frotada contra el aparato, oyendo sin contestar, sin siquiera respirar…

…No importa que no se digne contestar. Basta que me oiga. Eso es suficiente. Le oigo respirar perfectamente, como si estuviera respirando sobre mí, y oigo cómo se restrega en la oreja el aparato al escuchar lo que le digo: «YO, EL REY… (y aquí ya sólo se oían palabras sueltas, la otra rata había quedado sobre el escritorio, más cerca del queso)… lo cual visto por nuestro consejo juntamente con las cartas geográficas que de suyo se hace mención… dar esta cédula fechada en la villa de Valladolid a nueve días del mes de Mayo de mil y seiscientos cuarenta y seis años…» ¿Me oye usted?… ¿Oye usted cómo por cédula real se fijaron sin establecimiento definitivo hitos en tierras que no contenían más división que las parciales de localidades que eran continuación de un mismo reino o señorío?… «Y contra el temor y forma de nuestra dicha cédula, mandamos a todos no vayan ni pasen, ni consientan ir ni pasar…» Mas, ahora, ¿quién pasa?… Son los plenipotenciarios, vienen en justicia, cargados de los más preciosos títulos, primeros y siguientes, segundos y siguientes, ninguno como la cédula de Valladolid…

…Bueno; conteste, responda. Se le oye el aliento y no quiere hablar. Una voz anónima le está informando de la documentación con que llegan los plenipotenciarios de esos países a defender sus derechos en el asunto de límites ante el tribunal arbitral que va a dictar su fallo uno de estos días. ¡Cata, que aquí viene un caballero de casaca roja! Trae, en las manos enguantadas de blanco, enrollado un pergamino con el sello del Almirantazgo Británico. Si lo abre volarán las palomas del oleaje espumoso y una rígida geometría de líneas disecadas por el tiempo temblarán bajo los ojos de los arbitros. Más allá, un pelado de túnica y guantes de color violeta enseña un plano parroquial herido por el reflejo de la amatista que lleva en el pecho engarzada en una cruz de fuego. El incienso y el nardo han entrado en el tribunal junto a los viles títulos de tierras, amparo de propiedades arrebatadas a los indios…

¿Quién informaba a quién por aquel teléfono verde, color de la esperanza, caído junto a una jaula, más que jaula ratonera por el extraño habitante que en el interior se revolvía?

¿Qué boca desde el sueño hablaba de lo que ocurría en Washington, para que lo oyera una rata encerrada en una cárcel al parecer de oro, seguro de que le escuchaba el presidente de la Compañía, con su gran oreja fría y su respiración de roedor canoso?

…YO, EL REY, seguía el informante, es el documento más valioso, hallado por un maestro de escuela en el Archivo de la Nación, a la que se le sustrajo por la «Frutamiel Company», cédula real que se presta a interpretaciones, como si el soberano, en Valladolid, hace trescientos años, hubiera adivinado que para ser valedera, una compañía de fruta iba a agregar el peso de su oro verde…

…¿Y la «Tropical Platanera», qué hace, qué espera, para avalar ese documento regio con el respaldo de sus millones?

…¿Qué se hizo el Papa Verde?

El informante anónimo oyó ruidos extraños (el secretario que recogía el teléfono), seguido de una voz estúpida que dijo:

– ¡Caramba, se cayó todo esto!

El sirviente soltó las ratas en la calle, a la vuelta de la oficina -dos ratas más en el viejo Chicago a nadie podían alarmar- y un pordiosero devoró el pedazo de queso que aquéllas tuvieron tan lejos y tan cerca de sus hociquines rosados.

De espaldas al rumor de la ciudad, rumor acuoso, Maker Thompson se salvaba en el balcón volante del rocío de don Herbert Krill que hablaba escupiendo. Don Herbert padecía de vértigo de altura y a prudente distancia, mientras masticaba sus pepititas de pistacho, vociferaba contra la compra de acciones de la «Tropical Platanera, S. A.», cuya manifiesta indiferencia y pasividad en el asunto límites significaba el triunfo completo de la «Frutamiel Company». Vino a Chicago, casi desautorizado por sus médicos, para mostrar personalmente a Geo la fotografía del famoso documento encontrado en los archivos, la misma que le proporcionó a Lino Lucero doña Margarita, prueba evidente, al decir de los expertos, de que el asunto lo perdía irremisiblemente la «Tropical Platanera».

– Feliz está usted, don Herbert, en el país del masca-masca -Maker Thompson desviaba la conversación-, porque aquí todos lo entienden, hablan su idioma; mascan, mascan, mascan a todas horas y en todas partes. Es una forma fría de canibalismo. Los abuelos se comieron a los pieles rojas y los nietos mastican chicle, mientras económicamente devoran países, continentes…

Krill se olvidó del vértigo. Era urgente convencer al viejo capitán de empresa que los tiempos actuales no obedecían a otro ritmo que al de la violencia y la catástrofe. Saltó al vacío, donde el balcón se liberaba del muro para quedar sobre la calle, suelto, aéreo, todo él sobre su amigo, palpándole, manoseo desordenado por los bolsillos, las solapas, las hombreras, restregándole la narizona en los carrillos, como si por aproximación de cuerpos le fuera más fácil convencerlo de que no jugara a su ruina, y a la ruina de todos, de que no comprara más acciones de la «Tropical Platanera».